La reforestación de zonas áridas en África o el cuidado de bosques tropicales en América Central muestran oportunidades que tienen refugiados que huyen de la violencia para encontrar albergue, ingresos y hacer aportes a los países de acogida.
En un área de 2500 hectáreas de la sureña región Nilo Blanco, en Sudán, un millón de árboles de cuatro especies de acacias fueron plantados principalmente por refugiados que huyen de los conflictos civiles en el vecino Sudán del Sur.
“Me uní al proyecto para ganar un poco de dinero para comida y algo de ropa y para aprender nuevas habilidades sobre la plantación de árboles”, contó la refugiada sursudanesa Geal Nyakong a enviados de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Ella es desde 2014 una de los 250 000 refugiados en la región del Nilo Blanco, que tiene 1,7 millones de habitantes y áreas degradadas al cortarse los árboles para usarlos como leña o postes para construcción.
El trabajo de Nyakong es cuidar las pequeñas plántulas de acacia en un vivero que puede producir 200 000 árboles jóvenes cada año. Ella espera que esos conocimientos le ayuden en su casa o en cercanas plantaciones de cítricos.
La campaña de reforestación “promueve acceso seguro a energía de cocina para los campamentos de refugiados al tiempo que aborda los desafíos ambientales”, dijo Imadeldin Ali, oficial en la zona de Acnur, que adelanta el proyecto con la sudanesa Corporación Nacional de Bosques.
La deforestación ha sido un problema grave en la región del Nilo Blanco, y Ali dijo que el plan es establecer pequeños bosques alrededor de los nueve campamentos de refugiados existentes para compensar las pérdidas causadas a lo largo de los años.
Otra muestra de “empleos verdes” para refugiados en los que participa Acnur está en la selva del Petén, en el Parque Nacional El Mirador, del norte de Guatemala, en América Central, una de las zonas con mayor biodiversidad en el planeta.
Allí el joven Josué (nombre ficticio, para proteger su identidad), un solicitante de asilo que viene de una de las ciudades más peligrosas de la vecina Honduras, es uno de los nueve refugiados y solicitantes de asilo contratados como guardaparques.
“Cuando era pequeño miraba programas acerca de animales y naturaleza. Eran mis favoritos. Este trabajo se siente como estar en televisión”, contó Josué, forzado a huir hace tres años, cuando tenía 16, porque rehusó sumarse a una pandilla que buscaba reclutarlo bajo amenaza de pagar el rechazo con su vida.
Al este del parque, en el área protegida Dos Lagunas, Alejandro, de 21 años, también escapado de las pandillas en Honduras, cuenta feliz que ha encontrado plumas de faisán que dan cuenta de la presencia del jaguar (Panthera onca) en el Petén.
“Dejar Honduras fue difícil, pero era cuestión de vida o muerte. Me dijeron ´o te unes a nosotros o vamos por ti y tu familia´. La familia escapó primero, yo después, ahora tengo un trabajo asegurando que las futiras generaciones conozcan las plantas y animales que tenemos”, narró el joven refugiado.
Encontrar un trabajo estable “es uno de los mayores obstáculos que enfrentan las personas forzadas a huir de sus hogares, y la situación puede exacerbarse con la crisis causada por la pandemia covid-19”, observó Francisco Asturias, de la Fundación Ecodesarrollo y Conservación, que trabaja con Acnur en el Petén.
Por ello los empleos verdes representan una alivio para las personas refugiadas y solicitantes de asilo, y a la vez contribuyen con sus comunidades de acogida. Debemos olvidarnos de fronteras cuando se habla de conservación de bosques y recursos naturales”, comentó Asturias.
En lo que va de década, unas 700 000 personas se han visto obligadas a huir de sus hogares en los países al norte del istmo centroamericano, Guatemala, Honduras y El Salvador, para escapar de la violencia de las pandillas.
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