CORRUPCION-ARGENTINA: Escándalo en dos tiempos

«Todo se sabrá algún día», libro publicado en febrero de 2002 como la crónica de un caso de soborno en el Senado argentino, resultó tener un título profético.

El escándalo que estalló en Argentina la semana pasada fue como una bomba de retardo, un retardo de casi cuatro años para confirmar los hechos divulgados por la prensa durante 2001, y enterrados por la justicia y el aparato político.

El ex secretario parlamentario Mario Pontaquarto confiesa ahora ante la justicia haber sido el encargado de entregar un soborno gubernamental de casi cinco millones de dólares a senadores de la entonces gobernante Alianza y el entonces opositor Partido Justicialista, para que aprobaran una impopular reforma laboral.

Pero nada de esto es información nueva, ni su papel en ese operativo, ni los montos que se distribuyeron, ni los nombres de los implicados de uno y otro lado.

En el verano de 2000, la ciudadanía argentina comenzaba a comprobar que las promesas de transparencia del nuevo gobierno de la Alianza (conformada por la centrista Unión Cívica Radical y el centroizquierdista Frepaso) eran una ilusión.

Terminaba una década del Partido Justicialista en el poder, en la que el presidente Carlos Menem (1989-1999) había desmantelado los organismos de contralor del Estado, manipulado a la justicia, privatizado los principales bienes del Estado y disparado la deuda externa, el desempleo y la pobreza.

En ese decenio se multiplicaron las denuncias de corrupción empresarial y gubernamental, y quedaron impunes dos atentados terroristas en los que murieron más de 100 personas, así como otros asesinatos de periodistas, funcionarios o testigos de delitos de cuello blanco.

Del "milagro" menemista sólo quedaba la ley de convertibilidad, que mantuvo la paridad de la moneda argentina con el dólar, como vestigio de un ilusorio viaje al primer mundo.

Muchos ciudadanos anhelaban un cambio profundo. Pero ese anhelo encarnado por la Alianza se desmoronó en poco tiempo. Y el caso de los sobornos, en abril de 2000, fue el tiro de gracia de un gobierno que apenas sobrevivió ocho meses más.

En aquel verano de 2000, el endeble presidente Fernando de la Rúa (1999-2001) ya cedía ante los firmes propósitos de los organismos financieros internacionales y las corporaciones con filiales locales, que reclamaban una drástica reducción de los "costos laborales".

Así nació la ley de reforma laboral, aprobada en abril de 2000, repudiada por los sindicatos e inicialmente rechazada por la bancada justicialista, que finalmente aseguró su aprobación cuando varios de sus integrantes cobraron su voto en dólares.

En junio aparecieron las primeras señales en la prensa. El diario La Nación informó que un senador "arrepentido" había confesado a una de sus periodistas, María Fernanda Villosio, haber recibido dinero para votar la ley.

Era el justicialista Emilio Cantarero. Aunque no se mostraba contrito sino desafiante cuando relató su historia, según la versión de Villosio.

Aunque la identidad del legislador no aparecía en el diario, ver expuesta su confesión en la primera plana lo dejaba en la incómoda posición de ser el único de los culpables que admitía el delito.

Cantarero exigió un desmentido, a lo que La Nación respondió divulgando su identidad. El senador negó la versión e inició un juicio por difamación a la periodista.

Apenas días después, el hoy arrepentido Pontaquarto leyó una carta anónima donde se describía, con lujo de detalles, una reunión a la que había asistido en el propio despacho de De la Rúa, en la que éste daba instrucciones sobre el procedimiento a seguir.

En el libro "Todo se sabrá algún día – Crónica de un soborno", publicado en Uruguay por el periodista Gabriel Pandolfo, se relata el contenido de ese texto anónimo, que coincide con la confesión del ex secretario parlamentario.

Según la carta, el presidente indicó que "las otras cosas (la entrega del dinero) se arreglaban con (el director de la Secretaría de Inteligencia del Estado, SIDE, Fernando) De Santibañes".

Pontaquarto recibió el dinero en dos maletines negros en las oficinas del SIDE, y lo llevó al apartamento de Cantarero, encargado de la distribución posterior. A cambio, éste le entregó una lista de los legisladores implicados, con el monto correspondiente junto al nombre de cada uno.

El golpe en la opinión pública fue doble: a la vez que confirmaba las presunciones sobre la corrupción justicialista, parecía probar ante una descreída ciudadanía que no había otra forma de hacer política, o que la Alianza era un remedio peor que la enfermedad.

Según encuestas, 80 por ciento de los consultados creía ciertas las acusaciones y reclamaba investigaciones profundas.

Tras un par de meses de revuelo, la renuncia del indignado pero impotente vicepresidente Carlos Alvarez y un proceso judicial que no condujo a nada, el caso de las "coimas" (sobornos) quedó sepultado junto con la credibilidad del gobierno.

Vinieron luego otras tormentas que barrieron con lo que quedaba de la administración De la Rúa. El presidente renunció y huyó de la sede del gobierno en un helicóptero en diciembre de 2001.

Mucho ocurrió en Argentina desde entonces. En apariencia, el nuevo clima político deja espacio para que la justicia actúe.

Si la investigación prospera, podrían ir a la cárcel muchos ex funcionarios y legisladores, e incluso algunos gobernadores en funciones, lo cual sería un paso hacia la recuperación de la independencia judicial.

A esas garantías y a un insoportable peso de conciencia atribuye el confeso delincuente su decisión de hablar.

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