PLUMA DE PATO, Argentina – La tarde del 15 de febrero de 2022, cuando Moni* firmaba la carta, sabía que no lo hacía solo por ella. “Acá no se salva nadie, ni la hija del cacique”, dice esta mujer wichí de 30 años, estatura pequeña y cabellera larga.
Vive en la comunidad indígena Misión Kilómetro 2, de unas 170 personas, emplazada frente a Pluma de Pato, un pueblo de 200 habitantes del departamento de Rivadavia, en la provincia de Salta, en el noroeste de Argentina. La ruta 81 los separa.
Hace tres años, ella y un grupo de mujeres firmaron una carta pública en la que denunciaban los abusos sexuales que sufrieron cuando eran adolescentes. Tanto ella como su madre fueron violadas.
“Por suerte, yo no lo vi más, pero mi mamá se vivía topando con ellos porque vivían ahí enfrente”, dice Moni, señalando la entrada de la comunidad, mientras pastorea sus siete cabras. En el horizonte, después de una lomada de arbustos, se ve la ruta 81. “Solo hay que cruzarla. Son 10 minutos a pie”, dice.
Despojados de sus tierras, los wichí – uno de los 14 pueblos originarios de la provinciqa de Salta – sobreviven a la sombra de Pluma de Pato.
De un lado de la carretera, rodeados de cercos hechos con restos de maderas, están sus ranchos (viviendas) de techos de chapa sostenidos por horcones de palo santo y paredes construidas con retazos de plástico y ramas. Del otro, las casas de cemento y bloques de las familias criollas, población que se define como blanca y descendiente de europeos.

Comunidad wichí Misión Kilómetro 2. Imagen: Julieta Bogado
Moni lleva sus cabras hacia el rancho de su familia. Son las siete de la tarde y el sol tiñe de dorado el terreno poblado de chanchos, gallos, gallinas, perros y más cabras. Apenas la ven llegar, sus hermanas salen a su encuentro.
A un costado, su madre está concentrada dándole de comer a cinco loros que tiene en un balde negro. Son muy pequeños y al no tener casi pelo parecen muñecos de hule. La escena hace reír a las mujeres de la familia, que miran con complicidad mientras traen sillas para armar una ronda en un rincón del patio.
Durante más de una hora, sentada en el centro del círculo, Moni cuenta lo que ocurrió hace tres años en Pluma de Pato. Dice que ahora las mujeres que firmaron la carta no quieren hablar: “Se arrepienten de haberlo sacado a la luz. Tienen miedo”.

Infografía: mapa de la ruta 81 entre los ríos Pilcomayo y Bermejo. Imagen: Julieta Bogado
Hace unos 40 años, en épocas de lluvias y crecidas, la ruta 81 era intransitable. Pasar de la tierra al asfalto fue el sueño del progreso para la población de Salta y de la vecina provincia de Formosa. Pero no para los wichí. Desde que se pavimentó la ruta, sus miles de kilómetros son tierra de nadie, donde medran trabajadores zafrales que en época de siembra y cosecha aprovechan su cercanía con pasos fronterizos, o camioneros que se orillan a su costado buscando niñas y adolescentes indígenas.
Habían perdido el miedo
Un mes antes de firmar la carta, el 16 enero de 2022, Moni y otras mujeres de la comunidad Misión Kilómetro 2 cruzaron la ruta 81 y marcharon por las calles de Pluma de Pato. Iban en filas ensambladas unas con otras. En sus manos llevaban una amplia pancarta: «Justicia por Pamela”. Habían perdido el miedo.
Un día antes, el cuerpo de Pamela Flores, una niña de 12 años de la comunidad, había aparecido tirado entre pastizales al costado de la carretera. Hacía días que Moni no dormía. “Ella venía a casa, la cuidábamos. Ahora cuando veo a una niña en la carretera enseguida pienso en ella”., dice
Las mujeres de la comunidad wichí estaban cansadas de ver desaparecer a sus hijas. El día de la marcha se reunieron y convocaron a Octorina Zamora, referente de las luchas de las mujeres indígenas de esta zona.
En 2015, Zamora había acompañado a la familia de Juana*, otra niña wichí de 12 años cuyo cuerpo también apareció tirado, esta vez, en una cancha de fútbol en Santa Victoria Este, en el extremo noreste de la provincia de Salta.
Juana había salido a comprar pan con dos amigas cuando ocho hombres criollos las interceptaron y empezaron a perseguirlas. Sus amigas lograron escapar, pero a Juana la arrastraron hasta la cancha de fútbol. Allí la drogaron y violaron varias veces.
El caso conmocionó a la provincia: Juana tenía un retraso madurativo y estaba embarazada de un abuso sexual anterior. Fue el primer caso de violación grupal a una niña wichí que llegó a juicio y en el que los agresores fueron procesados y condenados.
La hija de la lideresa indígena, Tujuay Gea Zamora, dice: “Ellas estaban decididas. Querían tomar acciones, pero necesitaban esa fortaleza que Octorina de alguna manera les brindaba”. Desde la muerte de su madre, en junio de 2022, Tujuay acompaña a las mujeres de la zona.
Zamora se puso al frente. Convocó a autoridades nacionales y provinciales para participar de la Primera Asamblea de Mujeres Indígenas de la ruta 81, organizada bajo la consigna “Nehuayiè-Na’tuyie thaká natsas-thutsay-manses” (acompañemos a nuestras infancias y adolescencias).

Misión Kilómetro 2. Imagen: Julieta Bogado
El 11 de febrero de 2022, un mes después del femicidio de Pamela, un helicóptero despeinaba a un grupo de mujeres que esperaban desde temprano en el patio de la escuela de Pluma de Pato.
Llegaban a la zona la ministra de Desarrollo Social, el ministro de Justicia y Seguridad, el de Asuntos Indígenas, la delegada de la Secretaría de Derechos Humanos, la defensora de Niños, Niñas y Adolescentes de la Nación, el jefe de policía y el representante en Salta del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo.
Periodistas de medios nacionales – que rara vez llegan al Chaco salteño – se agolpaban con sus cámaras para cubrir el encuentro. Pero esta vez los noticieros no retrataron a las wichí de cabeza gacha y caminando descalzas por los caminos de tierra.
“Nos habían hecho ver como animales, como seres inferiores, como gente que hay que estar constantemente asistiendo y que no somos dignos de respeto. Que lo mejor que nos puede pasar es ser parte de la servidumbre que incluye la servidumbre sexual”, dice Tujuay Gea Zamora.
Hätäy, el demonio blanco
Durante la Asamblea, las mujeres denunciaron el abandono de las instituciones públicas y plantearon la necesidad de crear un comité de emergencia para abordar las situaciones de violencia contra niños, niñas, adolescentes y mujeres indígenas.
Pero no solo fue un encuentro institucional. La Asamblea generó un espacio de confianza entre las mujeres que las arrancó de un silencio con raíces tan profundas como los abusos. Tres días después, Moni y una veintena de mujeres firmaban la carta pública dirigida al ministro de Seguridad y Justicia de Salta de ese momento, Abel Cornejo, en la que denunciaban juntas y por primera vez el crimen que desde hace siglos determina el futuro de las y los wichí:
“Las mujeres que suscribimos esta nota hemos sido madres de niños que han nacido fruto de relaciones con hombres “criollos” como se los llama comúnmente por esta zona, hombres que no pertenecen a nuestra comunidad.
“La mayoría son hijos de personas que caminan impunemente por las calles del pueblo. Son hijos de los primeros trabajadores de la ruta que vinieron de otras provincias, son hijos de los almaceneros, de los carniceros, de policías, de gendarmes, de maestros, enfermeros, y de todos los que en su momento quisieron ”satisfacer” con nuestros cuerpos sus deseos sexuales”.

Encuentro de mujeres en la comunidad indígena La Cortada. Imagen: Julieta Bogado
Hace muchos años, cuando los wichí – unas 70 000 personas, según el censo argentino de 2022 – vivían en el monte, los brazos de los cauces de los ríos Bermejo y Pilcomayo eran su escudo de protección.
Al abrigo de sus riberas, las mujeres recolectaban plantas y frutos silvestres, y tejían con la fibra de la hoja de chaguar – una planta típica de la región – mientras los hombres cazaban y pescaban.
Pero desde la conquista del Gran Chaco (región que comprende partes de Argentina, Paraguay, Bolivia y Brasil) y las luchas invasoras del siglo XIX para fundar el Estado nación argentino, los criollos han avanzado sobre sus territorios y sobre los cuerpos de sus mujeres.
Los hombres de los que habla la carta viven en Pluma de Pato o alguna vez estuvieron allí. En el norte salteño, “salir a chinear” o “a gatear” – violar en grupo, o individualmente, a niñas y adolescentes indígenas – es una herencia que los criollos legan a sus hijos desde la colonización. “Mi madre me decía: ‘Vos ves a más de dos changos criollos y corrés’”, recuerda Tujuay Zamora.
Los criollos – hätäy, “demonios blancos” en wichí – sienten que las niñas y las adolescentes, como todo lo que los rodea, les pertenecen.
Las mujeres wichí cuentan cómo las esperan a la salida de la escuela, las persiguen por los senderos, las engañan para ganarse su confianza, les ofrecen alcohol. Les dicen “no corrás”, “no tengas miedo”, “no seas arisca”. También las cazan como animales, se las llevan por la fuerza, en moto o en camioneta, a zonas remotas del pueblo o a parajes más agrestes.
Pero no son crímenes desconocidos. “En los pueblos todo el mundo lo sabe”, dice Tujuay. En rondas de amigos o entre familiares, los criollos comentan en broma: “La María está preñada. ¡Es tuyo! Yo te vi correteándola en el monte”.
El círculo de la impunidad se cierra con la complicidad de quienes deberían investigar. En plena pandemia, dos policías fueron denunciados en Pluma de Pato por abusar de una niña wichí dentro de un patrullero. El caso llegó a la opinión pública porque un hombre de la comunidad los filmó con su celular. Sin embargo, ninguno de los agentes fue procesado. Como castigo los removieron de sus cargos.
La denuncia colectiva de las mujeres de la ruta 81 no fue solo un reclamo de justicia para ellas (la mayoría sufrieron abusos cuando tenían entre 13 y 14 años). También fue un pedido de reparación para los niños y niñas que nacieron producto de esas violaciones:
“Nuestros niños sienten que no pertenecen a ningún lado, ya que se sienten wichí pero se ven como criollos, por eso son víctimas de burlas crueles por parte de otros niños. Mi hijo me pregunta ¿por qué somos distintos?”.

Comunidad wichí El Quebrachal. Imagen: Julieta Bogado
El etnocidio wichí: sobrevivir en el Chaco salteño
En el agreste Chaco salteño, los hijos de las mujeres wichí están condenados a la miseria. Sin alimentos que cazar o pescar, y con aguas contaminadas, mueren por hambre y deshidratación.
En 2020, la muerte de seis niños en una sola semana por desnutrición obligó al gobierno provincial a decretar la emergencia sociosanitaria en la zona. Cinco años después, nada cambió.
En tierras de costra seca y calor agobiante, las infancias mueren por cuadros de vómitos y diarreas que en las grandes ciudades se curan con medicamentos o con la llegada a tiempo de una ambulancia.
“Los caminos están horribles. El colectivo para ir al hospital pasa tres veces al día y los pasajes están caros. La gente no tiene dinero”, cuenta Lola, una joven wichí de 28 años, sentada en el patio de su casa.
El piso huele a aserrín de palo santo. A unos metros, su hermano sostiene una tabla mientras su padre la corta en trozos con una sierra. Son de los pocos carpinteros que aún resisten en Misión Chaqueña, otra comunidad indígena cercana a la ruta 81.
Cada año, la ganadería extensiva y el cultivo de soja devoran los últimos árboles ancestrales del pueblo wichí. En 2024, más de 150 000 hectáreas de bosque fueron arrasadas en el norte argentino, según Greenpeace.
En la mesa de la carpintería hay apilados en grupos tenedores, cuchillos, cucharas y atrapasueños de palo santo que la familia prepara para vender. Lola es la única que no se dedica a las artesanías: “Yo estudié para agente sanitario, pero el cacique no me avala, por eso por el momento soy facilitadora bilingüe”.
Unas horas más tarde, en la única sala sanitaria de Misión Chaqueña, donde una vez al mes,bcon suerte, atiende la obstetra, Lola traduce a ritmo pausado la indicación que la especialista le da a una mujer. Aunque la mayoría de las wichí hablan español, la presencia de intérpretes ayuda a que no lo vivan de manera traumática.
“Muchas no vienen porque tienen miedo. Si entendieran nuestra cultura, nuestras medicinas, eso no sucedería”, dice.
Le pregunto a Lola si sabe lo que pasó en Pluma de Pato. Me dice que sí: “Yo estoy acompañando a dos niñas que fueron abusadas y tienen hijos de un mismo cortador de varillas”.
Lola cuenta que en estos años ha escuchado a niñas y adolescentes abusadas decir que no querían esos embarazos. “Pero son las madres las que les dicen que hacer un aborto es un pecado. Las iglesias nos meten esas ideas”, explica.
Desde principios del siglo XX, la cosmovisión wichí ha sido atravesada por la moralidad cristiana impuesta por misioneros anglicanos y evangélicos que llegaron al territorio con sus prédicas. A tal punto que cuando se les pregunta a las mujeres wichí por sus cantos ancestrales, no los recuerdan.

Iglesia evangélica en la comunidad wichí El Quebrachal. Imagen: Julieta Bogado
Las creencias en estas iglesias no solo han contribuido a la pérdida de la ancestralidad, sino que también se han mezclado con otras ideas sobre supuestas costumbres culturales que mutilan el futuro de las infancias indígenas. Una de las más extendidas es que la iniciación sexual a temprana edad es una tradición wichí que hay que aceptar.
Como facilitadora bilingüe, Lola ha escuchado a obstetras y ginecólogas romantizar la maternidad de niñas indígenas. “Es su cultura y hay que respetarla”, dicen.
Sin embargo, lideresas indígenas como Octorina Zamora, estudiosas de la ancestralidad wichí, han insistido que ni la iniciación sexual ni los embarazos a temprana edad forman parte de una pauta cultural de su comunidad.
En distintas entrevistas, Zamora repetía que considerar que su pueblo acepta la violación o el abuso de menores era “una aberración”. “Yo lo que veo es que los
niños criollos y blancos tienen un derecho, y los niños indígenas no. ¿Los derechos internacionales no les tocan a los indígenas?”, cuestionaba en una entrevista en 2012.
Infancias y adolescencias rotas
En idioma wichí, la palabra “violación” se traduce al español como “la rompieron”. El cuerpo estrecho de una niña no está preparado para gestar ni para parir. Corre riesgo de hipertensión arterial e infecciones sistémicas, depresión, parto prematuro. De traer al mundo un bebé de bajo peso que tardará más tiempo en pararse, hablar o aprender.

Una adolescente wichí. Imagen: Julieta Bogado
En diciembre de 2024, el Ministerio de Salud de la Provincia de Salta junto a Unicef presentaron la Hoja de Ruta de Atención Integral en Salud a Adolescentes Gestantes Menores de 15 años.
La subsecretaria de Medicina Social de Salta, María Gabriela Dorigato, y la responsable de maternidad e infancia, Patricia Leal, explican por teléfono desde sus despachos en la capital de Salta que, ante la detección de un embarazo por abuso sexual, el protocolo establece la activación inmediata de un equipo interdisciplinario.
“Se acompaña desde el primer momento a cada adolescente, se la asesora en cuanto a sus derechos y se le hace un acompañamiento tanto médico como psicológico”, dice Dorigato.
Sin embargo, varios agentes sanitarios que se dedican a brindar atención médica dentro de las comunidades, aseguran que la Hoja de Ruta es un cúmulo de buenas intenciones que no refleja lo que realmente pasa en los territorios y que ellos están desbordados..
“Acá teníamos un agente sanitario wichí que había nacido en la comunidad, pero desde que murió, hace un año, no tenemos. Ahora viene uno de Carboncito, que no es fijo, sino que va rotando”, cuenta Lola.
En el área sanitaria de la ruta 81, los embarazos por abusos sexuales son considerados una problemática de salud pública. La zona, que comprende los departamentos de Rivadavia y San Martín, registra el mayor porcentaje en toda la provincia de nacidos vivos de madres niñas y adolescentes (10-14 años), aunque Dorigato y Leal señalan que no existen datos desagregados por pueblos originarios.
Las autoridades no respondieron un pedido de información pública sobre la cantidad de agentes sanitarios, obstetras, ginecólogas, psicólogas y trabajadores sociales destinados a los equipos multidisciplinarios.
La Hoja de Ruta, presentada por las autoridades sanitarias como una guía intercultural, establece que los profesionales deben informar en lengua materna el derecho a una interrupción voluntaria del embarazo (IVE), disponible para cualquier persona hasta la semana 14 de embarazo, o a una interrupción legal (ILE), sin plazos en casos de violación o de riesgo para la vida o la salud de la persona gestante.
Según un monitoreo publicado en 2024 por la organización Católicas por el Derecho a Decidir, 95 % de las mujeres indígenas afirmaron que los equipos de salud sexual y reproductiva no hablan la lengua de su pueblo; 78,8 % dijeron que no se les brindó información sobre los pasos para acceder a la interrupción del embarazo y 84,1 % que no se realizó el procedimiento dentro del plazo legal establecido.
En Salta, las dificultades en el acceso al aborto encuentran otra barrera en la influencia que ejercen actores contrarios a la igualdad de derechos: iglesias, fundaciones, pero también políticos, jueces, fiscales, abogados, policías, médicos. Incluso autoridades locales. En 2020, la ciudad de Orán, una de las localidades neurálgicas del Chaco salteño, se declaró “provida” (contraria al acceso al aborto).
La licenciada en obstetricia Janet Meoniz cuenta que en el hospital de la ciudad de Tartagal – otra localidad importante del norte de Salta – la presión de estos grupos se intensifica los lunes de 9 a 13 horas, cuando funciona el consultorio IVE-ILE en el hospital de Tartagal.
“Es como una organización paralela que va rotando. Son evangelistas, católicos, hasta trabajadores del propio hospital. Siempre hay alguien diciendo que no hay médica y que las interrupciones no se hacen más”, relata Meoniz.
El hospital de Tartagal cuenta con el único consultorio de IVE-ILE que atiende todo el año y garantiza la práctica de aborto en todas las causales. En enero, la médica residente Araceli Gorgal estaba sola en el consultorio.
Su compañera estaba con licencia maternal, y la vacante no se llenó. Hasta el año pasado, se realizaban en este consultorio 100 interrupciones de embarazo por mes. Pero desde que asumió el presidente Javier Milei solo disponen de 10 cajas de misoprostol al mes. “Ahora hay que elegir a quién”, dice Gorgal.
Frente a la escasez, explica la joven médica, el criterio es atender primero a adolescentes, mujeres de comunidades indígenas y multíparas (con más de un parto). Le consulto cuán común es que reciban a niñas o adolescentes wichí embarazadas. Araceli, que trabaja hace cuatro años en el consultorio, piensa unos minutos y responde: “Como mucho habrán sido 10”. ¿Y por abusos sexuales?: “No he tenido, pero eso no quiere decir que no sucedan”.
Araceli es de Buenos Aires. Participó en la conformación de Red Universitaria por el Derecho al Aborto y, sin embargo, cree que en estos años ha tenido que
desarmar muchos preconceptos que traía como feminista porteña y blanca. “Desde que estoy acá solo tengo más preguntas y reflexiono constantemente sobre lo que hacemos y cómo lo hacemos”.
Recuperar a las mujeres estrellas
A más de 140 kilómetros de Tartagal, lideresas wichí recorren La Cortada, otra de las comunidades emplazada al margen de la ruta 81, invitando a participar del taller que comenzará en una hora en un centro comunitario que les presta el salón.
Es mediodía y el espacio está aún vacío, aunque poco a poco las mujeres se irán acercando. El espíritu del encuentro es recuperar el protagonismo que las mujeres indígenas – las “mujeres estrellas”, según la cosmovisión wichí – tenían en sus territorios. Antes de la colonización, eran ellas las que transmitían los saberes ancestrales vitales para la supervivencia y el desarrollo del pueblo indígena.

Encuentro de mujeres wichí. Imagen: Julieta Bogado
Nancy López, una de las pocas caciques wichí de la zona, charla con las mujeres sobre los saberes de la vida en el monte que se han ido perdiendo. ”Nosotras también tenemos hierbas medicinales para el aborto. Y yuyos para que la mujer no pueda tener hijos”, dice.
La diferencia, según la lideresa indígena, es que para compartir ese conocimiento es necesario transmitirlo en su lengua. «No venimos y decimos vamos hablar sobre qué es el aborto, la ILE, y que hay un derecho a decidir. Si lo decimos con esas palabras vamos a fracasar», explica.
En el encuentro también participa Laurentina Nicacio, lideresa de 30 años y referencia de la comunidad El Quebrachal, ubicada en la localidad de Ballivián. Sureste de la provincia. Nicacio habla sobre su experiencia con la fundación Juala (Juntas Unidas Ante la Adversidad), con la que formaron un equipo de fútbol en el que las adolescentes de la comunidad se reúnen, juegan y charlan.
“Muchas de las jugadoras comenzaron a contar los abusos dudando si eran sueños. Incluso algunas tenían ideas suicidas”, dice Nicacio. “Por eso valoramos mucho lo que son los sentipensares [la unión de la razón y el sentimiento]. La intención con el deporte es levantar la autoestima”, añade.
Desde hace años, ella recorre los territorios acompañando a niñas y mujeres a denunciar los abusos sexuales. La han amenazado y golpeado. “Una vez me pararon y me llevaron en una camioneta, y me dijeron: ‘Te callás o te desaparecemos‘”. Pero no dejó de hablar. “Creo que hoy es más efectiva la denuncia pública y el acompañamiento de las personas antes que la justicia”, afirma.
Desde entonces, Nicacio no espera. Aprendió que los caminos de salida se abren desde la comunidad. Hoy preside la comisión de fomento de la escuela primaria de Ballivián. “Nos han hecho creer que no hay otra visión de futuro. Como si no tuviéramos otro proyecto de vida. Por eso la única forma de que esto sea real es que los chicos y las chicas estudien”.

Laurentina Nicacio (centro) en el encuentro de mujeres indígenas. Imagen: Julieta Bogado
Blindar el futuro a cambio de justicia
Hace tres años, la denuncia colectiva de las mujeres de la ruta 81 implosionó en Pluma de Pato. “Fue algo histórico e innovador que llegáramos a la comunidad”, cuentan Evangelina Sandoval (psicóloga) y Paola Vargas (trabajadora social), integrantes de la defensoría pública de Tartagal.
Después de la Asamblea, en mesas improvisadas en la escuela del pueblo, ellas asesoraron durante meses a las mujeres wichí sobre las distintas vías judiciales que se abrían para sus casos.
Es imposible saber qué hubiera pasado con sus causas si no hubiera existido esa denuncia pública. Lo que sí es seguro es que, hasta hoy, las pocas indígenas que se animan a denunciar chocan con el muro levantado por el sistema criollo de justicia, esperando en las gélidas salas de los destacamentos policiales que algún agente se digne a atenderlas.
En respuesta a mis pedidos de información pública, el Poder Judicial y el Ministerio Público (fiscalía) de Salta dijeron no contar con cifras sobre niñas y adolescentes wichí abusadas sexualmente.
La mayoría de los casos no llegan a denunciarse o quedan archivados sin avance judicial. Ni siquiera cuando hay embarazos producto de una violación, las causas se judicializan. “Desde el caso Juana ningún otro se elevó a juicio”, confirma Martín Yañez, antropólogo y perito de la fiscalía.
La denuncia colectiva de Pluma de Pato expuso a los criollos, acostumbrados a la impunidad, muchos de ellos reconocidos hombres del pueblo que, desesperados, buscaron ocultar a cualquier precio la deshonra.
Según recuerdan Sandoval y Vargas, las mujeres contaron en las audiencias con ellas que antes de la llegada del equipo de la Defensoría los criollos comenzaron a “tergiversar la información y a meterles miedo”.
En esos días en los que, acompañadas de Octorina Zamora, tuvieron que buscar en la memoria lo que por años habían querido olvidar, las mujeres wichí recibieron amenazas y extorsiones. “Los hombres te decían: ‘Denunciame, que no va a quedar otra que matarte’”, cuenta una de las mujeres que firmó la carta. “También nos ofrecían cajas de leche, paquetes de azúcar, arroz, dinero”.
Bajo presión, y con el miedo en el cuerpo, la mayoría de las firmantes de la denuncia pública prefirieron no acusar a sus abusadores en el juzgado, desterrando para siempre la única posibilidad de justicia que habían tenido. Solo cuatro mujeres hicieron denuncias penales por violación, mientras 15 exigieron la filiación paterna, asumiendo un consentimiento que no existió para proteger el futuro de sus hijos e hijas.

Mujeres wichí. Imagen: Julieta Bogado
“Es como un apagón, se te cae todo abajo”. dice Claudia*, una de las cuatro mujeres que se animaron a denunciar, y de las pocas que siguen buscando justicia. “Como no hay respuestas, muchas dicen no sigo más, no confío en nadie más”, añade
Pasaron tres años. Ya no están los focos de la prensa ni las autoridades nacionales y provinciales que prometieron cuidar las infancias y adolescencias. Las mujeres se sienten solas. Las amenazas de los criollos siguen.
También el desprecio de algunas mujeres y hombres de la comunidad que no les perdonan haber hablado. “Nos dicen alcahuetas. Se burlan de nosotras porque dicen que no logramos nada”, explica.
En este tiempo, de los 15 hombres a los que se reclamó la filiación, ocho reconocieron ser progenitores. Sin embargo, solo dos firmaron un acuerdo por alimentación, un maestro y el capataz de una finca, que admitió la paternidad de varios hijos con mujeres distintas. Fuentes judiciales informaron que el hombre exigía a las mujeres tener relaciones sexuales para ingresar a trabajar en el campo.
En los cuatro casos de denuncias por violación, hasta hoy ningún hombre ha sido procesado. En marzo de este año, luego de múltiples consultas a la fiscal Lorena Martínez, esta respondió con un breve resumen de las actuaciones.
Según ese documento, los casos aún no se han elevado a juicio. Las últtimas actuaciones, antes del pedido de información para este artículo, fueron entre junio y agosto de 2023. Los casos se reactivaron en marzo, justo después de la respuesta de la fiscal, con órdenes de tomar muestras de ADN a dos de los acusados, audiencias de imputación y la búsqueda de un prófugo.
Además, el 16 de abril, la fiscal Martínez se trasladó a Misión Kilómetro 2 para reunirse con las cuatro denunciantes. La última vez había sido en 2022.
En estos años, las mujeres han presentado distintos escritos pidiendo conocer el estado del proceso judicial, que se les notifique con tiempo las audiencias para organizar los traslados y preparar las defensas y que, como se había acordado, las citaciones no sean entregadas por agentes policiales de Pluma de Pato, ya que muchos de ellos han sido acusados de violentar y revictimizar a las mujeres.
“Yo aún tengo esperanza. Todas tenemos derecho”, dice Claudia, luego del encuentro con la fiscal.
Lo que vivieron las mujeres de la ruta 81 no es una historia en pasado. Las niñas y adolescentes wichí siguen desapareciendo o apareciendo tiradas a la orilla de la carretera, en el monte y los senderos.
Y mientras la justicia no llega, la fuerza, para Claudia, surge del encuentro con otras mujeres. De construir comunidad. De mirar al futuro juntas. “Quizás pensar en otras vidas es lo que te queda”.
*Los nombres y algunos detalles de las historias de vida fueron modificados para preservar la identidad de sobrevivientes y denunciantes. Los criollos que cometen abusos sexuales siguen amenazando a toda persona que presente o acompañe una denuncia.
Este artículo se publicó originalmente en democraciaAbierta.
RV: EG