SÃO PAULO – La sentencia a 10 años de prisión de Jeanine Áñez, expresidenta interina de Bolivia acusada de orquestar un golpe contra Evo Morales para llegar al poder, pone en evidencia la vulnerabilidad del sistema de justicia en el país – y sirve de señal de alerta para las naciones latinoamericanas que vienen observando la debilitación de sus instituciones jurídicas en los últimos años.
El problema no es que Áñez haya sido condenada por crímenes cometidos bajo su mandato, que empezó el 10 de noviembre de 2019 cuando Morales se fue del país luego de lo que él – y muchos analistas – han caracterizado como un golpe de Estado.
De hecho, Áñez es acusada de crímenes graves, incluidos supuestas violaciones de derechos humanos al autorizar al Ejército a usar fuerza excesiva para reprimir las protestas populares de noviembre de 2019, a solo días de asumir el poder.
Como resultado, 33 manifestantes murieron y más de 800 quedaron heridos. Su decreto fue criticado por organizaciones internacionales de derechos humanos como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Por las muertes, el gobierno acusó a Áñez de genocidio.
La justicia como arma política
El problema es el historial de politización del Poder Judicial en Bolivia en los últimos años. La sentencia del 10 de junio condena a Áñez por delitos de incumplimiento de sus funciones y por violar a la Constitución boliviana, en un caso conocido como “golpe de Estado II”.
Pero el gobierno de Luis Arce, aliado y exministro de Economía de Morales, en el poder desde noviembre de 2020, también la ha acusado de terrorismo y sedición, cargos por los cuales no ha sido juzgada, denominado “golpe de Estado I”.
Lo que llama la atención es que el gobierno interino de Áñez utilizó la misma ley amplia y ambigua para emitir un orden de arresto a Morales en noviembre de 2019, acusando al popular exmandatario precisamente de terrorismo y sedición.
La decisión fue condenada por la comunidad internacional por su arbitrariedad.
“El expediente de más de 1500 páginas contra Morales, al cual tuvimos acceso, no contenía ninguna prueba de que hubiera cometido actos que efectivamente pudieran calificar como terrorismo, argumentaron César Muñoz y José Miguel Vivanco, investigador y director ejecutivo para las Américas de Human Rights Watch.
A través del mismo proceso, Áñez también investigó a más de 100 políticos del partido de Morales, el Movimiento al Socialismo (MAS). “Su gobierno ha presionado públicamente a fiscales y jueces para que actúen en defensa de sus intereses, lo que ha llevado a investigaciones penales de más de 100 personas vinculadas al gobierno de Morales y simpatizantes de Morales por sedición y/o terrorismo”, Human Rights Watch argumentó en un reporte de septiembre de 2020.
En marzo de 2021, Muñoz y Vivanco volvieron a pronunciarse, esta vez para criticar el proceso abierto por los aliados de Morales contra Áñez, en el que se le acusa de los mismos crímenes. “Del mismo modo, los cargos de terrorismo contra Áñez, que también examinamos, carecen de fundamento”, concluyeron.
Los cargos contra Áñez se dieron a pesar de que Arce, luego de su victoria contundente en octubre de 2020, afirmó no tener interés en perseguir a la oposición.
“No queremos revancha. Hay muchas cosas por hacer,” afirmó. También criticó la tendencia en Bolivia de usar los mecanismos de justicia como arma política. “No está bien judicializar la política. Afecta a la credibilidad de la propia justicia y las personas deben perder tiempo en juicios totalmente infundados”, dijo.
Para el analista político y abogado Gonzalo Mendieta, la condena de Áñez marca un nuevo capítulo en esa dinámica. Y lo ve también como un mal presagio para la región. “La democracia está en cuestión, no solo en Bolivia, sino en Latinoamérica”, argumenta.
Politización del poder judicial en América Latina
La tensión entre el Ejecutivo y el Judicial no es un fenómeno reciente en América Latina. Y tampoco es exclusivo a uno u otro lado del espectro político. Los izquierdistas Luiz Inácio Lula da Silva, expresidente de Brasil, Cristina Kirchner, vicepresidenta de Argentina, y Pedro Castillo, presidente de Perú, han denunciado ser víctimas de persecución judicial, como también lo ha hecho la ultraconservadora Áñez.
Similarmente, el uso indiscriminado de la ambigua provisión establecida en la Constitución peruana que permite destituir al presidente por “incapacidad moral” por parte del Congreso, pone en evidencia la debilidad del sistema en Perú.
Presente en la Constitución desde 1839 pero en existencia desde antes, la intención del mecanismo era darle al Congreso una herramienta para reemplazar al presidente en caso de un diagnóstico de discapacidad mental o física comprobada médicamente.
Entre esa fecha y 2000, cuando Alberto Fujimori fue destituido, la figura había sido utilizada solo dos veces.
Desde 2000, ya ha sido aplicada seis veces, solo una con éxito: contra Martín Vizcarra en 2020. Queda claro que la Constitución ha sido politizada en Perú frente a un Congreso que encontró una palabra mágica para procesar a cualquier presidente al que se oponga, que en los últimos años, han sido todos. Pedro Pablo Kuczynski, Vizcarra y Castillo, todos han respondido a juicios políticos por “incapacidad moral”.
Esos son algunos de los ejemplos más recientes que siguen preocupando. Pero la politización de mecanismos jurídicos existe desde Argentina hasta México. Expresidentes y otras figuras políticas deben ser responsabilizados por los crímenes que cometen.
La impunidad también es otra arma política mortal en América Latina. Pero los sistemas judiciales no pueden responder a los intereses del Ejecutivo. La democracia depende de sus instituciones y los líderes latinoamericanos no están haciendo su parte.
Este artículo se publicó originalmente en democraciaAbierta.
RV: EG