Los uruguayos sepultaron hoy con honores oficiales a Obdulio Varela, una leyenda deportiva que trascendió ese ámbito y que durante 46 años se convirtió en una referencia ineludible en medio de tormentas deportivas, sociales o políticas.
Desde que el 16 de julio de 1950 Varela condujo en Río de Janeiro a la seleccion «celeste» a una épica victoria contra Brasil, en el Estadio de Maracaná para lograr su segundo título mundial, su nombre se convirtió en la pócima mágica que solucionaba todos los problemas.
Parecía que los reveses deportivos, pero también la inflación, el desempleo, la depresión y aún los amores contrariados debían combatirse «como Obdulio en Maracaná».
Una evocación en apariencia infalible, al igual que la intangible «garra charrúa», usada como un instrumento utilitario para toda ocasión, aludía a ese partido de 1950, «la mayor gesta del fútbol mundial de todos los tiempos», según el veterano periodista Jorge Da Silveira.
Ese día, capitaneados por «Obdulio», los uruguayos vencieron 2-1 a los archifavoritos locales, alentados por 200.000 espectadores que colmaban el recién construido estadio Maracaná, el mayor del mundo. A Brasil le bastaba con empatar y había llegado a colocarse 1-0.
La épica nacional uruguaya recuerda en todo momento cómo después del gol brasileño en la final, Obdulio Varela, «el Negro Jefe», como se lo llamaba, se colocó la pelota bajo el brazo y alentó a sus compañeros.
El diario «El Observador» señaló este sábado que existe un paralelismo entre el fútbol celeste y el país ya que ambos han mostrado en las últimas décadas claras señales de ser modelos agotados.
«Hubo cuatro décadas de resitencia a los cambios. En el país se tomó conciencia de su necesidad. En el fútbol aún no. Pero la muerte de Obdulio también simboliza la de un país que deja paso a otro. Ojalá se comprenda que Maracaná ya fue», dijo el matutino en su página editorial.
Para el diario «La República» con la desaparición de Varela «se cierra un capítulo que habla de otro país de nostalgias y de alegrías que ya no existe porque no existe aquel mundo, no existe aquel país y es muy difícil apresar la extraordinaria personalidad» de Varela.
El deportista había nacido el 20 de septiembre de 1917 y su apellido paterno era Muiño, pero usaba el de su madre, porque su padre lo reconoció legalmente mucho tiempo después de nacido.
Su actividad profesional lo destacó en el club Peñarol, uno de los dos «grandes» del fútbol local, y luego en la selección uruguaya, con la que nunca peridió un partido en certámenes mundiales. Se retiró en 1955, en la ciudad de su mayor hazaña, Río de Janeiro, frente al América.
Sin embargo, aunque consciente de su influencia en la sociedad y de que su opinón podía incidir a la hora de las decisiones deportivas y aún electorales, optó por recluirse en su casa del humilde barrio montevideano de Villa Española, a cuya propiedad accedió mediante una colecta pública.
Hasta allí llegaban a saludarlo deportistas, periodistas, dirigentes políticos y hasta presidentes como Luis Lacalle y el actual Julio Sanguinetti, que eran recibidos con una sonrisa y sin protocolo.
Quienes lo rodeaban diariamente y a los que aceptaba sin ambagues era a sus amigos de toda la vida. Varela se refugiaba en un carácter severo, una fachada que ocultaba su sensibilidad y la lágrima fácil.
«¿Qué hice yo para merecer tanta atención? Ganar de casualidad un partido de fútbol. Hay cosas mucho más importantes en la vida», reflexionó en diálogo con IPS en 1990, al cunmplirse 40 años de la victoria en Maracaná.
Es que Varela nunca se apartó de su interés por las cuestiones sociales, las mismas que hace 50 años lo llevaron a ser uno de los fundadores del gremio de los jugadores de fútbol, que en 1948 fueron a la huelga luchando por mejores condiciones salariales y profesionales.
Matías González, zaguero de la selección de 1950, había renegado de aquella medida gremial. La situación era tensa de cara al campeonato mundial, pero Varela tomó la sartén por el mango, se reunió con su colega y zanjó las diferencias.
En otras cosas no transó. Fue el único jugador de Peñarol que no lució en su camiseta el nombre de una empresa comercial, porque sostuvo que «se acabó el tiempo que a los negritos les ponían una argolla en la nariz».
La reinvindicación de su condición de negro no fue causa de sus desvelos, pero llevaba con orgullo su apodo de «Negro Jefe» y siempre tenía una referencia para los humildes y críticas a los poderosos.
«La vida no es fácil para todos. Unos nacen con una flor en el ojal y otros no pueden ni con la solapa del saco», comentó al periodista Antonio Pippo en el único libro que autorizó a publicar con relatos de su vida.
Consideraba que los jugadores de fútbol son «en general buena gente, muchachos salidos de la pobreza, como yo, que dejaron la escuela demasado pronto».
En cambio era sumamente crítico sobre los dirigentes porque creía que «la mayoría anda por ahí, con sus ambiciones políticas. El fútbol les abre una puerta, caminan en puntas de pie, con el anzuelo pronto a ver qué pescan (…) Son los reyes del engaño», confió a Pippo.
En 1994, durante el mundial de Estados Unidos, la Federación Internacional de Fútbol Asociado decidió entregarle un premio por su trayectoria, pero su esposa y amigos debieron luchar a brazo partido para convencerlo de viajar.
Agredeció la distinción pero sus amigos afirman que seguía pensando igual y que al regresar volvió a encerrarse en su casa para escuchar tangos de Carlos Gardel.
«De tanto en tanto me pasan el plumero, se acuerdan de Maracaná, de este negrito viejo, y vuelta a tocar la misma canción. Quieren seguir haciendo negocio conmigo. Entonces he decidido quedarme acá con el Beclomol (medicamento para combatir el asma) en el bolsillo, por las dudas», dijo a Pippo. (FIN/IPS/rr/dg/sp/96