La pandemia de covid-19 ha puesto de manifiesto algunas realidades menos conocidas o sobre las que no habíamos querido pensar, y ha dejado al descubierto sus consecuencias para el derecho de las personas a alimentarse dignamente.
En sitios bien distantes que van desde Estados Unidos hasta Alemania, Gran Bretaña o España, se han reportado focos de contagio entre los trabajadores de industrias cárnicas. En Florida, Ontario o Cataluña, los brotes se han asociado a los trabajos de cosecha de frutas y verduras, los cuales también requieren de mano de obra temporal.
En buena parte de esos casos, lo que encontramos son condiciones socioeconómicas indignas, aunque no necesariamente ilegales. La reducción de precios de los alimentos se consigue con frecuencia mediante mano de obra migrante que por sus circunstancias soporta condiciones de trabajo y de vivienda que aumentan el riesgo de contagio (hacinamiento o falta de servicios de higiene).
No es que la pandemia cause las condiciones laborales deficientes y unos niveles de retribución menores de los necesarios para una vida digna, simplemente saca a la luz lo que ocurre en periodos normales.
En tiempos de pandemia, el coste de “esos ahorros” se incrementa: además de lo que sufren los trabajadores, se genera un alto coste para la población, y prueba de ello son los confinamientos locales y los miedos a los contagios en las zonas donde se producen esos brotes.
Lo que deja en evidencia la pandemia no es un tema coyuntural, sino la consecuencia de esa idea tan arraigada durante los dos últimos siglos de que la alimentación debe ser barata, en lugar de adecuada y asequible para todos.
A primera vista, parece razonable que cuanto menor fuera el precio de los alimentos, más asequibles resultaran para la población. Pero mantener a toda costa la idea de reducir el precio de los alimentos es un riesgo, ya que la economía de mercado puede no estar dispuesta a pagar el costo de los daños indeseados sobre la salud de las personas, sus condiciones de vida y la naturaleza.
Algunas prácticas que a corto plazo permiten producir a precios reducidos materias primas alimentarias, reemplazando selvas por plantaciones industriales de palma o con otro tipo de monocultivos intensivos que degradan los suelos, son destructivas con el medio ambiente.[pullquote]3[/pullquote]
El impacto también se deja ver en los millones de pequeños agricultores, pastores y pescadores que a menudo sufren inseguridad alimentaria y malnutrición, pese a producir 80 por ciento de los alimentos del mundo. También encontramos que el trabajo infantil forma parte de la ecuación que rebaja los precios de productos como el cacao.
Algunas de estas consecuencias pueden abordarse desde las políticas sociales, como las transferencias de rentas para asegurar el acceso a alimentos a grupos vulnerable, o políticas de escolarización apoyadas con transferencias de rentas para combatir el trabajo infantil.
Pero esas políticas tienen limitaciones si no van acompañadas de una toma de conciencia de los ciudadanos y un cambio de su comportamiento como consumidores.
Ciertas alternativas que conjugan normas y las dinámicas propias del mercado pueden contribuir a evitar una parte de esos efectos negativos y modificar las preferencias de los consumidores, así como las políticas económicas y alimentarias.
En las últimas décadas, los sistemas de certificación han demostrado ser herramientas útiles. Ahora bien, conviene que algunos sistemas fortalezcan su coherencia y consideren la sostenibilidad de la alimentación. Por ejemplo, determinadas denominaciones o indicaciones geográficas agrícolas se identifican con modelos de producción ecológicos y responsables, cuando la realidad es que una parte se produce bajo condiciones laborales y sociales injustas.
No podemos quedarnos como testigos impasibles. Debemos afrontar este tipo de retos. A nivel internacional, existen múltiples mecanismos de gobernanza en materia de seguridad alimentaria y mundial con este mandato. Un claro exponente es el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial (CSA), la única plataforma del Sistema de Naciones Unidas en la que participan gobiernos, sociedad civil y sector privado.
En las próximas sesiones, que tendrán lugar en octubre, se debatirá acerca de los sistemas alimentarios y los efectos de la covid-19. Puede ser una buena ocasión para que las múltiples partes interesadas avancen en dar respuesta a estos problemas mencionados desde una perspectiva y un enfoque de derechos humanos.