SRINAGAR, India – En las tierras fronterizas desgastadas por la guerra en Jammu y Cachemira, el silencio que siguió al alto el fuego del 10 de mayo entre India y Pakistán no es un silencio reconfortante, sino inquietante.
Tras una semana de intensos tiroteos transfronterizos que dejaron al menos 16 civiles muertos y miles de personas sin hogar, el alto el fuego, negociado por el presidente estadounidense Donald Trump, puso un frágil freno a la violencia.
Pero para quienes viven a lo largo de la Línea de Control (LoC, en inglés), en aldeas como Uri, Kupwara, Rajouri y Poonch, el daño va mucho más allá de los hogares destruidos.
El comunicado oficial, que estableció un “cese inmediato y total de las hostilidades”, puede haber silenciado las armas, pero las cicatrices psicológicas y materiales siguen presentes, profundas y recientes. Las piras funerarias todavía arden. Los niños no quieren dormir. Las escuelas siguen cerradas. El trauma persiste como el humo en el aire.
“La enterramos antes del alto el fuego”
Ruqaya Bano, de 24 años y oriunda de Uri, debía casarse a principios de este mes. En cambio, estaba parada junto a la tumba de su madre, sujetando el dupatta (largo pañuelo de seda) bordado de su vestido de novia. Su madre, Haseena Begum, murió por el impacto de un proyectil de mortero que cayó en el patio de su casa.
“Me estaba ayudando a guardar la ropa de la boda”, cuenta Ruqaya con voz tenue. “Esa mañana sonrió y dijo: ‘Pronto esta casa estará llena de música’. Horas después, estábamos cavando su tumba”.
Otras cuatro personas murieron en el mismo ataque en Uri, todas civiles. Muchas más resultaron heridas, algunas de gravedad. Con las escuelas aún cerradas, los jóvenes deben afrontar el trauma sin apoyo.
Algunos ni siquiera pueden hablar.
Mahir, de ocho años, está sentado sobre un delgado colchón en un campamento de ayuda en Baramulla, con la mirada fija en una pared vacía. No ha dicho una palabra desde que comenzaron los bombardeos.
“Vio morir a su primo Daniyal cuando un proyectil cayó cerca del establo”, relata Abdul Rasheed, su tío y agricultor de Kupwara. “Ahora, si un perro ladra o se cierra una puerta de golpe, se esconde debajo de la cama”, cuenta.
Su reacción no es un caso aislado. Docenas de niños a lo largo de la LoC presentan síntomas de estrés agudo: insomnio, mutismo, incontinencia y ataques de pánico. El trauma no es solo cosa de soldados. En la fronteriza región de Cachemira, entra a los hogares junto con la metralla.
La violencia comenzó tras el atentado del 22 de abril en Pahalgam, que dejó 26 muertos, incluidos 13 soldados. En respuesta, la Fuerza Aérea india lanzó ataques contra campamentos militantes al otro lado de la LoC. Pakistán respondió con fuego de artillería pesada, lo que provocó un éxodo de las aldeas fronterizas.
En localidades como Rajouri y Samba, el pánico se apoderó de la población rápidamente. Las familias se amontonaron en los autos en plena noche.
Se formaron largas colas en las estaciones de servicio. Los cajeros automáticos quedaron vacíos. Los estantes de los supermercados se vaciaron. Las escuelas públicas y otros edificios gubernamentales se convirtieron en refugios improvisados de un momento a otro.
Los trabajadores humanitarios describen escenas caóticas. “Había madres con bebés y nada para alimentarlos”, contó Aamir Dar, voluntario de una ONG de Srinagar. “El miedo era absoluto”, aseguró.
Tras dos días de frenética diplomacia por parte de Washington, el presidente Trump anunció en su red Truth Social que India y Pakistán habían acordado detener los combates. “Ha prevalecido el liderazgo”, escribió.
En cuestión de horas, cesaron los bombardeos. Los aviones de combate indios regresaron a sus bases. Un silencio tenso se instaló a lo largo de la LoC. Pero para quienes habían perdido hogares, extremidades o seres queridos, era demasiado poco y demasiado tarde.
Funcionarios gubernamentales, incluido el vicegobernador de Jammu y Cachemira, Manoj Sinha, recorrieron los distritos más afectados. Las operaciones de ayuda comenzaron lentamente y no tardaron en llover las críticas por la respuesta insuficiente.
“Ni siquiera hemos recibido lonas”, dijo Rahmat Ali, de Mendhar. “La ayuda no está a la altura de la necesidad”, consideró.

Duelo entre las ruinas
En la aldea de Salotri, en Poonch, Naseema Khatoon, de 70 años, observa los restos carbonizados de su casa de dos habitaciones. Su esposo había muerto en 2019 durante un repunte similar de violencia.
“Ahora ya no hay casa”, dice, descalza sobre la tierra quemada. “¿Cuántas veces más hay que volver a empezar?”, se preguntó.
A pesar del dolor, los vecinos intentan ayudarse entre sí. Los jóvenes se organizan para pasar sacos de arroz en fila. Voluntarios médicos han montado clínicas improvisadas. Estudiantes universitarios de Srinagar han lanzado campañas en línea para recolectar alimentos y medicinas.
La esperanza, aunque tenue, persiste.
La noche en que el miedo se apoderó de Jammu
Incluso la ciudad de Jammu, lejos de la frontera inmediata, no estuvo libre de la ansiedad. La noche del 9 de mayo sonaron alarmas por una supuesta amenaza de misiles contra el aeropuerto de Jammu. El pánico se apoderó de la ciudad. Las redes móviles colapsaron brevemente. Las familias se refugiaron en búnkeres.
“Me recordó a la guerra de Kargil”, dijo Rajesh Mehra, un maestro jubilado. “Dormimos vestidos y con las maletas listas, preparados para huir”, contó.
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Aunque la amenaza resultó ser una falsa alarma, la confianza pública quedó seriamente afectada.
La Fuerza Aérea india transportó suministros de emergencia. Se organizaron trenes especiales para quienes estaban varados. A medida que se disipaba el caos, algunas familias regresaron a sus hogares… solo para encontrarlos en ruinas.
En Tangdhar, una escuela funciona ahora bajo una carpa militar rota. El aire huele a diésel y miedo. Laiba, una alumna de 13 años, sostiene un lápiz, pero mira al suelo. “Quiero volver a ser una niña”, murmura, “no alguien que recuerda bombas”.
Los bombardeos dejaron algo más que recuerdos. Los campos están llenos de artefactos sin detonar. Las casas tienen grietas por las ondas expansivas. Los hospitales locales están al límite.
El ejército ha acordonado las zonas peligrosas. Pero hasta que no se retiren los proyectiles, un paso en falso puede significar una tragedia.
De vuelta en Uri, Ruqaya Bano deja una guirnalda sobre la tumba de su madre, recién cavada junto al nogal familiar. “Siempre decía que la paz volvería”, susurra Ruqaya. “Sin armas, sin miedo. Tal vez ese día aún esté lejos. Pero espero que llegue. Para todos”, añade.
Se seca las lágrimas y luego toma un martillo para ayudar a reconstruir su hogar destrozado.
El alto el fuego, aunque bienvenido, es apenas el primer paso hacia una paz duradera. En estas aldeas, la paz no es solo la ausencia de guerra. Es la presencia de dignidad, seguridad y memoria.
Es ese tipo de paz en la que los niños vuelven a reír. Donde las bodas se celebran y no se posponen por el fuego cruzado. Donde la gente duerme sin miedo y se despierta sin dolor.
Una larga sombra
Cachemira ha sido un foco de tensión entre India y Pakistán desde 1947, con ambos países reclamando la región en su totalidad. Se han librado al menos tres guerras y se han producido incontables enfrentamientos. Desde el inicio de la insurgencia a fines de los años 80, más de 100 000 personas han muerto.
En agosto de 2019, el gobierno indio revocó el estatus constitucional especial de la región y la dividió en dos territorios de la unión. Desde entonces, Delhi afirma que ha regresado la normalidad, pero las voces locales relatan otra historia: una de silencio militarizado, disidencia reprimida y temor creciente.
En octubre pasado, por primera vez en más de cinco años, se celebraron elecciones municipales. Fue un pequeño paso hacia la restauración.
Por ahora, el alto el fuego se mantiene. Pero como las marcas de los proyectiles en las paredes de estas aldeas, el daño emocional permanece grabado. El silencio que sigue a la guerra nunca es solo silencio: lleva consigo el peso de cada grito, cada pérdida.
Nota de redacción: los nombres de las personas sobrevivientes se han cambiado a petición de ellas para proteger su seguridad.
T: GM / ED: EG