BUENOS AIRES – Carolina Rodríguez es madre de seis hijos, produce alimentos en una zona rural de Argentina, cerca de la ciudad de La Plata, y es promotora de salud de una organización campesina. “Trabajamos con compañeras jóvenes. Muchas quedan embarazadas a los 13 o 14 años y cuando van al hospital son rechazadas o discriminadas”, cuenta.
La propia Rodríguez quedó embarazada a los 15 años por falta de información y del derecho a decidir sobre su cuerpo y hoy transformó su experiencia en trabajo solidario: “Tratamos de que las chicas reciban del sistema de salud anticonceptivos para cuidarse y seguir estudiando. Pero no es fácil: generalmente nos responden que se los tiene que dar nuestra organización”.
Ella es una de las mujeres rurales que llegó a Buenos Aires este mes de agosto para compartir su historia en la presentación del informe “Campesinas, organización para la salud”, que relata los obstáculos que enfrentan para acceder a sus derechos sexuales y reproductivos y describe cómo las redes comunitarias asumen el trabajo que debería hacer el Estado.
Se trata de una investigación del Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels) realizada en distintas provincias de este extenso país sudamericano. La organización de derechos humanos la fundaron en 1979 activistas que se oponían a la última dictadura militar (1976-1983).
“Intentamos darle la posibilidad a una chica abusada de encontrar una salida. Pero es difícil porque en el campo es muy duro hablar sobre violencia de género. Y también nos costó mucho hablar de aborto, porque hasta hace poco era una mala palabra y uno quedaba mal visto si la mencionaba”: Carolina Rodríguez.
Desde que gobierna el país el economista ultraderechista Javier Milei, quien se jacta de querer “destruir el Estado desde adentro”, las políticas públicas en materia de salud sexual y reproductiva han sufrido particularmente.
Se desfinanció, por ejemplo, el Plan de Prevención del Embarazo No Intencional del Embarazo en la Adolescencia (Enia), cuyos resultados habían sido destacados por organizaciones científicas y de derechos humanos.
Algo que contar en ese sentido lo tiene Rodríguez, quien vive y trabaja en Abasto, una localidad ubicada a solo 60 kilómetros de Buenos Aires, donde miles de agricultores familiares producen buena parte de las hortalizas y verduras que se consumen en la capital argentina, una ciudad interminable en la que viven unos 14 millones de habitantes, casi un tercio de la población total del país.
Allí, cuenta durante el encuentro de campesinas en que participó IPS, muchas veces las promotoras de salud de la Asociación Mujeres de la Tierra tienen que luchar no solo contra la ausencia del Estado sino contra los propios prejuicios, estigmatizaciones y sesgos arraigados en las familias, que se convierten en obstáculos para que las mujeres accedan a sus derechos.
Aunque el aborto es legal en la Argentina desde 2020, Rodríguez explica que, cuando una niña o adolescente queda embarazada, la decisión sobre el camino a seguir generalmente la toma la madre, que a veces decide que su hija siga adelante con la gestación y tenga el bebé para luego darlo en adopción, incluso en casos que involucran abuso sexual.
“Intentamos darle la posibilidad a una chica abusada de encontrar una salida. Pero es difícil porque en el campo es muy duro hablar sobre violencia de género. Y también nos costó mucho hablar de aborto, porque hasta hace poco era una mala palabra y uno quedaba mal visto si la mencionaba”, sostiene.
Muchas cosas en común
Las campesinas de Abasto, que son cercanas a la capital argentina, tienen muchas cosas en común con las de las provincias de Mendoza, en el oeste del país, y Santiago del Estero, Misiones y Jujuy, en el norte: deben viajar horas por su salud.
Todas conocen de memoria los horarios de los buses colectivos de larga distancia que las pueden llevar a los hospitales o centros de salud más cercanos, dice el informe del Cels.
A veces, incluso, ni siquiera hay transporte. Marta Greco, del Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI), relata que, en una zona rural de Mendoza, “una compañera tiene que ir al centro de salud con sus cuatro hijos muy temprano, caminando cinco kilómetros, solo para preguntar si pueden darle un turno. Y pensando en que al mediodía tenía que llevar a sus hijos al colegio”.
Greco es de la municipalidad de Lavalle, una zona árida en el norte mendocino, donde muchas familias indígenas y campesinas viven en una zona conocida como Laguna del Rosario, que dejó de tener agua por el cambio climático, y en la que hay un solo hospital, al que llega transporte público una vez cada 15 días. Ante cualquier urgencia, la gente tiene que viajar 45 kilómetros, hasta el hospital de Mendoza, la capital provincial.
En el caso de la salud sexual y reproductiva de las mujeres rurales, las alternativas pasan por los puestos sanitarios móviles o pequeños camiones de salud que recorren los pueblos con profesionales y equipos. Sin embargo, los recorridos no son constantes ni frecuentes.
“A veces tenemos el avión fumigador todo el día sobre el campo nuestro. Nos contaminan el agua que tomamos y que damos a los animales, que está en depósitos que no tienen cobertura. Desde que pasa esto empezaron a nacer los animales ante de tiempo”: Pamela Moreno.
En la población de Quimilí, en Santiago del Estero, el vehículo se acercó por última vez en 2019, antes de estallar la pandemia de covid-19, y los resultados de los estudios que se hicieron nunca fueron entregados.
En Bernardo de Yrigoyen, en Misiones, el camión pasa una vez al año y realiza los estudios de papanicolau del cáncer cervical, colposcopía y mamografía, pero las mujeres cuentan, también, que los resultados nunca llegan.
Impacto inesperado
Lucia de la Vega, coordinadora del informe, dice que durante la investigación comprobaron que muchas mujeres campesinas renuncian a la propia salud por la sobrecarga en sus tareas cotidianas y las exigencias de cuidar a sus familias.
«Quisimos remarcar el rol medular de las organizaciones campesinas, que son la condición para acceder a derechos frente a la actual ausencia del Estado Nacional», detalla durante el encuentro con las mujeres campesinas.
«La idea fue indagar en derechos sexuales y reproductivos en el ámbito rural, porque veníamos de 2020, cuando se logró la legalización del aborto como resultado de la movilización en la calle con un tejido que mezcló feministas, abogadas y movimientos sociales, y pensábamos cómo empujar la implementación saliendo del ámbito urbano», detalla.
Pero, subraya que «lo que descubrimos en la investigación es que en las zonas rurales no existe solo un problema de salud sexual y reproductiva de las mujeres, sino de salud integral».
Además, detalla De la Vega, en las conversaciones con las mujeres rurales apareció inesperadamente la cuestión del impacto de los agroquímicos en la salud de los habitantes rurales.
Muchos campesinos y agricultores familiares en la Argentina viven rodeados por grandes campos dedicados a la agricultura industrial, donde en los últimos 25 años la expansión del modelo transgénico ha disparado el uso de agroquímicos. Distintos informe han señalado que esto provoca en el campo una incidencia creciente de los abortos espontáneos durante el primer trimestre de gestación.
“A veces tenemos el avión fumigador todo el día sobre el campo nuestro. Nos contaminan el agua que tomamos y que damos a los animales, que está en depósitos que no tienen cobertura. Desde que pasa esto empezaron a nacer los animales ante de tiempo”, dice Pamela Moreno, del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MoCaSE).
Ella asegura que también ha habido un crecimiento de las enfermedades de piel en muchas zonas rurales. “Los médicos nos dicen que no saben de dónde vienen las enfermedades. Me han dicho que a mi hija hay que analizarle los materiales pesados en sangre, pero he recorrido toda la provincia de Santiago del Estero y no he conseguido que le hagan el estudio”, relata.
En abril, Cels y otras organizaciones de la sociedad civil de Brasil, Paraguay, Bolivia y Alemania, presentaron una queja ante la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) contra Bayer AG, responsabilizándola por los impactos en el ambiente y los derechos humanos que genera la agricultura industrial en Sudamérica.
Entre las recomendaciones que sirven como conclusión del informe, figuran las de profundizar la investigación sobre la incidencia de los agroquímicos en la salud de las poblaciones y controlar la aplicación de la normativa ya existente que prohíbe las fumigaciones en zonas pobladas.
También se sugiere a los organismos públicos que articulen con las organizaciones sociales y comunitarias que son, muchas veces, imprescindibles para acceder a los derechos. Ella son las que se encargan de gestionar turnos médicos, acompañar a los hospitales o tomar el relevo en las tareas de cuidado.
Están ahí, donde el Estado no está.
ED: EG