Su encuentro con una pandilla juvenil en la capital peruana costó a Roberto Angeles, de 22 años, un traumatismo encéfalocraneano severo y dos dientes, y por puro azar no perdió la vida.
"Sentí un botellazo en la cabeza y me bañé en sangre. Una andanada de patadas, fierrazos e insultos me impidieron reaccionar. Pensé: aquí me muero. Estaba en el suelo y me golpeaban por todas partes, mientras se reían y me insultaban, hasta que me desmayé", relató Angeles.
Los pandilleros no le robaron nada y si no lo mataron fue porque providencialmente pasó por el lugar un autobús de servicio público que los atacantes confundieron con un vehículo del ejército.
Otras víctimas de las pandillas no tuvieron esa suerte. Algunos quedaron tan afectados con la experiencia que sienten terror de salir a la calle y están en tratamiento psiquiátrico, como Javier, de 19 años, que fue golpeado sin piedad en un barrio residencial de Lima por ser "cholo" (indígena).
En Ciudad de Guatemala, Karen Aguilar, de 18 años, fue asesinada por un grupo de jóvenes para robarle su automóvil. Meses antes, Karen había logrado superar un mal cardiaco que la puso al borde de la muerte.
Integradas por adolescentes y jóvenes generalmente entre 12 y 24 años, las pandillas juveniles toman por asalto las calles de muchas ciudades de América Latina.
Desafían no sólo a las autoridades, sino también a los especialistas, que intentan explicar el fenómeno atribuyéndolo a una multiplicidad de factores, como la pobreza y el hacinamiento hasta la violencia familiar y social.
Los pandilleros no pertenecen a ningún grupo social determinado y tienen marcadas diferencias étnicas, culturales y socioeconómicas entre ellos. Pero los une su pasión por la violencia.
La esvástica nazi es el signo favorito de muchos. "Pero no necesariamente porque sean nazis o se identifiquen con ellos, sino (por)que es un signo muy fuerte de agresión contra el otro, La idea es atemorizar lo más posible, no importa el símbolo", opinó el sociólogo peruano Cesar Zamalloa.
Algunos se pintan la cara con colores brillantes y se drogan o embriagan antes de lanzarse a las calles. En América del Sur casi no emplean armas convencionales, sino que convierten en instrumentos mortíferos las varillas de hierro de la construcción o las botellas rotas.
Pero en América Central, donde a los conflictos dejaron una herencia de armas de guerra, los pandilleros exhiben con desparpajo granadas, fusiles de asalto, morteros y explosivos plásticos, y se protegen con chalecos antibalas.
En Guatemala, por ejemplo, el líder de una pandilla juvenil subió a un autobús con dos granadas de guerra y una metralleta "para que todos sepan que no estoy dispuesto a morir solo".
También en México crece la actividad de las pandillas juveniles, que allí imitan la organización de las bandas de hispanos de Los Angeles, participantes en el tráfico de drogas al menudeo.
Los expertos afirman que los pandilleros son hijos de la violencia y del terror en que han vivido. No es casual, afirman, que los grupos más temibles proliferen en El Salvador, Nicaragua, Guatemala o Perú, cuatro escenarios de desgarradoras guerras civiles en que muchos niños y adolescentes crecieron creyendo que la vida no vale nada.
La mayor parte de los pandilleros juveniles de El Salvador crecieron viendo muertos, muchos son huérfanos de guerra y otros fueron víctima directa o indirectamente de la represión de grupos paramilitares, los mismos que ahora los persiguen, señaló el abogado salvadoreño Elvio Sesti, en el estudio "Utilidad Ideológica de las Maras" (pandillas).
Y el psicólogo peruano Walter Revilla afirma que, cuando el patrón de conducta observado en la infancia es violento, se tomará la violencia como algo cotidiano, normal, lo que se agrava con la historia familiar.
"Generalmente, la falta de una buena relación en el entorno familiar facilita las respuestas violentas", según Revilla.
Su experiencia en rehabilitación de niños y adolescentes le ha demostrado que la mayoría de los jóvenes, independientemente de su condición social, sólo saben resolver sus problemas por medio de la violencia.
"Los jóvenes, por regla general, son inseguros, y no tienen identidad propia. El grupo, la pandilla, viene a ser el elemento que necesitan para sentirse bien. Es 'su' espacio", explicó Revilla.
Para sus integrantes, la actividad pandillera es una buena manera de matar el aburrimiento o simplemente la posibilidad de librarse de los demonios interiores, sin importar si se pierde la vida en el intento o si se mata a otros.
Por ejemplo, la salvadoreña María del Carmen Contreras, entrevistada por un medio de prensa, juró que no dejaría su pandilla, la "mara Morazán", pese a tener ya 28 años.
Cuatro cicatrices en su rostro de rasgos indígenas, multiples tatuajes en su cuerpo, y su actitud desafiante sugieren la historia de su vida. Una vida que sabe de abandono materno temprano, tuberculosis, drogas y violencia sexual.
A los 15 años, Contreras fue violada por tres hombres y desde entonces no volvió a menstruar. Ahora se dedica al robo "para sobrevivir", y no vacila en herir a sus víctimas con una navaja, en caso de hallar resistencia. Ha estado detenida cuatro veces y sabe que no cambiará de vida.
En cambio, Andrés, un peruano de 18 años, nunca pasó privaciones. Estudió en un colegio privado y sus padres tenían una posición acomodada, pero a los 15 años abandonó su casa para vivir con su pandilla, los "Turcos Malditos".
Con los "Turcos", según dijo, "encontré la felicidad, la libertad, la sensación de no ser nadie y de saber que si quiero me bajo (mato) al que se me ocurra".
Asaltante ocasional de transeúntes, lo que más le agrada es enfrentarse con pandillas rivales, y se enorgullece de haber matado en duelo a un contrincante. Su sueño es irse a Estados Unidos, "donde están las pandillas de verdad", e integrarse a alguna de ellas.
El fenómeno de las pandillas se extiende rápidamente. Las pocas estadisticas conocidas son escalofriantes: en Guatemala, por cada 200 ciudadanos hay dos pandilleros, y la proporción es aún mucho mayor en la ciudad hondureña de San Pedro Sula, de 200.000 habitantes. Y en Managua, un censo policial registró 53 pandillas con algo más de 500 integrantes.
En Lima existen alrededor de 30 pandillas, algunas conformadas exclusivamente por mujeres, como "Las Malditas de Villa El Salvador", un barrio pobre de sur de la ciudad, construido en base a la autogestión.
Una de las líderes de "Las Malditas" explicó que se trata de un grupo de autoprotección contra los abusos de los hombres, adolescentes o adultos, policías o padres. "Nadie se mete con nosotras, peleamos de igual a igual", aseguró la mujer.
Frente a los desmanes y delitos causados por las pandillas juveniles, en muchos países empiezan a surgir voces que reclaman medidas represivas drasticas.
En El salvador, por ejemplo, se aprobó el año pasado la llamada Ley Transitoria de Emergencia Contra la Delincuencia y el Crimen Organizado. Pero los pandilleros advirtieron que por cada uno de ellos que muera, "saldrán 15 más".
Los especialistas están de acuerdo en que, como se trata de un fruto de la violencia, lo menos efectivo para frenar el crecimiento de las pandillas son las medidas represivas.
Pero las escasas iniciativas intentadas por organismos internacionales y de derechos humanos para readaptar a los pandilleros, como otorgarles responsabilidades para que llenen su tiempo libre, no rinden los resultados esperados, debido a la gran magnitud del problema.
"Por cada joven que está preparado para dejar la pandilla, aparecen tres más que se suman a ella", advirtió un sacerdote católico que participa en programas de reinserción social de jóvenes pandilleros. La Iglesia Católica apoya esos programas en Guatemala, El Salvador, Perú y Mexico.
El sacerdote tambien señaló a IPS que "la sociedad no les brinda ninguna posibilidad de insertarse cuando están listos para hacerlo".
Para Revilla, es natural que así ocurra, porque se trata de un tema complejo. "El joven busca en la pandilla el sustituto de lo que le falta, es decir, aceptación, seguridad, incluso amor, por cierto un amor distorsionado que exige ser el héroe, el más matón, el líder". (FIN/IPS/zp/ff/pr/97