La generación de gobernantes que ascendió en Brasil impulsada por la guerra contra la corrupción, en 2018, sufre las primeras bajas tras ensuciarse su reputación de incorruptibles y religiosos.
El gobernador del estado de Río de Janeiro, Wilson Witzel, ha sido el primero a caer. El Superior Tribunal de Justicia (STF) le suspendió de su función por seis meses, a partir del 28 de agosto, en respuesta a las acusaciones y evidencias de que su gobierno desvió grandes fondos destinados a la salud pública.
El descalabro era visible. Los servicios son precarios y de los siete hospitales de campaña anunciados para atender a los enfermos de la pandemia de covid-19, que llegó a Brasil a fines de febrero, solo dos operaron parcialmente.
Witzel se libró por poco de entrar en prisión, pero sí lo hizo el presidente de su Partido Social Cristiano (PSC), Everaldo Pereira, pastor evangélico de la iglesia Asamblea de Dios, apuntado como cabecilla del grupo corrupto y preso junto con dos de sus hijos.
Además, el gobernador enfrenta un proceso de inhabilitación por la Asamblea Legislativa, aprobado el 10 de junio por 69 de los 70 diputados y una sola abstención. Es casi imposible que evite la destitución definitiva en los próximos meses ahora que se agotaron sus intentos de bloquear los trámites del juicio político.
Otros gobernadores de la oleada ultraderechista encabezada por el presidente Jair Bolsonaro en las elecciones de octubre de 2018 también están bajo la amenaza de destitución.
Proliferan los escándalos, incluso los que involucran al propio presidente y su familia y a las iglesias que componen el oficialismo actual, destruyendo la ilusión de una nueva política, fructífera y sin corrupción.
Bolsonaro y sus socios en el poder perdieron la bandera de la anticorrupción también porque se apartaron del exministro de Justicia y Seguridad Pública, Sergio Moro, que como juez protagonizó la operación Lava Jato (autolavado de vehículos), la más exitosa en el combate a la corrupción.
Desavenencias con el presidente obligaron a Moro a renunciar al ministerio, después de haber prestado su prestigio al gobierno. El detonante de su salida fue su negativa a que Bolsonaro nombrase a un amigo suyo como jefe de la Policía Federal, dependiente del Ministerio de Justicia.
La sospecha, denunciada por Moro, es que el presidente trataba así de controlar la policía para evitar nuevas investigaciones sobre posibles delitos de su familia.
Esa creencia se fortalece en la medida que acciones presidenciales, como el nombramiento de un hombre de confianza como Procurador General de República, el cargo del jefe del Ministerio Público en Brasil, van extinguiendo la operación Lava Jato y otros mecanismos que se consideraban eficaces en la lucha anticorrupción.
La pérdida de esa bandera y de Moro, convertido en opositor, poco afectó el gobierno y la popularidad de Bolsonaro, ahora en ascenso a causa de la ayuda monetaria de emergencia por la pandemia a desempleados, trabajadores informales y pobres en general.
Esa ayuda, del equivalente a unos 115 dólares mensuales, distribuida a unos 67 millones de personas, es apuntada como el principal factor para que la aprobación del gobierno subiera de 32 a 37 por ciento en las últimas encuestas.
Se interrumpió así la caída del apoyo popular que venía sufriendo Bolsonaro a causa de su conducta hacia la pandemia, de menosprecio a las medidas de contención del coronavirus y de promoción a las aglomeraciones públicas, en contradicción con las recomendaciones epidemiológicas.
Bolsonaro disfruta de un apoyo aparentemente sólido, después de 20 meses de un gobierno sin rumbo evidente, muchos actos antidemocráticos, los más de 125 000 los muertos por la covid, la práctica desenmascarada de la mentira como arma política y muchas otras acciones condenables según coinciden analistas de diferente signo.
Su principal sostén son los militares, a los que se suman las policías de los 27 estados brasileños, que en total suman casi un millón de personas en armas. Constituyen la gran fuerza de extrema derecha en Brasil, favorecida por la gran confianza de los brasileños en las Fuerzas Armadas, según confirman reiteradamente las encuestas.
Bolsonaro es el líder que con sus 57,8 millones de votos en octubre de 2018 redimió a los militares, sacándolos del ostracismo a que fueron relegados desde el final de la dictadura militar en 1985. Eso le asegura un fuerte apoyo de todo el sector armado de la población, que tiene su propio concepto de democracia, basado en el anticomunismo.
Los demás gobernantes elegidos en la oleada conservadora de 2018 no cuentan con ese respaldo. Están pagando caro por su inexperiencia política y sus errores.
En el sureño estado de Santa Catarina, el gobernador Carlos Moisés, tal como Witzel en Río de Janeiro, no parece capaz de resistir a la amplia mayoría de los legisladores regionales dispuestos a inhabilitarlo.
Moisés es acusado de conceder un aumento salarial ilegal a los fiscales judiciales de su gobierno y también de corrupción en la compra de equipos para hospitales de campaña.
Él es miembro del Partido Social Liberal (PSL), al que pertenecía Bolsonaro durante la campaña electoral, pero que el presidente abandonó en noviembre de 2019, con la intención de fundar un partido propio, Alianza por el Brasil, lo que no ha prosperado hasta ahora.
En el otro extremo de Brasil, el estado de Amazonas, el gobernador Wilson Lima, del PSC como su colega de Río de Janeiro, escapó de un intento de inhabilitación por improbidad administrativa, al desperdiciar recursos de la salud durante la pandemia, pero sigue bajo amenaza de ocho acciones contra su caótica gestión de la pandemia.
Los tres gobernadores, principiantes en la política, solo triunfaron en las elecciones de 2018 porque se acoplaron a la campaña arrolladora de Bolsonaro, que capturó la indignación popular contra la corrupción, la degradación del sistema político y la violencia urbana, con un discurso moralista, religioso, militarista y de odio a la izquierda.
La popularidad de antiguo capitán del Ejército en su marcha hacia la presidencia de Brasil logró arrastrar al poder a muchos candidatos derechistas desconocidos. Fue decisivo también para que el PSL obtuviera 52 diputados, cuando en 2014 solo logró uno.
Pero Bolsonaro como presidente dejó de combatir la corrupción, debido al escándalo de la ilegal “rachadinha” (pequeño reparto), que empezó con su hijo mayor, el ahora senador Flavio Bolsonaro, pero se extendió a toda su familia y allegados.
Es una malversación usual, practicada por legisladores que aprovechan su derecho a contratar decenas de auxiliares para apropiarse de dinero público. Simulan emplear a varios asesores que, en realidad, no concurren al trabajo y reparten su remuneración con el patrón, entregándole la casi totalidad.
Las investigaciones, a partir de cuentas bancarias y llamadas telefónicas, revelaron fuertes indicios de que Flavio Bolsonaro, cuando era diputado en el estado de Río de Janeiro (2003-2018), practicó ese delito con muchos auxiliares, al igual que hermano Carlos, concejal en la ciudad de Río de Janeiro, y su propio padre en los largos años en que fue un irrelevante diputado nacional.
Parte de esos presuntos ingresos ilegales aparecieron depositados en la cuenta de la mujer del presidente, Michelle Bolsonaro.
Esos “pequeños” delitos no parecen por ahora arrinconar a un gobierno abiertamente militar, con oficiales de las Fuerzas Armadas en la vicepresidencia y en el comando de 11 de los 23 ministerios, que incluyen la articulación política, la salud, el ambiente, las minas y la energía, la infraestructura, la ciencia y tecnología, los correos y parte de la educación.
ED: EG