LA PAZ, México – El oleaje sacude levemente nuestra embarcación mientras Hubert Méndez se arroja al mar, en la costa del noroeste de México. Tras unos minutos vuelve a emerger, sosteniendo con orgullo varios moluscos de concha triangular.
Méndez, un pescador de la comunidad El Manglito, en La Paz, la capital del estado de Baja California Sur, acaba de encontrar callos de hacha, una especie de figura redonda, textura viscosa y esponjosa, muy codiciada por sus cualidades culinarias exquisitas.
Ubicados principalmente en la costa mexicana del océano Pacífico, los callos de hacha (Atrina maura) pueden venderse a unos mil pesos el kilo (58 dólares), el doble que el camarón.
Debido a la sobrepesca y la contaminación, la especie estuvo a punto de desaparecer por completo de la ensenada de la bahía de La Paz. Frente a este panorama desolador, en 2011, un grupo de pescadores locales, orgullosos de la tradición pesquera, decidió ponerle fin a la pesca ilegal y ayudar a la recuperación del molusco.
A pesar de los contratiempos que supusieron las especies invasoras y las condiciones meteorológicas extremas, hoy en día la población de callos se ha recuperado a niveles que permiten a la comunidad de El Manglito capturar una cantidad sostenible y vender otra parte a consumidores y restaurantes de todo México.
Luchas medioambientales en El Manglito
Durante años, la pesca en El Manglito se desarrolló sin control, y la mayoría de los pescadores lo hacían sin permisos. La ausencia de gestión pesquera contribuyó a la sobreexplotación de la población de callos. A principios de la década de 2000, esto se hizo evidente en La Paz: cada vez que los pescadores regresaban de un viaje, parecían tener menos callos.
La contaminación procedente de La Paz dañó el ecosistema marino y redujo aún más las capturas. “En 2000, El Manglito era un lugar olvidado. Literalmente se había convertido en el escusado de La Paz”, cuenta Alejandro Robles, presidente de Noroeste Sustentable (NOS), una organización de la sociedad civil que apoya y forma a la población local para restaurar la zona.
“Todos los drenajes iban allí y, junto a la sobrepesca, la tumba de los manglares y la pérdida de las playas, se fue colapsando”, añade.
En 2011, Robles conoció a Guillermo, el hermano de Hubert Méndez, de quien se rumoreaba que era pescador ilegal. Pero, de hecho, Méndez era uno de los pocos con permiso de pesca. Su historia llamó la atención de Robles, quien invitó a Guillermo a ayudar a evaluar la población de callos de hacha en la ensenada.
“Fuimos a bucear. Tardamos tres meses en hacer un barrido [reconocimiento del área] completo y contamos únicamente 40 mil callos de hacha”, cuenta Guillermo, sentado una mañana en una pequeña embarcación abandonada a pie de playa.
Era un descenso significativo respecto a los 10 millones de callos que, según los pescadores, prosperaban antes de la década del 2000. El casi colapso de la especie llevó a Robles, Méndez y Hubert a embarcarse en el proyecto de restauración del callo.
Todos a bordo del tren de la restauración del callo
Robles se inspiró en parte en la restauración de la bahía de Chesapeake, en la costa este de Estados Unidos. A finales del siglo XIX, Chesapeake había sido la mayor pesquería de ostras del mundo, pero la contaminación del agua y la sobrepesca provocaron su colapso en el siglo XX.
Para restaurar el ecosistema, autoridades gubernamentales, oenegés y miembros de la comunidad se unieron para mejorar el tratamiento de las aguas residuales y eliminar sedimentos y contaminantes tóxicos, entre otras acciones. Hoy, el estuario se recupera gradualmente.
En La Paz, NOS decidió acercarse sólo a la comunidad en ese entonces, porque en el gobierno local se vivía un clima político muy tenso que hacía difícil construir relaciones de apoyo.
Uno de los mayores retos sería detener toda la pesca durante el periodo de restauración, sobre todo porque los pescadores no dispondrían de muchas fuentes de ingresos alternativas.
El equipo tendría que intentar llevar a la población de callos a un nivel que pudiera empezar a alimentar a la comunidad, y luego a cifras que permitieran vender por fuera de ella, evitando al mismo tiempo que nadie extrajera los callos que se iban cultivando.
Por ayudar a cultivar callo, los pescadores podían obtener una ayuda económica de entre 1500 y 1800 pesos (85 y 103 dólares) a la semana. Esto era mucho menos de lo que podían generar con la pesca ilegal.
“Estábamos enojadas con nuestros maridos”, recuerda Claudia Reyes, que llegó aquí con 17 años, cuando se casó con uno de los pescadores. “Nos costó trabajo entender que toda la vida habíamos vivido de la pesca ilegal y teníamos que dejarla”, añade.
Reyes tiene ahora 39 años y forma parte de las Guardianas de El Conchalito, un grupo de mujeres que protege una zona llena de manglares llamada El Conchalito, cercana a El Manglito.
Lo más difícil para todos, dice, fue pasar de tener “dinero en abundancia” a de repente no tener casi nada y empezar a cuidar el producto que escaseaba.
“Pero poco a poco fuimos entendiendo, trabajamos en colaboración con NOS en la restauración de nuestros productos y de nosotros mismos como pescadores y familia”.
A sus vecinos, los hermanos Guillermo y Hubert, no les fue nada bien cuando intentaron convencer al resto de los pescadores de que al implementar el proyecto sería para mejorar el lugar. “Nos decían a nosotros que éramos traidores”, cuenta Mendez.
Sin embargo, tras conocer la importante pérdida en la población de callos y participar en su recuento, los pescadores reconsideraron su postura y se organizaron para recuperar a la especie. Querían preservar la costa y sus recursos para las generaciones futuras.
Sembrar semillas para el futuro
Los rayos del sol penetran la piel cobriza de Guillermo, mientras suena de fondo el ir y venir de las diminutas olas del mar.
Guillermo, Hubert y otros pescadores de la comunidad llevan cultivando callos desde que comenzó el proyecto en 2011. Guillermo dice que el cultivo suele empezar en mayo.
Tras criar las larvas de callo en canastas agrícolas, las siembran en el lecho marino, en aguas de 1,5 metros de profundidad. Cuando los callos han crecido hasta unos 6,0 cm, la comunidad los cubre con arena. Desde allí, el callo se alimenta de plancton y otros microorganismos.
La época de cosecha es entre agosto y finales de septiembre, cuando el agua del mar está más fría.
“Una vez que sembramos los callos, lo protegemos con una malla de seda para que queden protegidos de los depredadores como los partos y jaibas, hasta que crecen más”, añade. “Entonces se retira la malla y meses después se cosechan”, dice.
Tras cuatro años de trabajos de cultivo, la población de callos había alcanzado alrededor de cuatro millones, según un recuento realizado por NOS en agosto de 2015. Esta cifra era superior a los 40 000 del recuento inicial.
No obstante, ese mismo año el destino les jugó una mala pasada con una especie marina invasora: el tunicado, parecido a una esponja, arribó como una plaga pegada a un barco y comenzó a proliferar en el lugar, según narran los pescadores.
Buceando todos los días para retirar el tunicado, los pescadores sacaron más de 200 toneladas, pero no consiguieron exterminarlo. Entre el 80% y el 90% de los callos murieron, estimaron los pescadores. La destrucción fue inevitable. Luego, ese mismo año, un huracán arrasó, inexplicablemente, casi todos los tunicados. Los trabajos de restauración pudieron empezar de nuevo.
Las mujeres, guardianas de El Conchalito
Las mujeres han desempeñado un papel fundamental en la recuperación del callo de hacha. Durante el primer año del proyecto, en 2011, los cazadores furtivos entraron en la zona de restauración de callos en El Conchalito.
Nadie en la junta directiva de la organización de pescadores El Manglito, dominada por hombres, parecía hacer nada al respecto. Así que, en 2017, un grupo de 22 mujeres pidió un espacio dentro del proyecto.
NOS solo podía ofrecer sueldos para siete personas para vigilar El Conchalito. Las mujeres decidieron dividir los pagos por la mitad, para poder tener plazas para 14.
Cuando empezaron a cultivar callos, los saqueadores las amenazaban verbalmente e incluso con cuchillos. A veces, quienes robaban su producto eran personas del mismo El Manglito, que no estaban de acuerdo con los esfuerzos de restauración. Algunos eran parientes de las mismas guardianas.
En 2019 hubo un acercamiento con las autoridades, quienes las apoyaron a colocar un cerco de rocas enormes para evitar el ingreso de vehículos. Luego, lograron obtener ayuda económica por parte de las autoridades. En la actualidad, las Guardianas son uno de los pilares más activos de la comunidad y un ejemplo para mujeres pescadoras de otras regiones del país, a donde han acudido a contar sus experiencias e impartir talleres.
Ampliar el ecoturismo
La restauración ha sido nadar contra la corriente, pero parece estar funcionando. Aunque NOS no ha hecho un recuento sistemático de callos desde 2015, basándose en sus conocimientos y en las visitas guiadas que suelen facilitar, Hubert y Guillermo afirman que la población ha aumentado y la zona de la ensenada se ha recuperado. Los pescadores estiman que ahora hay más de un millón de callos.
Esto le permite a la comunidad no solo el autoconsumo sino la posterior venta de productos frescos, a nivel nacional, empacados al vacío y congelados.
Su labor ha llevado a la comunidad a crear la Organización de Pescadores Rescatando la Ensenada (Opre), formada por más de 100 pescadores. La Opre ayuda a sus miembros a obtener permisos de pesca de las autoridades, lo que mejora la gestión de la pesca y reduce la extracción no regulada en la zona.
También han incursionado en el ecoturismo, con el lanzamiento en 2020 del “Manglitour”: visitas en las que guías explican cómo es el cultivo de callos de hacha, almejas y ostras); la historia de la restauración del lugar y la importancia de la vigilancia. Aunque tuvo que pausarse en la época de la pandemia de covid-19, se reanudó recientemente.
Las Guardianas también buscan incursionar en el ecoturismo sustentable en el área de El Conchalito, con paseos en bicicleta.
De vuelta al barco, Hubert agarra su cuchillo bien afilado y lo introduce en la dura cubierta del callo, revelando una figura redonda y esponjosa en su interior.
“¡Ándale, pruébalo! Así recién salidito del mar se come más rico”, dice.
El sabor es suave, salado, carnoso, y recuerda al camarón y al pescado cocidos fríos. Delicioso.
Este artículo se publicó originalmente en Diálogo Chino.
RV: EG