MONTEVIDEO – Cuando el ex primer ministro de Malí, Moussa Mara, fue juzgado el 29 de septiembre en el tribunal de delitos informáticos de Bamako, acusado de socavar la autoridad del Estado por expresar su solidaridad con los presos políticos en las redes sociales, su enjuiciamiento representó mucho más que el destino de una persona. Simbolizó hasta qué punto la junta militar ha derrumbado los cimientos democráticos de Malí, cinco años después de tomar el poder con la promesa de una rápida reforma.
Apenas una semana antes del juicio de Mara, Malí se unió a otros dos Estados gobernados por militares, Burkina Faso y Níger, para anunciar su retirada inmediata de la Corte Penal Internacional (CPI). Aunque la retirada no entrará en vigor hasta dentro de un año y la CPI mantiene su jurisdicción sobre los delitos cometidos en el pasado, el mensaje fue inequívoco: los gobernantes militares de Malí pretenden actuar al margen de las restricciones legales internacionales.
Esto sigue una pauta de represión creciente, que incluye detenciones de altos generales y civiles por presunta conspiración en agosto, meses después de que unos decretos radicales prohibieran los partidos políticos y disolvieran toda la oposición organizada. En lugar de prepararse para el traspaso democrático inicialmente prometido para 2022 y pospuesto en repetidas ocasiones, la junta está cerrando metódicamente lo que queda del espacio cívico de Malí.
Una transición descarrilada
Cuando el general Assimi Goïta tomó el poder por primera vez en agosto de 2020, tras las protestas masivas por la corrupción y la inseguridad, se comprometió a supervisar un rápido retorno al régimen civil.
Pero menos de un año después, organizó un segundo golpe de Estado para marginar a los líderes civiles de transición. En 2023, la junta organizó un referéndum constitucional, alegando que allanaría el camino hacia la democracia.

La nueva constitución, supuestamente aprobada por 97 % de los electores, preveía un refuerzo significativo de los poderes presidenciales, al tiempo que concedía convenientemente la amnistía a los participantes en el golpe. Los plazos para las elecciones se fueron retrasando y ahora están prácticamente descartados hasta al menos 2030.
Una consulta nacional celebrada en abril, boicoteada por prácticamente todos los principales partidos políticos, recomendó nombrar a Goïta presidente por un mandato renovable de cinco años hasta 2030, lo que obviamente contradice cualquier promesa de restaurar la democracia multipartidista con que había contado el país de África occidental sin salida al mar.
A continuación se produjo un ataque frontal contra los partidos políticos. Los decretos presidenciales de mayo suspendieron todos los partidos, revocaron la Carta de los Partidos Políticos de 2005, que proporcionaba el marco legal para la competencia política, y disolvieron cerca de 300 partidos, prohibiendo todas las reuniones o actividades bajo amenaza de enjuiciamiento.
Como resultado, los tribunales rechazaron los recursos, al quedar sometidos al poder ejecutivo en virtud de los cambios constitucionales de 2023 que otorgaban a Goïta el control absoluto sobre los nombramientos del Tribunal Supremo.
El régimen castrense anunció una nueva ley sobre los partidos políticos para restringir drásticamente su número e imponer requisitos de formación más estrictos, dejando claro que quiere un panorama político estrictamente controlado y despojado de todo pluralismo genuino.
Pulverización de las libertades civiles
El ataque al espacio civil va más allá de los partidos políticos. La junta ha suspendido los grupos de la sociedad civil que reciben financiación extranjera, ha impuesto controles reglamentarios estrictos y ha presentado un proyecto de ley destinado a aplastar con impuestos a las organizaciones de la sociedad civil.
Los medios de comunicación independientes se enfrentan a un silenciamiento sistemático mediante la suspensión y revocación de licencias, aumentos astronómicos de las tasas de licencia y leyes contra los delitos cibernéticos utilizadas como arma contra los periodistas con acusaciones vagas como socavar la credibilidad del Estado y difundir información falsa.
Las figuras religiosas, los líderes de la oposición y los activistas de la sociedad civil se han enfrentado a detenciones, desapariciones forzadas y juicios convertidos en espectáculo.
La represión desencadenó la primera gran resistencia pública al régimen militar desde 2020, con miles de personas protestando en Bamako a principios de mayo contra la prohibición de los partidos y la prórroga del mandato de Goïta, solo para ser dispersadas con gases lacrimógenos.
Las protestas previstas se cancelaron después de que los organizadores recibieran advertencias de represalias violentas. El régimen ha dejado claro que no tolerará la disidencia pacífica.
Lo que nos espera
Cinco años después de tomar el poder, Malí sigue tomando el camino opuesto a la democracia. El golpe inicial contó con cierto apoyo popular, alimentado por la ira contra la corrupción y el fracaso del gobierno civil a la hora de hacer frente a las insurgencias yihadistas.
Pero no se han producido mejoras. Los grupos yihadistas siguen matando a miles de personas cada año, mientras que el ejército maliense y sus nuevos aliados mercenarios rusos, tras la salida de las fuerzas francesas y aliadas, cometen habitualmente atrocidades contra la población civil.
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Mientras tanto, se han suprimido sistemáticamente las libertades que permitirían a la población expresar sus quejas y exigir responsabilidades.
La trayectoria de Malí trasciende sus fronteras. Fue el primero de una serie de países de África Central y occidental en caer bajo el dominio militar en los últimos años y ahora encabeza un retroceso regional contra la democracia global y los estándares de derechos humanos.
La comunidad internacional ha respondido con condenas de expertos en derechos humanos de la Orgaización de las Naciones Unidas (ONU) y documentación de grupos de la sociedad civil, pero estas declaraciones tienen poco peso.
Las sanciones de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental perdieron su influencia cuando Burkina Faso, Malí y Níger se retiraron para formar la rival Alianza de Estados del Sahel, creando un bloque de regímenes militares autoritarios que se coordinan para reprimir la disidencia a través de las fronteras, respaldados por vínculos más fuertes con Rusia.
Lo que comenzó como una supuesta corrección al mal gobierno civil se ha endurecido hasta convertirse en un autoritarismo absoluto disfrazado de lenguaje de seguridad nacional y orden público. La junta ha eliminado cualquier institución nacional que pudiera limitar su poder y ahora está dejando de lado incluso los mecanismos internacionales de rendición de cuentas.
En este sombrío contexto, los activistas de la sociedad civil, los periodistas y las figuras de la oposición de Malí siguen alzando la voz con un enorme riesgo personal. Su valentía exige algo más que declaraciones de condena.
Requiere un apoyo tangible en forma de financiación de emergencia, canales de comunicación seguros, asistencia jurídica, refugio temporal y presión diplomática sostenida.
El compromiso de la comunidad internacional con los derechos humanos y los valores democráticos, en Malí y en toda África central y cccidental, debe traducirse en una solidaridad significativa con quienes lo arriesgan todo para defenderlos.
Inés M. Pousadela es especialista sénior en Investigación de Civicus, codirectora y redactora de Civicus Lens y coautora del Informe sobre el Estado de la Sociedad Civil de la organización.
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