Más de 2700 toneladas métricas de basura municipal al día eran depositadas en Estructural, el vertedero a cielo abierto más grande de América Latina y el Caribe, en las afueras de Brasilia, la capital de Brasil.
Durante la mayor parte de las cinco décadas de operación del basural, los residuos que llegaban ahí no se separaron, ni fueron cubiertos ni compactados, sino que a menudo se quemaron. El basural no contó con sistemas de impermeabilización del suelo ni de captura de gases.
Como resultado, gases tóxicos contaminaban el aire y el agua alrededor del vertedero, afectando la salud de la población circundante, en particular de los 2500 trabajadores informales que sobrevivían de lo que lograban sacar del basural para revenderlo.
El vertedero fue cerrado en 2018 y reemplazado por instalaciones de reciclaje y un relleno sanitario más alejado de la ciudad.
Se calcula que con esta medida se evitará al menos 70% de las 1,4 millones de toneladas métricas equivalentes de dióxido de carbono (CO2) que el basural habría generado hasta 2050.
El destino de Estructural refleja el de otros antiguos vertederos en América Latina y el Caribe.
En la última década, se han cerrado algunos de los basurales más contaminantes de la región, incluidas enormes instalaciones en Brasil, México y Nicaragua, una política pública impulsada por grupos ambientalistas.
El cierre definitivo de este tipo de basurales es una de las herramientas clave para lograr aire limpio para todos.
Alrededor de 40% de los residuos en el mundo aún se depositan en vertederos a cielo abierto, en particular en países en desarrollo.
En América Latina y el Caribe unas 145 000 toneladas se destinan cada día a este tipo de basurales, donde la descomposición y quema de residuos genera potentes gases que contaminan la atmósfera, provocan severos daños a la salud humana y contribuyen al cambio climático.
La quema de basura es especialmente peligrosa.
Esta actividad es una de las principales fuentes en la región de carbono negro, un componente clave de partículas ultrafinas PM2.5, que no solo pueden alojarse en los pulmones de las personas sino entrar en el sistema sanguíneo y aumentar el riesgo de enfermedades cardiovasculares, respiratorias y cáncer.
Se estiman que unas 330 000 muertes prematuras en el continente americano son atribuibles cada año a la mala calidad del aire.
Los gases tóxicos que emanan de los basurales a causa de la quema afectan en particular a los trabajadores, generalmente informales, que operan en ellos y muchas veces viven en su perímetro.
Unas 250 familias en pobreza extrema vivían dentro del enorme vertedero “La Chureca” en Managua, la capital de Nicaragua, clausurado en 2016. Las autoridades municipales documentaron severas enfermedades respiratorias en esta población y una reducción de la esperanza de vida a 50 años.
La Chureca fue en su momento el mayor basural a cielo abierto de América Central y llegó a albergar más de cuatro millones de m3 de desechos.
Hoy existe ahí un relleno sanitario, una planta de reciclaje y un programa de inclusión social integral, que incluyó la construcción de viviendas para 258 familias, nuevas oportunidades de trabajo y acceso a servicios de salud.
Las personas que trabajan en los basurales a cielo abierto también se exponen a emisiones de metano (CH4) y dióxido de carbono (CO2), que se generan por la descomposición anaeróbica de los residuos. Ambos son gases de efecto invernadero, es decir, provocan el cambio climático.
El poder contaminante del metano es hasta 28 veces mayor que el del CO2, y la basura puede seguir emitiéndolo incluso años después de cerrado un vertedero.
En el otrora basurero más grande de Ciudad de México, el Bordo Poniente, clausurado en 2011, se calcula que permanecen enterradas alrededor de 70 millones de toneladas de residuos.
Cuando se decidió su cierre se pensó en instalar una planta de biogás para captar el metano producido por esa basura, lo que habría podido generar 250 GWh, es decir, suficiente energía para iluminar 35 000 hogares en la megalópolis. Pero la planta no se construyó.
Hoy existe en el lugar una instalación que produce alrededor de 90 000 toneladas de composta al año.
“Se calcula que de continuar con las actuales tendencias, los basurales a cielo abierto serán responsables de entre ocho y 10% de los gases de efecto invernadero en 2025”, señaló Atilio Savino, editor jefe del reporte Perspectiva de la Gestión de Residuos en América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), y expresidente de la Asociación Internacional de Residuos Sólidos (ISWA).
“Cerrar estos vertederos es clave para enfrentar dos de los más grandes retos que enfrenta la humanidad ahora: la crisis climática y la pandemia de la covid-19”, enfatizó Savino.
La pandemia expuso la urgencia de gestionar de manera sostenible los residuos, entre ellos los desechos sanitarios y peligrosos, para proteger la salud de las personas y la del planeta a largo plazo.
“Encontrar soluciones innovadoras para reducirlos, disponerlos adecuadamente y aprovecharlos como parte de una economía circular es clave en los planes de recuperación poscovid-19 en América Latina y el Caribe, donde solo se recicla 10 % de los residuos”, señaló Jordi Pon, coordinador regional de residuos, químicos y calidad del aire del PNUMA.
El PNUMA trabaja con los países en la búsqueda de esas soluciones a través de la Coalición voluntaria de gobiernos y organismos pertinentes para el cierre progresivo de los basurales en América Latina y el Caribe, que se estableció en el marco de la XXI Reunión del Foro de Ministros de Medio Ambiente de América Latina y el Caribe en 2018.
Las 17 naciones que son parte de la coalición “acordaron desarrollar una hoja de ruta para el cierre progresivo de los basurales y la transición efectiva hacia la gestión integral de residuos en la región. Esto va en línea con la meta de reconstruir mejor luego de la pandemia de la covid-19”, señaló Jordi Pon.
Este artículo fue publicado originalmente por PNUMA.
RV: EG