COLOMBIA: Decenios de guerra por la tierra

En Colombia «no hay desplazados porque hay guerra», sino que «hay guerra para que haya desplazados», sostiene la dirigente campesina Gilma Benítez, y así resume, sin proponérselo, las conclusiones de investigadores a lo largo de cinco décadas.

En muchas zonas rurales la vida se cuenta de guerra en guerra: la primera desde 1948, la segunda desde 1954, la tercera desde 1962 y la cuarta y más prolongada desde 1964 hasta hoy.

Las historias de esos conflictos tienen en común que la tierra ha cambiado de manos violentamente y centenares de miles han sido expulsados del campo a las ciudades.

Como resultado, "0,4 por ciento de la población posee 61,7 por ciento de las mejores tierras del país", dijo a IPS Jorge Rojas, director de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento.

Según esa institución, desde 1985 suman 3,1 millones las personas que abandonaron, o a las que se arrebataron, al menos dos millones de hectáreas.
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Eso ha ocurrido sobre todo en "zonas donde la tierra está en disputa, por las riquezas que están en el suelo o en el subsuelo, y por los megaproyectos", señaló Rojas.

Daniel Manrique, del Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos, apuntó que en el proceso inciden fines especulativos, pues los terrenos arrebatados "poseen favorables perspectivas de valorización por estar ubicados bajo la influencia de megaproyectos de tipo vial, agroindustrial, turístico, energético o minero".

La guerra que comenzó en mayo de 1964 produjo un ejército de origen campesino que se llama comunista: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), quizá la guerrilla más vieja del mundo.

Desde su bautizo de fuego, las FARC son comandadas por Pedro Antonio Marín, un ex labriego cuyo nombre de combate es Manuel Marulanda Vélez, y a quien sus enemigos pusieron el mote de Tirofijo.

Ante la "violencia reaccionaria, (surgió la) resistencia auto-organizada y auto-dirigida por sus potenciales víctimas, los campesinos", escribió Marulanda en sus "Cuadernos de campaña", publicados en 1973.

Según testimonios directos de lo ocurrido hace 40 años, lo que empujó a los campesinos a tomar las armas fue la necesidad de afrontar el ataque de las elites ávidas de tierras, respaldadas en distintos grados por el Estado.

El argumento de que la guerra surgió debido a la miseria apareció tiempo después, aunque datos oficiales reportan que actualmente 82,6 por ciento de la población rural vive bajo la línea de pobreza, y 43 por ciento en la indigencia. De los 44 millones de colombianos, 28 por ciento viven en el campo.

En las guerras primera y segunda, "el drama vivido por los campesinos era verdaderamente escalofriante. Una masacre hoy, el incendio de todas las casas de una vereda (caserío) mañana, los miembros de una familia que eran llevados presos desapareciendo para siempre, la inseguridad que tocaba a las puertas de cada choza", se lee en las notas de Marulanda, pero la guerra actual no es muy distinta.

Los atacantes eran bandas armadas pro gubernamentales que comenzaron a sembrar el terror a partir de 1948 entre la población rural, apoderándose de los bienes de los campesinos considerados opositores.

"La policía y las autoridades locales los apoyaban", y los labriegos se armaron al principio con antiguas escopetas y revólveres para repeler los ataques, apuntó Marulanda.

La primera y segunda guerras dejaron unos 300.000 muertos y dos millones de desplazados.

Las FARC ya no buscan sólo seguridad y títulos legales de parcelas, aunque mantienen vigente su "Programa agrario de los guerrilleros", de julio de 1964, que propone una "reforma agraria revolucionaria que cambie de raíz la estructura social del campo colombiano".

En la tercera guerra, el gobierno intentó sin éxito ocupar la escarpada región de Marquetalia, en el centro del país, unos 800 kilómetros cuadrados de inaccesible bosque de niebla, donde campesinos habían colonizado tierras para dedicarse a la labranza.

Esos campesinos se definían como un movimiento de trabajadores agrícolas y pedían al presidente carreteras, escuela y crédito para aumentar su ganado o ampliar sus cultivos. Hacía años que eran asesorados y acompañados por el Partido Comunista.

En plena Guerra Fría, surgió la percepción de que Marquetalia, donde habitaban Marulanda y medio centenar de familias que conservaban armas de las primeras guerras, era "el epicentro de la revolución", según el general José Joaquín Matallana, entonces comandante de un batallón que resultó militarmente decisivo.

El 18 de mayo de 1964, unos 2.000 soldados, aproximadamente un tercio del ejército según Matallana, cercaron y bloquearon el enclave campesino, sin permitir ni el paso de medicinas y alimentos.

Según las FARC, fueron unos 16.000 soldados.

La Operación Marquetalia se prolongó tres meses y se enmarcó en la Latin American Security Operation (Operación de Seguridad Latinoamericana) diseñada y apoyada por militares estadounidenses.

Los sitiados comprendieron que niños, mujeres y ancianos no podrían resistir el asedio, y que tenían que abandonar Marquetalia.

La evacuación por trochas secretas se cumplió en la noche del 14 de junio y, antes de marcharse, los habitantes incendiaron sus propias casas. Eso marcó el fin de su vida civil, aunque las FARC fechan su origen el 27 de mayo, cuando combatieron pro primera vez.

"Y de ahí para acá se distribuyeron en todo el país en guerrillas móviles", resume Raúl Reyes, portavoz de la guerrilla.

Hoy las FARC cuenta con unos 30.000 combatientes, apoyados por unos 10.000 milicianos de civil, más 60.000 adherentes del clandestino Movimiento Bolivariano (MB) y unos dos millones de simpatizantes, dos tercios de ellos en zonas rurales, aseguró a IPS un portavoz del MB.

"Si la agresión a Marquetalia no se hubiera llevado a cabo, muy probablemente no habrían nacido las FARC", reflexionó decenios después el asesor comunista Jacobo Arenas.

En 1984 las FARC firmaron con el gobierno un acuerdo de paz en busca del reconocimiento político de su influencia en las regiones que controlaban, mediante la creación de un partido llamado Unión Patriótica, que logró relativo éxito electoral pero debió dejar de existir tras el asesinato de unos 3.000 dirigentes.

Desde 1982, los guerrilleros se consideran "ejército del pueblo", y su propósito declarado es compartir el poder en un gobierno de reconstrucción nacional, tras participar en la definición de una nueva Constitución.

La violencia perpetrada desde los años 40 por los llamados "chulavitas" fue continuada por los paramilitares, que actúan en muchas regiones coordinadamente con unidades militares y fueron promovidos en los años 80 por elites locales y narcotraficantes, a su vez dueños de grandes extensiones de las mejores tierras.

"Unos cuatro millones de hectáreas están hoy en manos del narcotráfico", de 45 millones de hectáreas del área agraria en continua expansión, indicó Rojas.

La mayoría de los paramilitares se agrupan en las Autodefensas Unidas de Colombia, que se le fueron de las manos a sus promotores, y el gobierno del hacendado Alvaro Uribe pacta con ellas actualmente un cese de hostilidades, a cambio de protección para sus líderes.

Como a mediados de siglo, los inicialmente agredidos, antes campesinos armados y hoy guerrilleros, también agreden, incluso con crueldad.

Según el jurista defensor de los derechos humanos Alirio Uribe, director del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, no hay salida militar para la guerra, que "se ha prolongado en el tiempo con graves consecuencias sobre todo para la población civil", en un marco de creciente falta de respeto a las normas del Derecho Internacional Humanitario.

El Estado "no ha podido controlar la expansión de la insurgencia por la vía del fortalecimiento de la fuerza pública, ni por la de crear y apoyar grupos armados privados como los paramilitares", dijo a IPS.

Del promedio diario de 100 muertes violentas en Colombia, cinco se deben a combates y 15 son de civiles considerados enemigos por alguna de las partes en conflicto, mientras las otras 80 son consecuencia de la violencia cotidiana generada por la miseria y la exclusión, explicó el jurista.

Por eso, no basta que "los que están armados dejen de darse tiros", sino que hace falta "un nuevo pacto que garantice los derechos económicos, políticos, sociales y ambientales, los de las mujeres y los niños", opinó.

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