MÉXICO – El proyecto del Tren Maya en México ha supuesto una sucesión de absurdos a la que es muy difícil seguirle el paso.
El primero y más doloroso fue tener que repetirle a los partidarios del megaproyecto que si se lo denunciaba como proyecto inmobiliario era porque así lo describían sus encargados, no por una lectura paranoica de la situación.
El último es que, según el titular del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur), Rogelio Jiménez Pons, quienes han presentado amparos en contra de ciertos aspectos del Tren son de “extrema derecha” y no lo hacen por defender a las comunidades locales, sino por “ganas de joder a la 4T, al presidente”, en referencia a la Cuarta Transformación del país, la gran propuesta del gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
En realidad, lo que evidencian estos sinsentidos es que el Tren Maya, que va a atravesar la península de Yucatán, en el sureste de México, se está haciendo en forma muy improvisada y que a sus encargados la ley les parece una recomendación, no algo de obligado cumplimiento.
Decir que una organización como Indignación es de extrema derecha es una tontería de tal calibre que ni siquiera vale la pena darle mucho vuelo, menos aún viniendo de alguien cuya principal función es regalar al gran capital hotelero, inmobiliario y del sector global del transporte infraestructura que necesita para amasar todavía más riqueza, pero a costa de las selvas y comunidades yucatecas y cambiando oportunidades de desarrollo de gran calado por empleos precarios y mal pagados.
Los demás aspectos en cuestión, sin embargo, sí son muy delicados y pueden tener consecuencias de largo plazo.
En realidad, decir que el Tren Maya es un proyecto inmobiliario fue muestra de la miopía y torpeza de quienes lo diseñaron, porque lo inmobiliario es apenas uno de los elementos del desarrollo urbano, que es lo que el megaproyecto debería hacer y lo que ha prometido.
Esta miopía los ha llevado a pasar por alto que el desarrollo urbano, para ser sostenible e incluyente y generar mejores condiciones de vida, implica también una enorme capacidad regulatoria por parte del Estado, sobre todo a nivel municipal; que supone planes que van más allá del trazo de una vía férrea; que hacen falta procesos de consulta verdaderos y profundos que determinen los proyectos a realizarse, no hechos al vapor solamente para aprobarlos.
Por otra parte, lo sorprendente viniendo de un gobierno que en gran medida está apoyado en la izquierda política es que olvide que las obligaciones de consulta y el respeto por los programas, regulaciones y ordenamientos ambientales fueron un triunfo, precisamente, de la izquierda.
Ahí están, por ejemplo, las declaraciones de Auldárico Hernández explicando las tomas de pozos encabezadas por el propio López Obrador hace un cuarto de siglo: “Con el argumento de que el petróleo era un bien nacional, de la federación, Pemex ni siquiera nos consideraba. Ellos entraban, nos invadían, tal cual. Incluso en asentamientos ecológicos importantes. Había muchos derrames de los ductos por la negligencia y por la falta de mantenimiento”.
¿No hay mucho en esa experiencia que podría trasladarse al Tren Maya? Gobernar diferente, emprender transformaciones de fondo, implicaría seguir la senda de aquellas luchas, y no hacer solamente como que fueron un episodio pasado, de luchas importantes si van contra el PRI (Partido Revolucionario Institucional, que gobernó el país por décadas) e inaceptables si van contra el gobierno de Morena (Movimiento de Renovación Nacional).
Gobernar implica mucho más que sentarse en un palacio, y eso lo sabe bien López Obrador.
Lo que parece ignorar o haber olvidado es que gobernar para transformar un país implica transformar el Estado mismo, a quién sirve y la lógica con la que usa su capacidad coercitiva y su presupuesto.
Eso supone que para transformar un país y hacerlo más justo y más libre se debe cumplir la ley siempre, y si la ley no sirve a los más pequeños y desfavorecidos, entonces buscar que se modifique en el Congreso y que se mejoren las regulaciones, no cumplirla o violarla a capricho.
Cambiar un país para mejor es también usar el presupuesto en forma cada vez más democrática, invirtiendo en mejorar de fondo las condiciones de vida de la población y partiendo de lo local, no haciendo proyectos faraónicos mientras las clínicas de salud se vienen abajo por falta de dinero.
Este artículo se publicó originalmente en Pie de Página, de la red mexicana de Periodistas de A Pie.
RV: EG