EL CERRITO, Colombia – Cuando el visitante recorre las llanuras del departamento del Valle del Cauca, en el suroeste colombiano, alfombras verdes dominan la vista, siembras de caña de azúcar cuyo origen es tan viejo como la demarcación misma.
Envolturas de los caminos de tierra, sus tentáculos largos atraen al convidado para perderlo entre su espesura estrecha, mientras unos pelillos dorados coronan su cresta, anuncio de la floración y la madurez de esta herbácea que en unos meses la segadora cortará a ras del suelo, para activar un proceso industrial y reiniciar un ciclo agrícola anual.
Pero la abundancia de estos altos tapetes del terreno ha dejado una huella perdurable y nociva en estos suelos, de los más fértiles de esta nación sudamericana de 51,7 millones de habitantes.
Para Irene Vélez, académica de la pública Universidad del Valle, los cambios legislativos y la apertura a azúcar importada han provocado la orientación del edulcorante al carburante.
“Una de las consecuencias de ese proceso es la mayor expansión de la frontera agrícola hacia otras regiones del país, porque las tierras son más baratas y hay otro sistema de relación entre sus propietarios y el sector agroindustrial”, analizó para IPS desde la ciudad portuguesa de Coimbra donde realiza estudios posdoctorales.
Junto con el azúcar y melazas para consumo industrial, la caña también aporta etanol o alcohol etílico, que por ley se mezcla desde 2005 en un volumen de 10 % por litro de gasolina en Colombia.
Los defensores argumentan que este biocombustible ayuda a abreviar la dependencia del petróleo, mejora el octanaje de las gasolinas, al ser oxigenante, lo que ayuda a reducir la contaminación urbana.
Pero, en contraste, un vehículo puede consumir más mezcla para un mismo recorrido por su poder calorífico menor que el de la gasolina y, a mayor cóctel, mayor emisión de los cancerígenos formaldehído y acetaldehído y de ozono, especialmente en época invernal, lo que ocasiona problemas respiratorios, según un estudio de 2007 de investigadores de la estadounidense Universidad de Stanford.
Colombia es el 15 productor mundial de caña, al proveer de 22,87 millones de toneladas del bejuco molido al año, según datos de 2021, cuando se redujo en un ligero 3 % respecto al año anterior, según datos de la Asociación de Caña (Asocaña), que agrupa a los productores de este sector agroindustrial.
En paralelo, el país refinó 396 millones de litros de etanol en 2021, 0,5 % menos que el año previo. Pero la producción interna no cubre la demanda, por lo cual importó el año pasado 64 millones adicionales, mayoritariamente de Estados Unidos, una caída de casi 400 % en comparación con un año antes, siempre según Asocaña.
Colombia es el tercer mayor productor de etanol en la región, detrás de Brasil y Argentina. Esta nación sudamericana extrae etanol de caña de azúcar y biodiésel del aceite de palma. El ramo goza de exenciones fiscales y subsidios, gracias al Fondo de Estabilización de Precios del Azúcar, que funciona desde el 2000.
Expansión problemática
La entrada del etanol en la escena energética extendió la frontera cañera en Colombia y fortificó la integración vertical de la industria.
En el valle del río Cauca, donde se concentra la mayor parte del cultivo en el país, la caña cubre más de 225 000 hectáreas, lo que “se acerca a la superficie total disponible para sembrar caña de azúcar” en la región, según Asocaña.
En la zona funcionan 14 ingenios azucareros, que cultivan directamente 25 % de los campos, mientras que compran el resto a unos 2750 productores. La plantación de las 3300 fincas que abastecen a los ingenios promedia 63 hectáreas. Además, operan 12 instalaciones cogeneradores de energía, alimentadas con bagazo de caña.
Pero esa expansión ha dejado huellas sociales, ambientales, económicas y culturales en las comunidades locales, concluyó el reporte “El monstruo verde. Perspectivas y recomendaciones del Pueblo Negro del Norte del Cauca sobre el sector azucarero en Colombia”, publicado en junio de 2021 por las organizaciones no gubernamentales Palenke Alto Cauca-PCN y el Programa de los Pueblos del Bosque, con sede en el Reino Unido.
Entre los principales impactos figuran los efectos en el suelo, ríos y aguas subterráneas por el uso de plaguicidas, como el glifosato; la compactación del suelo debido al uso intensivo de maquinaria agrícola, la erosión del suelo, las emisiones contaminantes por la práctica de quema de caña de azúcar antes de la nueva siembra, la deforestación por el aumento de la superficie sembrada y el acaparamiento de fuentes hídricas.
La expansión de plantaciones de caña a gran escala en el Valle del Cauca se han traducido en la pérdida de tierras, daños a los recursos hídricos, problemas de salud, desplazamiento y violencia.
Por una mejor convivencia con la caña
Para Carlos Molina, representante legal y uno de los propietarios de la empresa El Hatico, es posible revertir los daños ocasionados por la caña, mientras gesticuló señalando hacia el sembradío cañero en derredor.
“Si no restauramos ahora, nos vamos a quedar sin combustible. Si no cambian la situación, (los productores) van a ir a la quiebra. La solución es mostrar las alternativas y ofrecer incentivos para la transformación”, aseguró a IPS, durante un recorrido por el terreno del cultivo cañero en el municipio de El Cerrito, en el Valle del Cauca.
El Hatico es una finca de 285 hectáreas, de las cuales 110 se destinan a la producción de caña orgánica y 76 a la explotación de 245 vacas lecheras de pastoreo. Gracias a la sostenibilidad de la explotación ha logrado categoría de reserva natural.
Enfrentados ante la pérdida de ingreso por deterioro del suelo, sus propietarios iniciaron a principios de los años 90 una terapia de shock para abandonar irrigación y pesticidas y fertilizantes sintéticos, para introducir abonos naturales y otras prácticas agroecológicas.
“Hicimos una transición abrupta y eso nos costó 30 % de la producción, luego nos recuperamos. El manejo sostenible y el valor agregado mejoran los rendimientos”, rememoró Molina, perteneciente a la octava generación de productores cañeros de su familia.
Por ejemplo, una hectárea convencional requiere de unos 180 kilogramos de nitrógeno y 12 000 millones de metros cúbicos de agua al año, mientras que las necesidades de un predio orgánico son mucho menores.
El marco legal para los biocombustibles arrancó en Colombia en 2001 con normas sobre su utilización y la creación de estímulos para su producción, uso, comercialización y consumo. En 2004, otra norma amplió las condiciones para estimular la producción y comercialización de biocombustibles de origen vegetal y animal para obtener biodiesel.
Así, la introducción de la mezcla arrancó en 2005 con la combinación E10, mientras que la obtención de biodiesel inició en 2008, con una añadidura de 5 % de ese carburante.
Ese mismo año el Consejo Nacional de Política Económica y Social, que agrupa a siete secretarías ministeriales y al sector científico oficial, expidió los lineamientos para promover la producción sostenible de biocombustibles en el país y que proponen las estrategias para ese propósito.
En consecuencia, las refinerías de caña para biocombustibles arrancaron en 2006 y de las cuales seis operan en el Valle del Cauca y una en el central departamento de Meta.
En 2013, la tasa de etanol por cada litro de gasolina aumentó a 10 % y la de biodiesel, a 12 %.
Sumas y restas
La orientación cañera hacia etanol encierra una paradoja, pues el cultivo deja pasivos ambientales y el carburante reduce las emisiones de dióxido de carbono (CO2), el gas generado por las actividades humanas responsable del recalentamiento planetario.
El etanol de caña reduce 74 % de las emanaciones contaminantes, comparado con el de maíz y canola –45 % y 25 %, respectivamente–, según el estudio de 2012 “Evaluación del ciclo de vida de la cadena de producción de biocombustibles en Colombia”, patrocinado por el Banco Interamericano de Desarrollo y el local Ministerio de Minas y Energía.
Por ley, las emisiones del etanol tienen límites en el país desde 2017. Datos del no gubernamental Centro de Investigación de la Caña de Azúcar para seis ingenios indican que el promedio en 2016 se ubicó en 551 kilogramos de CO2 por metro cúbico del carburante y en 2017, 558.
Esos resultados se ubicaron por debajo del techo normativo de 924 kilogramos para 2017 y 889 para el año siguiente. En 2021, el tope se situó en 780 kilos.
El proceso fabril de la caña genera la mayor cantidad de contaminación, con 249 kilos de CO2, seguido por la siembra y cosecha (181 kilos), el tratamiento de efluentes (89) y el transporte a los centros de mezcla (39).
Biocombustibles, parte de la NDC
En su actualización de 2020 de la contribución determinada a nivel nacional (NDC, en inglés), Colombia se comprometió a reducir sus emisiones en 51 % para 2030, lo que significa bajarlas de 258 millones de toneladas de CO2 de 2015, el año tomado como base, a 169 millones, gracias sobre todo al combate a la deforestación.
Dentro de esa meta voluntaria, Colombia asumió que al menos 20 % de su matriz energética este compuesta por biocombustibles en ese año, eso sí, sujeto a apoyo financiero de los países industrializados.
La plataforma independiente Monitoreo de la Acción Climática cataloga de “altamente insuficiente” la NDC, pues necesita de otras aproximaciones, especialmente en energía y transporte. A pesar de que el transporte representa 12 % de las emisiones totales del país, las acciones de mitigación, como el despliegue de autos eléctricos, son insuficientes.
El gobierno colombiano proyecta una demanda estable de etanol entre 2022 y 2025, de unos 60 000 barriles diarios del biocombustible.
“La transición agroecológica se puede hacer en tres años, sin dramas”, resaltó el productor Molina.
Pero Vélez discrepó con esa postura.
“Viene asociado a un paquete agrotecnológico que implica semillas mejoradas que necesitan pesticidas, fertilizantes y semillas privatizadas de las empresas transnacionales. No sirve de nada pasar de caña a piña orgánica, por ejemplo. Si sigue el acaparamiento de tierras, no estamos generando la transición necesaria”, sentenció.
ED: EG