Ya hace un año, observadores, analistas y votantes potenciales asumían que Hillary Clinton se presentaría a la convención demócrata como candidata a presidente de Estados Unidos en noviembre de 2016. Se había estado preparando desde sus sucesivas posiciones de pretendiente a la nominación en las que sería superada por Barack Obama, como senadora por Nueva York y luego Secretaria de Estado. Hasta aquí no había sorpresa. Pero lo que solamente un analista con ínfulas de protagonismo hubiera especulado es que la consorte de Bill Clinton iría a la nominación con un insólito doble acompañamiento.
Por un lado, la aceptación de su candidatura se haría con la innovadora competencia de otro senador, de corte muy diferente. Hillary debería compaginar sus reclamos de doctrina genuinamente acorde con el ideario del Partido Demócrata, en comparación con un contrincante que se declaraba explícitamente “socialista”. Aunque se predecía que no podría superarla, Bernie Sanders fue pisando los talones de Clinton.
Por otro lado, lo que resulta todavía ás sorpresivo y a todas luces inédito, es que Hillary se enfrentará a un candidato republicano de perfil original, fuente de estupefacción, y comentarios extremos. De confirmarse su nominación en Cleveland, la entronización de Donald Trump quedará en los anales de las competencias políticas de Estados Unidos. Los electores, observadores y analistas todavía se preguntan sobre las razones profundas de su espectacular ascenso, aspectos que deben preocupar a Clinton, si desea superarlo.
El fenómeno Sanders se explica en cierta manera por métodos tradicionales. Las inclinaciones ideológicas del senador por Vermont tampoco son una novedad. Ha sido hasta ahora un caso curioso de político que no ha tenido pudor de usar una terminología que no está al alcance de la mayoría de los electores y ciudadanos.
La traducción de lo que en Europa es “socialdemocracia” no es fácil en la variante del habla angloamericana. “Social Democrat” o “Democratic Socialist” son términos que no encajan en el léxico diario de los norteamericanos. Por simplificación se termina optando por “Socialist”, que en la mística norteamericana tiene unas connotaciones más radicales, y que la cultura popular lo convierte en sinónimo de “comunista”. En cualquier caso, el discurso de Sanders es diferente en ese sentido.
Sus propuestas han sido bien recibidas en los sectores juveniles, graduados universitarios con títulos de difícil salida, estudiantes enfrentados al alto costo de las matrículas universitarias, las mujeres de cierta cultura, los desempleados, las víctimas de la recesión, los descabalgados de la clase media comprimida, y los desencantados de los mensajes tradicionales de los partidos políticos.
El caso Trump tiene unas raíces profundas, lejos de la superficialidad que su discurso alude. El millonario sin experiencia alguna en la política formal envía un mensaje elemental que promete convertir a Estados Unidos de nuevo en “grande”. Planea una serie de confrontaciones en el exterior, en los terrenos no solamente económicos.
Pero al mismo tiempo reclama un reingreso a su interior que recuerda el aislacionismo más rancio que imperó en el país justamente antes de las épocas de crisis y enfrentamientos bélicos que luego Estados Unidos tuvo que encarar en por lo menos dos guerras mundiales.
Trump alude a un país que es producto del mito. En realidad solamente existe en la memoria constructiva de norteamericanos nostálgicos de algo que nunca vivieron y que solamente unos mensajes grandilocuentes sostienen. Es una América idílica, básicamente anglo-protestante, que encajó a regañadientes las necesarias inmigraciones del resto del mundo. Usa el discurso necesario para la construcción de una identidad nacional en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, por la evolución mundial después de la Segunda Guerra mundial.
La simpleza del mensaje de Trump destaca que hay dos males fundamentales: unos vienen de fuera, otros son internos. Desde el exterior inciden los intereses de los países que hacen perder a Estados Unidos sus empresas mediante la producción de mercaderías que luego mandan a la metrópolis. Del exterior llegan los inmigrantes indeseables que arrebatan puestos de trabajo y están indocumentados. El remedio: altos impuestos de importación y muros en la frontera.
Descendiendo a la dimensión real de Estados Unidos según las alusiones de Sanders, el enemigo que los electorados de Clinton y Trump comparten es la rampante pobreza y la desigualdad que están zapando la sociedad todavía más poderosa del planeta. Los ciudadanos saben por experiencia propia que están perdiendo gran parte de la confianza en el país y se sienten defraudados por la ausencia de respuestas del orden establecido (“establishment”) en Washington y sus instituciones.
Hillary deberá compaginar su mensaje para la elección con estas dos visiones de Estados Unidos. La de Sanders es la más palpable; la de Trump es inventada. Pero ambas son electoralmente reales.
Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. jroy@miami.edu
Editado por Pablo Piacentini