”Yo sólo quiero vivir aquí tres años y luego devolverme a mi ciudad, a Puebla”, dice la cocinera mexicana Elizabeth, de 21 años. A su espalda humean las cacerolas en una tienda de tacos del distrito neoyorquino de Queens.
Elizabeth vende tacos, tamales, huaraches, quesadillas, atole y otros platos típicos mexicanos. Pero no tiene permiso para trabajar en Estados Unidos, así que el temor a ser deportada no la deja nunca, y la hermana a otros 10 millones de trabajadores indocumentados en la principal potencia económica del mundo.
Las jornadas laborales se extienden entre 12 y 18 horas diarias. Los días de descanso casi nunca existen. El salario mínimo legal es un sueño. Y los trabajadores y sus familias no tienen derecho a seguro médico ni a protección legal contra abusos de los empleadores.
El presidente George W. Bush presentó la semana pasada una propuesta para legalizar la situación de estos inmigrantes, que cuenta sin embargo con escasas probabilidades de ser aprobada por el Congreso legislativo.
Según el plan, los trabajadores inmigrantes sin visa podrían acceder a un permiso de trabajo por tres años, si así lo solicitan con aval de sus empleadores y logran probar que no había aspirantes estadounidenses para su puesto.
La visa de trabajo sería renovable en las mismas condiciones, permitiría al inmigrante visitar su país de origen y retornar a Estados Unidos, y lo habilitaría a pagar impuestos, percibir el salario mínimo, acceder al ahorro y adquirir seguros médicos o de retiro.
El globo sonda lanzado por Bush recogió reacciones diversas: algunos ven en él solo una maniobra electoral dirigida a la comunidad latinoamericana, con vistas a las elecciones de noviembre, otros alimentan desde cierto entusiasmo hasta indiferencia.
”Eso de que nos legalicen está difícil”, dice a IPS una pesimista Elizabeth, quien abandonó sus estudios de contabilidad en Puebla, sur de México, para lanzarse con su esposo y otras 20 personas a cruzar la frontera por el desierto, pagando a ”coyotes”, como se conoce a los traficantes de personas.
El plan de Bush no es una amnistía, sino un sistema para reclutar mano de obra extranjera que exigiría a cada inmigrante dejar sus datos personales en un registro, un paso que despierta desconfianza en los indocumentados acostumbrados a borrar sus rastros para no ser localizados por las autoridades.
Uno de los principales consejos que comparten estos trabajadores es no llevar nunca consigo sus documentos originales, pues si la policía o alguna autoridad los interroga deben contestar que están de viaje y dejaron sus papeles en el hotel, relató a IPS Guillermo, de 43 años, quien dejó Costa Rica cuatro años atrás.
Además, es muy importante cobrar el salario en efectivo y evitar los cheques: cualquier documento puede convertirse en pista para las autoridades.
Lo cierto es que Washington puso en la mesa la cuestión de los inmigrantes, que vuelve así al debate nacional y a los medios de comunicación.
Los estadounidenses comienzan a preguntarse qué les dejaría una deportación masiva de la fuerza laboral que hoy cocina sus hamburguesas, recoge sus cosechas, limpia empresas y viviendas, cuida a sus niñas y niños y poda sus jardines.
Mientras las economías de otras naciones industriales verán caer su fuerza de trabajo en 15 por ciento para 2030, la apertura de Estados Unidos a la inmigración permitirá un aumento de más de 18 por ciento de su población económicamente activa en el mismo periodo, mejorando el crecimiento económico del país, señala una investigación de la National Foundation for American Policy (Fundación Nacional para una Política Estadounidense).
”Mi sueño es reunir lo más pronto posible un buen dinerito para regresar a México, para poner un pequeño negocio. Pero no sé si después me voy a querer quedar”, relata la joven, mientras alista una torta con chile y ofrece una sonrisa a sus clientes.
Las autoridades estiman entre ocho y 10 millones la población extranjera indocumentada, pero según organizaciones no gubernamentales el sector suma entre 12 y 14 millones en este país de 288 millones de habitantes.
La mitad procede de México, de otros países latinoamericanos y del resto del mundo, en ese orden.
”Es muy duro, yo extraño a mi país no un cien por ciento…, sino un mil por ciento”, asegura Guillermo.
Pese a su buena educación, no encontraba empleo en Costa Rica. Ahora trabaja por las noches limpiando retretes, vidrios y pisos en oficinas bancarias del noroccidental estado de New Jersey, vecino a Nueva York.
”Fue muy duro dejar a mi esposa y a mis tres hijos. La separación es lo más difícil, pues uno no sabe a qué viene, cuánto tiempo va a estar fuera de su país ni cuándo va a volver a ver a sus amigos”, agrega. Guillermo logró reunir a su familia en Nueva York.
Su oficio y el de Elizabeth ocupan a muchos latinoamericanos en diversas ciudades del país, empleados por pequeñas o micro empresas. Es común verlos en restaurantes, pizzerías y tiendas.
También son braceros que recorren el territorio siguiendo las cosechas o talando árboles, limpian casas o cuidan niños, conducen taxis o hacen jardinería.
El salario mínimo es de siete dólares la hora, y aunque algunos indocumentados perciben algo más, la gran mayoría no obtiene más de cuatro o cinco dólares.
Para acceder a muchos empleos no hay otro camino que presentar un número de seguro social falso, que se compra en el mercado negro.
El derecho a la salud no existe para ellos. ”Imagínese que el otro día me dolía mucho una muela”, relata a IPS una mujer anciana. ”Tuve que ir al dentista. Me dijo que tenía que hacerme una corona. ¿Sabe cuánto me cobraba? 750 dólares. Por supuesto no pude pagarlo. Tuve que aguantarme”.
La legalización temporal propuesta por Bush es vista por algunos observadores como vehículo para airear la economía, pues permitiría recaudar más impuestos y captar ahorros.
Pero muchos inmigrantes desconfían. ”Como decimos aquí, ¡naranjas dulces!, es decir nada. Esa idea de Bush no nos traería nada bueno, es una trampa”, asevera Israel, un mexicano de 30 años que trabaja en el corazón de Manhattan como dependiente en una de las tiendas de comestibles conocidas como ”deli”.
”Los políticos son así, prometen cosas para ganar votos, pero después se olvidan de todo, eso es lo que va a pasar ahorita”, agrega. Uno de sus compañeros asiente con la mirada mientras prepara un vaso de chocolate y un panecillo con queso para un cliente.
Bush aspira a ser reelecto presidente en los comicios de noviembre.
De ser aprobado el plan, que aún tiene muchos puntos oscuros, sería la principal reforma migratoria desde 1986, cuando el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) amnistió y dio residencia permanente a casi tres millones de trabajadores indocumentados.
Luego de aquella ley (Ley de Reforma y Control de la Inmigración), muchos sectores de la comunidad latinoamericana intentaron ampliar sus beneficios para la creciente masa de inmigrantes no autorizados.
Pero la participación en el programa propuesto por Bush no constituye antecedente para aspirar a la residencia permanente.
”Toda nuestra lucha es por conseguir la residencia permanente. No nos interesa aceptar sólo la residencia temporal”, explicó IPS el director ejecutivo de la Asociación Tepeyac de Nueva York, Johel Magallán, una red de 40 organizaciones de inmigrantes.
A mediados de 2003 se presentó al Congreso el proyecto de ley de Mejoramiento de la Seguridad Fronteriza y la Inmigración, que preveía dar empleos temporales a inmigrantes que deseen ingresar al país, abriéndoles camino a la residencia permanente.
Además contemplaba la posibilidad de la residencia para indocumentados, tras ser investigados y pagar una multa de 1.500 dólares.
”De todas maneras, muchos de nuestros compatriotas pagan más a los coyotes. Además, esta es una iniciativa que se acerca a lo que hemos estado pidiendo en nuestra lucha”, agregó Magallán.
Aún no está clara la vida que tendrá el plan de Bush. Pero millones de personas como Elizabeth, Guillermo o Israel seguirán desde las sombras ayudando a mover el motor de la economía estadounidense.