Opinión

La crueldad de la subcontratación: la máquina de deportaciones masivas de Trump

Este es un artículo de opinión de Inés M. Pousadela, investigadora principal de Civicus, la alianza mundial para la participación ciudadana.

Deportados venezolanos llegan a Caracas. Imagen: Leonardo Fernández Viloria / Reuters vía Gallo Images

MONTEVIDEO – Miles de afganos que huyeron a Estados Unidos cuando los talibanes tomaron el poder en agosto de 2021 se enfrentan ahora a la perspectiva de ser deportados a países en los que nunca han estado. Personas que lo arriesgaron todo para escapar de la persecución, a menudo por haber ayudado a las fuerzas estadounidenses, se ven ahora tratadas como carga indeseable en virtud de la política antimigratoria del gobierno de Donald Trump.

El programa ampliado de deportación de Trump tiene como objetivo a unos 10 millones de personas nacidas en el extranjero que viven en Estados Unidos pero carecen de la documentación legal adecuada. Esto incluye a personas que entraron en el país sin autorización, cuyos visados han caducado, a quienes se les ha denegado la solicitud de asilo, cuyo estatus de protección temporal ha caducado o cuya situación legal ha sido revocada o suspendida.

En los 100 días siguientes a la toma de posesión de Trump, el 20 de enero, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) había detenido a más de 66 000 personas y expulsado a más de 65 000. Unas 200 000 habían sido deportadas en agosto.

Pero la administración Trump no se limita a expulsar a los inmigrantes indocumentados a sus países de origen. Cada vez más, está adoptando una táctica especialmente cruel: abandonar a las personas en países lejanos con los que no tienen ninguna conexión. Esta estrategia de deportación muestra cómo el Gobierno de Estados Unidos está dispuesto a ignorar los principios humanitarios básicos en pos de sus objetivos políticos.

La autora, Inés M. Pousadela

El gobierno ha invocado una oscura ley de inmigración para deportar a personas a otros países, ofreciendo incentivos económicos o ejerciendo presión diplomática para obligar a los Estados a aceptar a los deportados estadounidenses.

Alrededor de una docena han aceptado recientemente estos acuerdos, entre ellos Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Paraguay en América, y Esuatini, Ruanda, Sudán del Sur y Uganda en África.

Esta dispersión geográfica desmiente cualquier pretensión de que la política consiste en devolver a las personas a los países de tránsito: se trata de encontrar a cualquiera que esté dispuesto a aceptar dinero a cambio de carga humana no deseada.

El programa es abiertamente transaccional, con recompensas en forma de pagos directos, concesiones comerciales, alivio de sanciones y beneficios diplomáticos.

Uganda firmó un acuerdo formal con el gobierno estadounidense en medio de las sanciones de Estados Unidos a funcionarios gubernamentales, lo que sugiere que cambió la aceptación de migrantes por la mejora de las relaciones diplomáticas y el posible alivio de las sanciones.

El acuerdo de Ruanda coincidió con las conversaciones mediadas por Estados Unidos sobre el conflicto de la República Democrática del Congo, lo que indica que el acuerdo de deportación se estaba utilizando como moneda de cambio en negociaciones diplomáticas no relacionadas.

Es muy improbable que el Gobierno estadounidense critique el historial en materia de derechos humanos de Estados represivos como El Salvador, Esuatini y Ruanda ahora que ha firmado acuerdos de gestión migratoria con ellos.

Desprecio de los derechos humanos

Aunque Estados Unidos tiene una larga historia de externalización de la tramitación de asilo, estas prácticas han alcanzado otro nivel bajo el mandato de Trump. Su administración está dispuesta a deportar a personas a zonas de guerra, Estados autoritarios y directamente a la cárcel.

Estos acuerdos violan principios fundamentales del derecho internacional, como el derecho a solicitar asilo y la prohibición de devolver a las personas a lugares donde corren peligro.

Un ejemplo especialmente impactante es el de los deportados venezolanos enviados al Centro de Confinamiento por Terrorismo de El Salvador, una cárcel superpoblada conocida por sus abusos contra los derechos humanos.

En marzo, el gobierno estadounidense acusó a 238 hombres venezolanos de ser miembros de bandas basándose en poco más que tatuajes y elecciones de moda para justificar su expulsión acelerada a esta infernal instalación.

La administración acordó pagar a El Salvador seis millones de dólares para alojar a los deportados, comprando efectivamente espacio en la prisión para personas cuyo único delito fue buscar seguridad en los Estados Unidos.

Estos deportados fueron posteriormente devueltos a Venezuela como parte de un intercambio de prisioneros, lo que suscitó nuevas preguntas sobre el uso de los migrantes como peones diplomáticos.

El enfoque de Trump no se limita a los recién llegados. A diferencia de las políticas anteriores centradas en la aplicación de la ley en las fronteras, se dirige a los residentes de larga duración, personas que han pasado años construyendo familias, carreras y vínculos comunitarios.

Esto ha provocado una resistencia sin precedentes. La gente se ha movilizado de formas que trascienden las divisiones políticas tradicionales, con profesores que protegen a las familias de sus alumnos, empresarios que se niegan a cooperar con las redadas, líderes religiosos que ofrecen refugio y barrios que forman redes de ayuda mutua y sistemas de alerta temprana.

Puede leer aquí la versión en inglés de este artículo.

En respuesta a las intensificadas redadas del ICE, que buscan cumplir con la cuota de 3000 detenciones diarias, la gente ha protestado en ciudades de todo Estados Unidos. La resistencia ha sido especialmente intensa en ciudades santuario como Boston, Chicago, Los Ángeles, Nueva York y San Francisco, principales objetivos de las operaciones federales para detener a migrantes.

Los activistas de la sociedad civil se han enfrentado a los agentes del ICE, han bloqueado los vehículos de deportación, han protestado en los aeropuertos y han lanzado campañas de boicot contra las empresas que se benefician de las deportaciones.

La magnitud de la resistencia ha provocado una intervención militar federal sin precedentes, con el despliegue ilegal por parte del gobierno federal de más de 4000 soldados de la Guardia Nacional y 700 marines en Los Ángeles.

Una elección que hay que tomar

Las políticas de Trump están legitimando la xenofobia y el racismo, envenenando el discurso político y polarizando la sociedad. Cuando la democracia más poderosa del mundo trata a los refugiados como mercancías negociables, envía una señal inequívoca a todos los líderes autoritarios del mundo: los derechos humanos son negociables.

Estados Unidos se enfrenta a una elección entre dos versiones diferentes de sí mismo. Puede continuar por el camino de la crueldad transaccional, tratando a los seres humanos como problemas que hay que exportar, empoderando a los regímenes autoritarios y socavando el derecho internacional.

O puede cumplir con sus obligaciones humanitarias y de derechos humanos, proporcionar vías seguras y legales para la migración y ayudar a abordar las causas fundamentales que obligan a las personas a huir de sus hogares.

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Estados Unidos debe suspender todos los acuerdos de gestión migratoria extraterritoriales, dejar de deportar a los solicitantes de asilo a países inseguros y con los que no tienen ninguna conexión, y restablecer el principio de que buscar seguridad no es un delito, sino un derecho humano fundamental.

Inés M. Pousadela es especialista sénior en Investigación de Civicus, codirectora y redactora de Civicus Lens y coautora del Informe sobre el Estado de la Sociedad Civil de la organización.

T: MF / ED: EG

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