El coste de la conservación o cómo Tanzania está borrando la identidad masái

Los masáis residentes ancestrales en la zona de conservación de Ngorongoro, en le norte de Tanzania, se registran para reubicarse "voluntariamente" en la árida tierra de Msomera, a unos 600 kilómetros de distancia. Imagen: Kizito Makoye / IPS

DAR ES SALAAM – En las vastas llanuras de la Zona de Conservación de Ngorongoro, en el norte de Tanzania, la imagen de jóvenes masáis con mantones de vivos colores y palos en las manos mientras pastorean el ganado simboliza desde hace mucho tiempo la coexistencia pacífica con la naturaleza.

Estos pastores, que se mueven en armonía con las cebras y los ñus, han sido parte inseparable del paisaje. Pero en la actualidad, esa misma identidad, cultivada durante generaciones, se encuentra amenazada.

Lo que está ocurriendo en Ngorongoro, un sitio declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y famoso por su valor ecológico y cultural, no es más que una purga sistemática de un pueblo que ha vivido en armonía con la naturaleza durante siglos.

Desde 2022, el gobierno de Tanzania ha impulsado el traslado de decenas de miles de masáis de Ngorongoro a Msomera, una remota y árida aldea situada a unos 600 kilómetros de distancia.

Aunque las autoridades califican esta medida de «reubicación voluntaria» para proteger ecosistemas frágiles, la realidad es mucho más preocupante. No se trata de conservación, sino de despojo.

Como un periodista que ha pasado años informando sobre las comunidades indígenas de África oriental, sé que los masáis no son intrusos, sino guardianes.

Sus bomas (casas cercadas por espinos), sus rituales y sus prácticas de pastoreo conforman un modo de vida sostenible en sintonía con los ritmos de la naturaleza. Lo que está ocurriendo ahora es un ataque no solo a sus hogares, sino a su identidad.

He observado con creciente angustia cómo este grupo étnico tan característico está siendo marginado, no por la guerra o la hambruna, sino por agresivas políticas estatales  encubiertas bajo el lenguaje del «desarrollo» y la «protección».

Si se pregunta a cualquiera que haya visitado Ngorongoro, se confirmará que en el área protegida conviven los seres humanos y la fauna silvestre en un delicado y próspero equilibrio. La región alberga más de 25 000 animales de gran tamaño, entre ellos leones, elefantes y rinocerontes negros, una especie en peligro crítico de extinción.

El autor, Kizito Makoye

Ngorongoro también alberga tesoros arqueológicos como la garganta de Olduvai, conocida como la «cuna de la humanidad». Es un lugar donde la conservación, la arqueología, el turismo y los derechos indígenas coexistían en el pasado gracias a un modelo de uso múltiple de la tierra. Ese equilibrio se está derrumbando.

El plan del gobierno de reubicar a más de 100 000 masáis está plagado de fallos.

Una reciente misión de investigación reveló el lado oscuro de este esfuerzo de reubicación. Se atrajo a las familias con promesas de tierras fértiles y deshabitadas y mejores servicios. En cambio, lo que les esperaba era tierra seca sin pastos, parcelas disputadas ya reclamadas por los antiguos pobladores locales y agua salada e insuficiente.

El ganado, sustento de los masáis, ha muerto en grandes cantidades. Las clínicas de salud apenas funcionan. Las escuelas están superpobladas. Las familias se apiñan en casas idénticas de hormigón de tres habitaciones, despojadas de la estructura comunal que define la sociedad masái.

La consulta a la comunidad para el traslado fue superficial o inexistente.

Se marginó a los líderes tradicionales. Los procedimientos de indemnización carecieron de transparencia. Al final, se presentó a la población una falsa disyuntiva: quedarse en Ngorongoro y enfrentarse a la retirada de los servicios, o marcharse y arriesgarse a la extinción cultural.

Esto forma parte de una inquietante tendencia mundial conocida como «conservación fortaleza», que prioriza áreas protegidas sin presencia humana, en la que los pueblos indígenas son considerados una amenaza para la biodiversidad en lugar de sus protectores, por lo que se impulsa su expulsión.

Pero este modelo, también conocido como conservación colonial, ¿es en beneficio de quién? ¿De los ingresos del turismo? ¿De la alabanza internacional?

En mis años como periodista, he conocido a ancianos masáis que hablan con reverencia de sus tierras sagradas. Estos pastos no son meros terrenos de pastoreo, son el alma de las ceremonias, los ritos de iniciación y los rituales espirituales. Despojar a los masái de sus tierras es borrar su esencia misma.

Temo la desaparición, incluso la muerte, de la cultura masái. Msomera no puede mantener su forma de vida. No hay espacio para sus bomas, ni pastos para el ganado, ni lugares sagrados para los rituales. La aldea es demasiado árida y sus suelos no pueden sustentar el pastoreo. Muchas vacas ya han perecido.

He sabido por fuentes fiables que los servicios sociales de Ngorongoro fueron retirados deliberadamente para obligar a los masáis a trasladarse.

Se desmantelaron escuelas, clínicas e incluso los servicios de agua. Los fondos de desarrollo destinados a Ngorongoro se desviaron a otros lugares. Los servicios médicos aéreos, que en su día fueron un salvavidas en esta remota región, se suspendieron de forma abrupta. Se revocaron los permisos de construcción de aseos y aulas.

Esto no es conservación. Es un castigo institucionalizado.

La afirmación del gobierno de que la superpoblación amenaza la zona protegida se desmorona ante un análisis minucioso.

Mientras se desmantelan las viviendas masáis, se multiplican los alojamientos turísticos. Se pavimentan y mantienen las carreteras que conducen a los complejos de los inversores.

¿Las carreteras que conducen a las aldeas? Abandonadas. Si la preservación ecológica es realmente el objetivo, ¿por qué se acoge a los inversores mientras se desaloja a los residentes indígenas?

Se ha negado al pueblo de Ngorongoro la participación en las decisiones que afectan a sus vidas. Se ha ignorado a sus líderes. Sus derechos legales a ser consultados, consagrados tanto en la legislación tanzana como en el derecho internacional, fueron pisoteados.

La situación en Msomera es desoladora.

Más de 48 familias siguen sin hogar. Las que tienen casa están hacinadas en estructuras idénticas, independientemente del tamaño de la familia. Las instalaciones sanitarias son prácticamente inexistentes. Las escuelas están desbordadas. La tensión va en aumento a medida que los residentes originales cuestionan la asignación de tierras.

Seamos sinceros: no se trata de un traslado voluntario. Se trata de una operación políticamente calculada, que se disfraza de desarrollo sostenible mientras arrasa con la dignidad humana.

Ahora que el mundo por fin reconoce el papel fundamental del conocimiento indígena en la lucha contra el cambio climático, Tanzania parece dar la espalda a una de sus comunidades más sabias.

El modo de vida de los masáis, caracterizado por la movilidad o nomadismo, la recogida tradicional de agua y el pastoreo sostenible, es precisamente lo que más necesitamos, no lo que menos.

Como periodistas, debemos seguir informando y denunciando estas contradicciones. Debemos cuestionar los discursos elaborados por los burócratas y los inversores. Debemos amplificar las voces de los marginados.

A los responsables políticos les digo lo siguiente: no se puede conservar la naturaleza destruyendo a sus custodios más antiguos. No se puede construir la sostenibilidad sobre las ruinas de una cultura. Y no se puede ganar credibilidad ignorando los gritos de los propios ciudadanos.

Lo que se necesita urgentemente es una moratoria de todos los desalojos. El traslado debe detenerse. Las indemnizaciones deben ser justas, participativas y transparentes. Por encima de todo, deben respetarse los derechos territoriales de los indígenas, que no pueden ser anulados por el poder del Estado.

La verdadera conservación se basa en la colaboración, no en el castigo. En el diálogo, no en el desplazamiento.

A medida que aumentan las amenazas climáticas, el mundo se está dando cuenta de lo que los masái saben desde hace siglos: que vivir con la naturaleza, y no contra ella, es el único camino a seguir. Tanzania no debe desperdiciar esta sabiduría.

Aún hay tiempo para cambiar el rumbo. Hasta entonces, los masáis resistirán y por mi parte seguiré escribiendo sobre esa resistencia. Porque ante tal injusticia, el silencio es complicidad.

Kizito Makoye es un periodista y defensor del medioambiente tanzano con amplia experiencia en temas relacionados con los derechos indígenas, la conservación y la justicia climática en África Oriental.

T: MF / ED: EG

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