CUBA: Otra vez el socialismo como problema

La polémica mundial desatada por la ejecución de tres secuestradores de un ferry en Cuba no sólo reflotó oxidados adjetivos anticomunistas sino también el debate – más sobrio- sobre las perspectivas de un socialismo acosado, solitario y débil.

¿Se puede permitir un régimen así el lujo de la libertad política? Y si la respuesta es no, ¿se puede considerar leal a sus propios ideales? La pregunta no es banal: el presidente chileno Salvador Allende pagó con la vida en 1973 su apego al ideal del socialismo en democracia.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano, en rechazo a los fusilamientos, recordó a Cuba el legado de la revolucionaria alemana Rosa Luxemburg, quien advirtió a los líderes bolcheviques rusos en 1918 que ”la libertad es siempre libertad para el que piensa diferente”, y no sólo para los comunistas.

”¡Sí, dictadura! (del proletariado). Pero esta dictadura consiste en la manera de aplicar la democracia, no en su eliminación”, escribió Luxemburg, para quien, sin embargo, la democracia alemana reservó un asesinato a sangre fría a manos de un grupo de soldados, tras su arresto en 1919.

Tras una seguidilla de secuestros y en medio de la guerra ”preventiva” de Estados Unidos contra Iraq, ”en la lógica cubana había dos maneras de poner fin a lo que estaba pasando: hacer algo que acabara del todo con los secuestros o abrir las fronteras para todo el que se vaya… La segunda no podía ser”, dijo a IPS una analista cubana.

En 1970, dos años después de que el Pacto de Varsovia, la alianza militar que lideraba la desaparecida Unión Soviética, aplastara el proceso de liberalización en Checoslovaquia, el dirigente comunista venezolano Teodoro Petkoff publicó un libro que causó revuelo en el entonces homogéneo movimiento comunista mundial: ”Checoslovaquia, el socialismo como problema”.

Petkoff fue pionero en describir, ”desde adentro”, las debilidades estructurales de un sistema en que todos los matices de acción política, opinión y hasta de expresión artística se fundían, obligatoriamente, a través del Partido Comunista, el encargado de defender la conquistas económicas y sociales del sistema.

En 1977, el filósofo alemán oriental Rudolf Bahro dio con sus huesos en la cárcel por escribir un profético análisis sobre el destino del llamado sistema socialista mundial, que definió, empleando rigurosas categorías marxistas, como una versión moderna del ”modo de producción asiático”.

Bahro señaló que el llamado ”socialismo real” nunca había sido socialista, sino un sistema parecido al imperio incaico, donde el producto social se repartía en partes iguales entre los productores, la burocracia estatal y el líder, representado este último por el Partido Comunista, que asume la obligación de proveer de alimento y abrigo a los más débiles.

En el caso de Cuba, este papel protector no es despreciable. Gracias a él, los 11 millones de cubanos tienen acceso a educación y salud gratuitas, y se les garantiza una alimentación razonable.

No por casualidad los indicadores demográficos cubanos se sitúan en los mismos niveles de los países industrializados.

Pero no hay libertad política, ni pluralismo, ni democracia representativa.

Como Luxemburg, Bahro estimó en su libro ”La alternativa: hacia una crítica del socialismo real”, que la falta de libertad política no se debía al socialismo sino precisamente a su ausencia, y consideraba que la conversión del modo de producción asiático era posible sólo si la emprendía primero la Unión Soviética.

Bahro pronosticó que, tal como el imperio inca se desmoronó en un día cuando el conquistador español Francisco Pizarro secuestró a Atahualpa, así también caería el sistema socialista una vez descabezada la cúpula del Partido Comunista, dejando a la población confusa, deprimida e incapaz de reaccionar.

En 1985, cuando Mijail Gorbachov llegó a aplicar en la Unión Soviética los consejos de Bahro a través de la perestroika, era ya demasiado tarde para ese país y sus satélites. La batalla económica estaba perdida y la descomposición de la cúpula había hecho trizas la confianza de la población.

Ya en 1977, el legendario Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista italiano, sentenció que la Unión Soviética había perdido la ”iniciativa histórica” y que se necesitaba otro tipo de concepto socialista.

Entre 1989 y 1991, uno a uno, en una sucesión vertiginosa y sin violencia, cayeron los regímenes socialistas de Europa oriental y hasta la propia Unión Soviética.

La desmoralización que siguió, aderezada con vastos fenómenos de pobreza, desnutrición, delincuencia y corrupción, siguió al pie de la letra el guión de Bahro.

Pero otro que anticipó la caída del castillo de naipes soviético fue el presidente de Cuba, Fidel Castro, quien la anunció en 1989 en La Habana a un grupo de periodistas extranjeros, en presencia del mismísimo Gorbachov.

La mayoría de los presentes consideró —entonces como ahora— que se trataba de un patético desvarío.

Castro anticipó el fin de la Unión Soviética con su típico olfato estratégico, y Gorbachov lo miró con una sonrisa enigmática y sin decir una palabra.

En cambio, Bahro —a la sazón profesor de la escuela superior del Partido Socialista Unificado de Alemania (comunista)— lo hizo mucho antes, pero sin ningón olfato: fue acusado de traición a la patria y luego expulsado del país.

Pero Cuba, el eslabón económica y estratégicamente más débil de aquella ”comunidad de países socialistas”, no fue la última carta del castillo caído. ¿Por qué? ¿Pura represión del ”régimen castrista”? ¿Apenas el carisma de Fidel?

En la lógica revolucionaria, el fusilamiento de los secuestradores cortó de raíz el peligro de un ”éxodo masivo (…) que sirva de pretexto para una agresión militar a Cuba”, dijo Castro la semana pasada en la televisión de ese país.

La suposición no es descabellada. Cuba ocupa un lugar privilegiado en la lista estadounidense de candidatos a una ”liberación” armada al estilo Iraq.

El tema de fondo es si este remanente del ”sistema de producción asiático” puede durar mucho tiempo en un mundo en que nadie, ni los más ardientes socialistas, se plantean la meta de sustituir el capitalismo con el socialismo, ni siquiera democrático.

Los movimientos sociales que parecen perfilar el cambio político rupturista del futuro han dejado atrás los conceptos de izquierda y derecha, porque ambas corrientes ya no parecen contrapuestas, argumenta el analista italiano Luigi Pintor, en el diario (izquierdista) Il Manifesto.

La dictadura proletaria, sea democrática a lo Luxemburg o cerrada a lo bolchevique, no está en los planes de la sociedad civil. Pero Cuba, el símbolo rebelde, el David moderno, al menos hasta ahora, estaba siempre en todos los corazones, o casi. (

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