La explosión de un gasoducto en el municipio de Tlahuelilpan, en el estado mexicano de Hidalgo, parece haber volteado al pueblo de cabeza. Desesperada, la gente no deja de recorrer las calles en busca de una pista para encontrar a sus familiares. Un pueblo cuyo conocimiento en el mundo se desbordó con el estallido de gasolina el 18 de enero.
“Yo fui a alcanzar a mi papá”, cuenta Liliana Reyes, en este municipio del centro de México. “Cuando empezó a bajar la gasolina, él se fue para allá, con mi hermano y mi esposo, a traer… Entonces vi a los trabajadores de Pemex y fui a avisarles, a decirles que se regresaran, pero ya no alcancé a llegar, porque fue cuando explotó…”.
La familia de Liliana Reyes tiene vacas y pollos, dice su tía, Carmen. Todos los días suelen ir al cerro en su camioneta, para alimentarlos. Sin embargo, la última semana han hecho el trayecto a pie, porque la gasolina había estado escaseando en este municipio.
Pensaron que si recogían unos cuando bidones del combustible en el ducto que explotó se podrían ahorrar una semana de largas filas.
La comunidad, un pueblo de 30.000 habitantes en el central estado de Hidalgo, es hogar de gente que se dedica al campo, al comercio o a trabajar en la refinería petrolera de Tula, que se encuentra a solo 15 kilómetros.
Carmen Reyes Orozco, la tía de Liliana, asegura que en la comunidad de San Primitivo, perteneciente a la demarcación, son tan pobres que ni para los vicios alcanza. Según las estadísticas más recientes, 55 por ciento de los habitantes del municipio son oficialmente pobres.
Por esta comunidad cruza el gasoducto de Tuxpan, Veracruz, hacia la refinería de Tula. El mismo que este viernes se rompió y empampó los campos de Tlahuelilpan.
El “lugar donde se riega la tierra” -según su significado en lengua hñähñu-, quedó inundado de gasolina.
Desde las tres de la tarde, cientos de pobladores salieron de sus viviendas con bidones para hacerse del combustible. A las 6:50, el ducto explotó. Dejó, según las cifras oficiales, 73 muertos, 74 heridos y una cantidad aún imprecisa de personas no localizadas.
El papá de Liliana, Lorenzo Reyes, logró escapar de la explosión, pero murió unas horas después debido a las quemaduras. De su esposo, Isaac Guzmán, y su hermano, Alejandro Reyes, aún no tiene noticias.
¡Dónde está mi familiar!
Es el día siguiente de la explosión. Cientos de familiares de las víctimas salen al campo donde estalló el ducto, para vigilar cómo los peritos de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Hidalgo levantan restos de personas calcinadas.
Una tras otra, del lugar del accidente parten carrozas fúnebres llenas de cuerpos. Todas, de funerarias diferentes. Las autoridades del lugar aseguran que se dirigen a la funeraria Los Ángeles, en la ciudad de Tula, a 15 kilómetros al este. Algunos familiares, extrañados, reclaman.
“¡No queremos que las funerarias se los lleven!”. “¿Qué no tienen camionetas de Semefo -Servicio Médico Forense- suficientes?”. “¡Las funerarias sólo quieren vender cajitas!”. “¡Si fueran diputados, cada cuerpo tendría su propia camionetota!”…
La multitud grita en desorden.
«Sabemos cómo está el pedo del país, ya vieron lo que pasó con los de Ayotzinapa. Queremos saber a qué funeraria los van a llevar y no queremos que nos traigan de aquí para allá», reclama alguien más.
Los gritos son para Juan Luis Lomelí, subsecretario de Gobierno del estado de Hidalgo, quien coordina los trabajos de levantamiento de los cuerpos. Entre gritos y reclamos, el funcionario intenta dar una explicación.
Asegura que no son varias funerarias, sino que es una sola. Y que se llevan los cuerpos ahí porque no caben en el Semefo local. Dice que allá limpiarán los cuerpos, serán analizados y preparados para tomarles muestras genéticas que ayuden con su identificación.
No importa, los reclamos de la gente no se detienen en ese detalle, la desesperación los hace pensar mal de quien sea, sobre todo si es el gobierno.
Para abonar al ánimo encrespado, la gente recuerda algo que pasó la noche anterior: el Ejército enterró el ducto para sofocar el fuego. Pero los familiares de las víctimas tienen miedo de que no lo desentierren y que no puedan encontrar nunca los restos de sus familiares.
Sus nervios son entendibles; la mayoría de los que están ahí han pasado toda la noche en el descampado. Vigilando.
Lo que han visto no hace las cosas fáciles: decenas de cuerpos calcinados, esparcidos por el campo, apenas iluminados por los focos de los trabajos periciales y por una pálida luna. Muchos, petrificados en su último momento de vida, con las manos cubriendo la cara.
Un pueblo que ayuda
Desde las primeras horas de la explosión, pobladores de todas las colonias (barrios) del pueblo salieron a ofrecer su ayuda. Unos con jarras de café en la madrugada, otros, con galletas y pan; los más hacendosos, con tortas y otros platillos.
Uno de los que más llaman la atención es Pedro Servar, quien acaba de empezar su negocio: una fábrica de ataúdes. Va a donar uno de los primeros que armó, para quien lo necesite.
Además, está Gustavo, un trabajador de servicios del municipio, quien dice que su apellido es Cerati, con ánimo de no ser identificado. Asegura que desde que vio la explosión corrió a ayudar a apagar el fuego.
“Yo tengo valor, y no le tengo miedo a nada, pero ves eso y sí dices ¡no mames!, ver los bultitos así quemados… vi dos que parecían niños, abrazándose…”.
Su testimonio ayuda a tener una idea del tamaño de la tragedia.
Muchos, petrificados en su último momento de vida, con las manos cubriendo la cara.
Era un tubo de unos 24 centímetros de diámetro, con una llave de paso”, explica. “Luego, por tanta presión que traen los tubos, esas llaves se botan, y hacen que empiecen este tipo de fugas. Por eso empieza a salir tanta gasolina de los ductos”.
Del resto, se encargaron los rumores boca a boca ayudados por las redes sociales. Así, cientos de pobladores fueron saliendo hacia el lugar de la fuga, a llenar bidones con combustible, aún a sabiendas de la posible tragedia que los amenazaba.
Rosario Adriana Serrano Vázquez es otra de las pobladoras del municipio que puso todo su esfuerzo en ayudar a sus vecinos. Ella es cocinera del albergue del DIF en el pueblo, y a pesar de que hoy no le hubiera tocado trabajar, vino a cocinar ollas inmensas de chicharrón en salsa verde para darle de comer a los familiares que atiborran la presidencia municipal.
Rosario, una mujer de unos 40 años, vive en la colonia (barrio) El Depósito; que se encuentra junto a la colonia San Primitivo. Justo en medio de las dos, está el campo donde sucedió el accidente.
“No es de una persona, allá donde yo vivo, de mi cuadra, no le miento, hay al menos unos 20 muertos”, comenta sin dejar de remover el enorme cazo con salsa verde. “Afectó a todo el pueblo”, dice cabizbaja.
El huachicol en el pueblo
“Cuando yo tomo las riendas del municipio en 2016, me encuentro con que este tema ya está muy arraigado”, asegura Juan Pedro Cruz Díaz, presidente municipal de Tlahuelilpan.
Asegura que el alza en el precio de los combustibles en los últimos años ayudó a que la práctica del huachicol (toma ilegal de gasolina) fuera cotidiana para la gente.
“Muchos vecinos de la colonia Cerro de la Cruz se dedicaban a este ilícito, donde acumulaban el combustible en sus casas y de allí era vendido al menudeo, a los vecinos que se acercaba a comprarles.
«Afortunadamente no se trata de ninguna organización grande y pues, por fortuna, en el pueblo solo hemos tenido una ejecución, y no sabemos si se trata de este tema completamente”…
Lo que cuenta el presidente del municipio no parece cuadrar con el diagnóstico del Ejército, que patrulla las colonias de la zona desde hace más de cuatro meses, ni con el número de tomas clandestinas que se han encontrado durante este tiempo en los alrededores.
“Nosotros hemos hecho muchas puestas a disposición por este delito, a la PGR, pero bueno…lamentablemente tenemos una cuadrilla de 40 elementos que, dividida en dos turnos, son 20 para cuidar a 30 mil habitantes. No nos alcanza para apoyar a Pemex en la vigilancia de sus ductos…”, argumenta el alcalde.
La eterna espera
A un lado de la Presidencia Municipal del poblado está el Centro de Artes. Este fin de semana fue adaptado como centro de atención e inteligencia para los familiares de las víctimas.
Aquí es a donde las autoridades mandan a la gente desesperada por encontrar a sus seres queridos.
Gente con vasos de café en las manos, y los ojos rojos por el cansancio y las lágrimas, espera alguna información, que fluye a cuentagotas.
En las ventanas hay hojas de papel con listas de personas hospitalizadas, fallecidas y no localizadas. Adentro, oficinistas del gobierno capturan datos en sus computadoras. Afuera, una pantalla tamaño concierto proyecta la misma listas.
Aun así, la gente dice que nadie les da información.
Cerca del mediodía las trabajadoras del DIF local atinan a poner una cartulina en la entrada, donde se explica el protocolo para levantar un acta ante el Ministerio Público, y que después, a partir de ésta, se pueda hacer una confronta de información genética.
El detalle: el Ministerio Público más cercano está en el pueblo de Mixquiahuala, 11 kilómetros al norte. Y los cuerpos están en Tula, una ciudad 13 kilómetros al oeste, en una funeraria privada.
A pesar de que el presidente Andrés Manuel López Obrador instruyó apresurar los procesos de identificación genética, el avance es lento. Hasta el momento, no han arrojado ningún resultado.
«Aquí me tienes».
Este artículo fue originalmente publicado por Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie . IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.