Mujeres indígenas y campesinas se hacen visibles en Argentina

Irene Cari, primera a la izquierda, y otras participantes en el Tercer Parlamento Plurinacional de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, que se realizó en mayo en la provincia de Salta, en el norte de Argentina. El encuentro reunió a mujeres provenientes de pueblos originarios de todo el país. Foto: Foro de Mujeres por la Igualdad de Oportunidades

LAGUNAS DEL ROSARIO, Argentina – “La mayor parte del trabajo con los animales acá lo hacen las mujeres, pero en el momento de la venta aparecen los hombres, para quedarse con la plata”, cuenta Florencia Morales, mientras juega con su hijo en San Antonio, una comunidad indígena de unas pocas casas dispersas en la provincia argentina de Mendoza.

Florencia, de 31 años, se rebeló contra las costumbres extendidas en esta zona rural del oeste del país -cercana a la cordillera de los Andes- no solo entre las comunidades del pueblo indígena huarpe, que ella integra, sino también entre el resto de las familias campesinas.

Ella es madre soltera de Fidel, un niño de dos años, y desde muy joven trabaja por su cuenta y gana su propio dinero.

“Desde que era chica vi que las mujeres se casaban, tenían hijos y ya no volvían a salir de la casa. Yo siempre dije que quería tener un hijo, pero sola. Nunca quise estar sometida ni depender de un hombre porque siempre pensé que ellos y nosotras somos iguales”, sostiene.

San Antonio es uno de los minúsculos poblados indígenas de Lagunas del Rosario. Se llama así porque se trata de un ecosistema que alguna vez fue un humedal, pero en los últimos años se fue quedando sin agua.

Hoy la aridez abruma: solo hay tierra seca, arbustos de color verde pálido y grandes extensiones despobladas. En otras épocas las comunidades tenían vacas y practicaban la agricultura, pero hoy apenas crían unas cuantas cabras y gallinas por familia, porque es todo para lo que alcanza el agua.

“De las situaciones de violencia y discriminación es muy difícil salir sola. Entendemos que la salida es colectiva. Y las promotoras son mujeres rurales que muchas veces pasaron ellas mismas por realidades difíciles y se comprometen para ayudar a otras”: Mariana Díaz.

Desde que terminó la escuela, a los 18 años, Floppy –como todos la conocen en su comunidad- comenzó a irse cada temporada trabajar en la cosecha de la uva, que se cultiva en otras zonas de la centro-occidental provincia de Mendoza, con agua de riego.

Luego comenzó a estudiar para ser maestra. Cuando quedó embarazada, se planteó abandonar la carrera, pero enseguida lo pensó mejor, recuerda, y se dijo que, si iba a ser madre soltera, con más razón tenía que seguir adelante con el estudio, para tener una profesión y ser independiente económicamente.

Decidida a luchar contra la naturalización del avasallamiento de los derechos de las mujeres en su territorio, desde 2018, Floppy, es una de las promotoras de género que tiene la Unión de Trabajadores sin Tierra (UST) Campesina y Territorial, una organización social que trabaja por el bienestar de los asentamientos rurales.

Florencia Morales, Floppy, una de las promotoras de género que tiene la Unión de Trabajadores sin Tierra (UST) Campesina y Territorial en la provincia argentina de Mendoza. Ella vive en San Antonio, una árida comunidad del pueblo indígena huarpe y desde muy joven se rebeló contra la tradición que impone a las mujeres quedarse en su casa y atender a su marido y a sus hijos. Foto: Daniel Gutman / IPS

La violencia en las zonas rurales

La situación de las mujeres indígenas y campesinas en Argentina tiene sus particularidades, en un país con 47 millones de habitantes, donde 955 032 se reconocieron como indígenas en el Censo de 2010, de los que 34 279 son huarpes y 65 066 kollas.

“Muchas veces no tienen a quién recurrir o no saben cómo pedir protección ante situaciones de violencia, porque hay zonas que no tienen transporte público o en las que no hay conectividad ni señal de teléfono”, dice a IPS Mariana Díaz, militante de la UST Campesina y Territorial.

“Las mujeres trabajan en las tareas rurales pero el que  toma las decisiones sobre el dinero es el varón, porque es el titular de los contratos de arrendamiento de tierra, tiene a su nombre los registros sanitarios de los animales o es el único que sabe manejar vehículos”,  agrega esta residente en la población de Jocolí, en el norte de Mendoza. .

“Así, ante situaciones de violencia, muchas veces se tienen que ir de su casa sin nada. Por eso son tan importantes las organizaciones sociales”, concluye.

La organización  de las mujeres indígenas y campesinas en Argentina no es un hecho exclusivo de Mendoza. De hecho, unas 250 mujeres provenientes de más de 20 pueblos indígenas se reunieron en mayo en la provincia de Salta, en el norte del país, en el Tercer Parlamento Plurinacional de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir.

Durante cuatro jornadas, se realizaron talleres sobre autogestión económica, de comunicación y derechos indígenas, pero el tema principal fue la violencia contra las mujeres y las distintas formas que asume.

“Aunque nuestro papel productivo en las comunidades es muy importante, nuestra voz ha sido muchas veces silenciada”, dice a IPS por teléfono Irene Cari, una mujer indígena del pueblo kolla que vive en Salta y participó del Encuentro.

“En general las mujeres indígenas y campesinas no tienen autonomía, porque trabajan la tierra pero los dueños de ella son los hombres. Y eso las condiciona cuando surge la violencia”, añade Cari.

Ella es referente del Foro de Mujeres por la Igualdad de Oportunidades, una organización no gubernamental salteña vinculada a Spotlight, la campaña conjunta de Naciones Unidas y la Unión Europea orientada a combatir todas las formas de violencia contra mujeres y niñas.

Olga González es una mujer del pueblo indígena huarpe, madre de nueve hijos que durante muchos años prácticamente no salió de su casa, en la localidad de Lagunas del Rosario, en el centro-occidental de Argentina. Hoy es una militante feminista que transmite su historia a mujeres jóvenes de la comunidad para que conozcan y ejerzan sus derechos. Foto: Daniel Gutman / IPS

Acompañamiento

Las promotoras de género comenzaron a formarse hace siete años. Se organizaron, crearon espacios de diálogo colectivo, se capacitaron y en la actualidad son unas 30. Visitan en sus casas a las mujeres indígenas y campesinas que les piden ayuda, con la misión de que reconozcan violencias que tradicionalmente han sido tomadas como naturales.

También se vincularon a abogados y en muchas ocasiones han conseguido medidas judiciales de protección para mujeres víctimas de violencia de género. Medidas que generalmente las propias promotoras deben ayudar a que se cumplan, porque en las zonas rurales es raro que haya policías disponibles.

Las promotoras forman parte de Ni Una Menos, el colectivo feminista formado en 2015 para  hacer visibles los femicidios o feminicidios, que está presente en todo el país y  ha demostrado una impactante capacidad de movilización.

En el convencimiento de que la visibilización es clave, la UST Campesina y Territorial lanzó en estos años distintas campañas de difusión para mostrar la realidad que viven las mujeres en los territorios rurales y en particular en las comunidades indígenas y campesinas.


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“De las situaciones de violencia y discriminación es muy difícil salir sola. Entendemos que la salida es colectiva. Y las promotoras son mujeres rurales que muchas veces pasaron ellas mismas por realidades difíciles y se comprometen para ayudar a otras”, dice Díaz, la activista de esa organización.

Una de ellas es Olga González,  una mujer huarpe de 53 años que vive en Lagunas del Rosario y hoy busca hablar con las mujeres más jóvenes para que no repitan  su historia.

“Estuve 30 años casi sin salir de la casa. Ni a tener familia salía, porque he pasado nueve partos y la mayoría fueron en mi casa. Solo en los dos últimos me llevaron a la sala de salud, porque tenía problemas”,  cuenta.

Olga dice que lamenta haber perdido su juventud, porque desde chica le inculcaron que las mujeres solo debían tener hijos y cuidar a su marido, que la sometía y no la dejaba abandonar el hogar salvo excepciones. Ahora sigue con él, pero ha conquistado su libertad.

González concluye: “En los últimos años, con la organización, he ido conociendo, aprendiendo sobre nuestros derechos y ya no me quedo más en mi casa. Todavía hay mujeres en la comunidad que piensan que no hay otra salida que hacer lo que el marido les manda hacer, pero yo sé que se puede cambiar”.

ED: EG

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