BUENOS AIRES – Cuatro de cada cinco latinoamericanos viven en ciudades, y casi 100 millones de personas viven en las principales seis megaciudades de la región. Lo que sucede allí impacta la vida y altera el futuro.
Las ciudades siempre han sido un lugar de transformación para la humanidad. Con su surgimiento, 5000 años atrás, se ampliaron los horizontes de las personas, permitiendo que las ideas circulen más rápido y se desarrollaron los principales avances de la ciencia, las artes, y la producción.
Hoy, las ciudades también son el escenario donde se enfrentan los principales desafíos que tenemos como sociedad: la desigualdad y el cambio climático. En América Latina, la región más urbana del mundo, estos desafíos se amplifican.
Ya sabemos que América Latina es la región más desigual del mundo, con países como Brasil, Colombia, Guatemala, Mexico y Panamá que alcanzan coeficientes Gini por encima del 0,50. Pero es en las ciudades donde esta desigualdad se objetiviza en forma de segregación espacial, en exclusión social y en informalidad económica.
La falta de capacidades, recursos y poder por parte de los gobiernos para dar respuestas a la hipertrofia de las grandes ciudades, ha dado lugar a que el crecimiento haya sido dominado por el mercado.
La consecuencia es una segregación voluntaria de los sectores más ricos, encerrada y privatizada; y la involuntaria de los sectores populares en asentamientos precarios, informales y en zonas de riesgo.
En el medio, resiste una clase media frágil y en retroceso. Hoy la informalidad laboral en la región supera 50 % de los trabajadores, con un porcentaje más alto para las mujeres. Asimismo, los casi 100 millones de indígenas y afrodescendientes que viven en ciudades son 30 % más pobres que el promedio de la población, y tienen unos cuatro años menos de escolaridad, enfrentando peores situaciones de hacinamiento, desalojos y violencia. La ciudad divide.
Paralelamente, el principal impacto de la región en el cambio climático global proviene de las ciudades. Tanto la concentración poblacional y el desarrollo urbano no planificado de las ciudades ha traído consecuencias dramáticas. Una causa es el consumo desmedido de recursos naturales, agua en particular, con la sobreexplotación de acuíferos, costas, etcétera.
Otra es el uso del transporte, principal aportante de CO2 a la atmósfera, y que en la región se ve empeorado por las grandes distancias a recorrer y la carencia de transporte público de calidad y el consecuente sobreuso del automóvil. El tercero es la destrucción del suelo debido a la invasión desmesurada de bosques, humedales, y la pérdida de biodiversidad. La ciudad no es sostenible.
Ambos desafíos, claro está, se encuentran completamente imbricados. Para poder dar respuesta a la emisión creciente de gases de efecto invernadero, el deterioro de los ecosistemas, y la contaminación del aire y del suelo, hay que también dar respuesta a la creciente brecha social: los sectores más vulnerables de la población viven cada vez más lejos de los centros urbanos con precarias condiciones de vivienda, falta de infraestructura y un ambiente poco sano.
Es por ello que tenemos que pensar en soluciones socio-ecológicas integrales que incluyan la reducción de consumo energético, la sostenibilidad, la reducción de las desigualdades sociales, el desarrollo de espacios habitables adecuados y la justicia ambiental.
Estas medidas deben surgir, necesariamente, de un proceso democrático para la creación de acuerdos sociales e institucionales de largo plazo. Tal como observa la reconocida urbanista Jane Jacobs, “las ciudades tienen la capacidad de proveer algo para todos, pero sólo porque, y sólo cuando, son creados por todos”.
Es decir, el tercer gran desafío que enfrentamos, y quizás el más importante, es el de construir una nueva gobernabilidad democrática. Necesitamos desarrollar la infraestructura política y los mecanismos de funcionamiento que puedan construir los acuerdos sociopolíticos que sean integrales, de largo plazo y socialmente participativos.
La clave está en modelos de gobernanza de base territorial, con participación ciudadana efectiva, institucionalizando espacios de inteligencia colectiva apoyados en redes de organizaciones, universidades y colectivos. Solo así lograremos construir los consensos para una urbanización equitativa, productiva, ordenada y sustentable que logre mejorar la calidad de vida, el orden espacial y la sustentabilidad ambiental de nuestro planeta.
La transformación es posible y las ciudades son el escenario. Así como las ciudades nos permitieron salir del neolítico, hoy pueden ser el espacio donde se construya la salida de un modelo de ciudad excluyente y determinado por el mercado. Es en las ciudades donde se concentra la riqueza, el poder de decisión y el conocimiento sobre los desafíos y las soluciones que tenemos por delante.
Este artículo se publicó originalmente en DemocraciaAbierta.
RV: EG