RUANDA: Las duras alternativas de la justicia

El Tribunal Penal Internacional para Ruanda fue creado para hacer efectiva la responsabilidad individual por un nuevo delito, el genocidio, de forma que los sobrevivientes sientan que se ha hecho justicia y se evite así el recurso a la venganza colectiva por motivos étnicos.

La actuación que el Tribunal ha podido cumplir hasta ahora, por el contrario, no parece haber alcanzado esos propósitos.

Creado para juzgar a los máximos instigadores del genocidio, el Tribunal todavía lucha por comenzar su primer caso. Los ruandeses, especialmente los sobrevivientes de la tragedia, han perdido el entusiasmo que tenían en marzo de 1996, cuando fueron anunciados los primeros juicios.

Los procedimientos debían comenzar a mediados de abril, en el segundo aniversario del momento en que se desató el genocidio. Ya el 29 de septiembre, cuando realmente empezó a reunirse el Tribunal, aquel optimismo se había evaporado.

Fueron postergadas hasta este año todas las audiencias para ver los casos de los tres primeros individuos puestos a disposición del Tribunal bajo acusación de asesinatos masivos.

El primer caso (Paul Akayezu, ex alcalde de la comuna de Taba, en el sur de Ruanda) fue reabierto y vuelto a cerrar el jueves 9, porque problemas de visado impidieron que los testigos de cargo se presentaran.

Fuentes oficiales ruandesas han hablado de la existencia de un sesgo racista, señalando que el Tribunal gemelo creado para la ex Yugoslavia ha recibido más financiación y cooperación internacionsal que el de Ruanda.

El mismo concepto de justicia es algo elusivo en Ruanda, donde su definición está cargada de un acento político. En este ambiente se vive el anhelo de justicia de la etnia tutsi, que fue víctima de la violencia del régimen hutu en 1994.

La frustración por esperar la justicia es compartida por todos los grupos de ruandeses, aunque cada grupo vive una experiencia diferente, casi en oposición con los demás.

Desde julio de 1994, cuando el régimen hutu fue depuesto por la rebelión armada tutsi, a los sospechosos de genocidio se les ha incautado los bienes para compensar a los sobrevivientes por sus pérdidas materiales.

Los asesinatos por venganza y la incautación de bienes en nombre de cierta seguridad y indemnización puede beneficiar a unos pocos individuos, pero no satisface las necesidades de la mayoría de los sobrevivientes.

Para muchos sobrevivientes, justicia significa la oportunidad de tener ante sí a un verdugo y enfrentarle con su delito. No obstante, también debería significar seguridad, y el fin de toda violencia.

Los tutsis sobrevivientes del genocidio son los que exigen justicia en voz más alta. En el discurso político ruandés, sólo los tutsis son considerados "sobrevivientes".

Los hutus moderados -aunque también fueron víctimas de las milicias extremistas de su etnia en 1994, así como del ejército y la guardia presidencial de aquel régimen- son vistos de forma colectiva por los tutsis como cómplices de aquel extremismo.

A su vez los extremistas hutu consideran a los tutsis cómplices de las fuerzas del entonces rebelde Frente Patriótico Ruandés, de mayoría tutsi, que ahora domina el gobierno.

Los hutus moderados han sufrido severos castigos, incluyendo la prisión arbitraria, intentos de homicidio y muerte efectiva. Para los sobrevivientes hutu, justicia significa distinguir entre los hutus criminales y los hutus víctimas del crimen.

La cuestión de la justicia es menos problemática para los retornados tutsi que se habían exiliado en países vecinos a causa de diversas olas de violencia anti-tutsi en las últimas décadas. Se identifican con las víctimas tutsi del genocidio, sin tomar en cuenta la complejidad de lo ocurrido en 1994.

Muchos hutus "comunes" debieron actuar, según su trabajo de menor nivel, bajo la enorme presión del régimen que les obligó a organizar y a actuar como parte de la maquinaria del genocidio. Sólo una minoría participó voluntariamente, y para la mayoría, una negativa a participar significaba la muerte.

El esfuerzo de clasificar las categorías y grados de los comportamientos delictivos que deben ser castigados, tal como hizo la Asamblea Nacional de Transición el 9 de agosto del año pasado, aporta un marco adecuado para la autorreflexión.

Esa discusión, sin embargo, no logra poner a Ruanda más cerca de resolver sus problemas judiciales, lo que en último término significa juzgar unos 90.000 casos individuales.

Los radicales de un extremo afirman que un enfoque colectivo es bueno para clarificar el contexto general de complicidad general con el genocidio. Los radicales de la punta contraria replican que los presos son rehenes políticos, retenidos sin expediente judicial bajo un sistema arbitrario.

Entre esos dos extremos se encuentran los moderados, que esperan de la comunidad internacional una demostración de voluntad política, proporcionando los recursos para que el sistema de justicia pueda funcionar.

La alternativa, para estos moderados, es horrorizante: apiñar a miles de acusados en prisiones precarias, donde lo más probable es hallar la muerte por asfixia, abandono, enfermedad e incluso violencia a manos de los soldados que les vigilan.

La falta de eficacia del Tribunal debilita la posición de los moderados e implica que la alternativa es "la justicia del Frente Patriótico Ruandés" o ninguna justicia.

Auspiciado por la Organización de las Naciones Unidas, el Tribunal Internacional sufre duras penurias financieras y los consabidos retrasos en Nueva York, malas comunicaciones y falta de apoyo logístico, asentado como está en el norte de Tanzania, donde la infraestructura es insuficiente.

Incluso si supera estos inconvenientes, sus sentencias serán de corte occidental, con una pena máxima de prisión perpetua. Esto satisface a los países que financian su trabajo, pero choca con la ley ruandesa de genocidio, que incluye la pena capital.

Ello significa, con toda probabilidad, que los grandes instigadores del genocidio recibirán penas de prisión, mientras que los peces pequeños -los ejecutores- serán sentenciados a muerte.

En un contexto de atribución de culpa colectiva, el desafío para el Tribunal es actuar con rapidez e indagar correctamente las responsabilidades penales individuales de los supuestos conspiradores y organizadores del genocidio a alto nivel.

Si se mueve con presteza y hace su trabajo más accesible a la opinión pública del país, el Tribunal podrá pesar con gran fuerza en el concepto que los ruandeses tienen de la justicia, aunque la reconciliación se encuentre todavía muy lejana. ———- (*) Michèle Wagner es profesora de Historia de Africa en la Universidad de Georgia (Athens, Georgia) en Estados Unidos. Trabajó en Operaciones de Campo en Derechos Humanos de las Naciones Unidas, y en la organización Human Rights Watch-Africa, en Ruanda. Este artículo llega a IPS por acuerdo con el Instituto de Información sobre la Guerra y la Paz (Londres), que publica la revista WarReport. (FIN/IPS/tra-en/wr/rj/arl/hd/97

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