POLITICA: El extremismo sigue en ascenso

Casi un año después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, la repercusión mundial de aquellos ataques afecta en forma grave las relaciones entre Occidente y el Islam, y estimula el extremismo en ambas partes.

Los 19 hombres que secuestraron aviones de pasajeros para emplearlos como arma contra las Torres Gemelas, en Nueva York, y contra el Pentágono, en Washington, fueron musulmanes que invocaron su religión para justificar la violencia indiscriminada.

Ese hecho irrebatible ha perjudicado la imagen del Islam y de todos los musulmanes, que son unos 1.300 millones en el mundo.

Es probable que los historiadores señalen aquellos atentados como el tercer gran hito negativo en 30 años de relaciones entre occidentales y musulmanes.

El primero de esos hitos fue la guerra árabe-israelí de octubre de 1973, cuando Arabia Saudita encabezó un embargo de la venta de petróleo a los países que apoyaban a Israel, y en especial a Estados Unidos. Fue la primera vez que tradicionales aliados de Occidente en el mundo musulmán emplearon su riqueza petrolera como arma política.

Eso condujo a un aumento de los precios internacionales del petróleo, a propuestas de establecer un nuevo orden económico internacional y a la percepción mundial de la cuestión palestina como centro del conflicto de Medio Oriente.

El segundo hito fue la revolución islámica iraní, en febrero de 1979, que derrocó a una autocracia aliada de Washington. Fue la primera experiencia exitosa de invocación del Islam como vehículo para un cambio político radical hostil a Occidente.

Los términos ”radicalismo islámico” y ”fundamentalismo islámico” se hicieron frecuentes en el lenguaje político occidental, y ganó terreno la idea de asociar el fundamentalismo religioso musulmán con el extremismo y la violencia.

El hito del 11 de septiembre fue el tercero y el de mayor repercusión.

El proceso desencadenado en esa fecha de 2001 puede llevar al choque de civilizaciones previsto por el académico estadounidense Samuel Huntington antes de los atentados, o a la cooperación para erradicar el extremismo, entre occidentales que lo perciben como una amenaza y musulmanes que lo consideran una aberración.

El primer año de consecuencias de los atentados deja poco espacio al optimismo, por tres razones.

En primer lugar, ha aumentado el extremismo de ambos lados, y puede decirse que los autores de los atentados tuvieron éxito, si buscaban promover un enfrentamiento mundial entre Occidente y el Islam.

La campaña antiterrorista internacional lanzada por Washington jerarquiza el uso de la violencia, margina a los moderados de ambas partes, y puede incentivar el extremismo en el mundo musulmán.

En segundo lugar, la opinión pública occidental asocia en forma creciente el terrorismo con el Islam.

En tercer lugar, la campaña antiterrorista estadounidense engloba y potencia conflictos previos en una creciente lista de países, que incluye a Argelia, China, Filipinas, India, Israel, Malasia, Rusia y Uzbekistán.

Los gobiernos de esos países aprovechan la inclusión de sus respectivos opositores musulmanes en la lista de organizaciones terroristas del Departamento de Estado (Ministerio de Relaciones Exteriores) estadounidense.

Pero el 11 de septiembre fue también una oportunidad para que gobiernos de países musulmanes rectificaran su actitud ante extremistas que invocan al Islam para justificar actos de violencia.

Islamabad, por ejemplo, se alineó con Washington contra el afgano movimiento Talibán, del cual había sido aliado, y expresó explícito rechazo a quienes cometen actos terroristas en nombre del concepto musulmán de ”guerra santa”, incluso en el territorio de Cachemira, que Pakistán disputa con India desde hace más de medio siglo.

El gobernante militar pakistaní, Pervez Musharraf, ilegalizó en enero a organizaciones que considera terroristas y decidió controlar los programas de estudio y la contabilidad de unas 10.000 escuelas religiosas islámicas o ”madrasas”, con la intención declarada de evitar que fueran usadas para inculcar el extremismo.

El presidente iraní Mohammad Jatami asoció el rechazo al terrorismo que invoca al Islam con su pugna contra el poderoso clero ortodoxo musulmán de Irán, y reivindicó el 27 de este mes, en una conferencia de prensa en Teherán, poderes presidenciales que los clérigos revocaron durante su mandato.

En muchos países musulmanes hay creciente percepción de la necesidad de frenar y combatir al extremismo que busca justificación religiosa, y causa a la vez desestabilización interna y desprestigio internacional del Islam, que se define a sí mismo como una religión de paz y tolerancia.

Esa tendencia se combina con movimientos que promueven en países musulmanes la democratización y el respeto por las libertades civiles y los derechos humanos, y ambas corrientes son potenciadas por el temor a ser blanco de la campaña antiterrorista estadounidense.

Vientos del cambio soplan también en países musulmanes como Arabia Saudita, Bahrein, Egipto, Libia, Qatar, Sudán y Uzbekistan.

El verdadero éxito de la campaña estadounidense dependerá de que Washington reconozca que el Islam no es sinónimo de terrorismo, y de que los gobiernos musulmanes asuman su parte de responsabilidad en la lucha contra el extremismo.

El terrorismo es un enemigo difícil de identificar, que no está confinado en las fronteras de un Estado. La guerra contra ese enemigo será larga, con avances y retrocesos, y sólo puede ser exitosa mediante cooperación de la comunidad internacional. (FIN/IPS/tra-eng/mh/js/mp/ip cr/02

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