Ochenta por ciento de las personas con discapacidad viven en países en desarrollo, concluyó un estudio de la Organización de las Naciones Unidas. Sus identidades, sus vidas y sus historias personales son distintas, no así el estigma y la falta de recursos que padecen.
Roberto, de unos 20 años se pasa las mañanas y las tardes apoyado contra la pared de un granero a un costado de un camino de los Andes peruanos mirando los automóviles pasar.
Y sino, está del lado de adentro mirando el gallinero y la ropa tendida afuera de su casa o apoyado en la pared de adentro de su casa mirando la habitación familiar, que también es cocina y comedor, así días tras día.
Roberto tiene parálisis cerebral, y como sucede con muchas personas en la región de Cajamarca, en Perú, nadie sabe qué más tiene. Tiene suerte de que su madre buscó ayuda para incentivar sus capacidades motoras, verbales y mentales, con la esperanza de que algún día Roberto pueda sentarse, caminar y hablar por su cuenta.
Pero la mayoría de las personas con discapacidades físicas o mentales en Cajamarca no reciben atención o si la buscan se encuentran con que no existe.
Gladis fue una de las que tuvo suerte. La novena de 11 hijos, nació en Cajamarca, donde debía vivir toda su vida. Pero a los tres meses recibió una inyección que tocó un nervio crucial y le dejó las piernas paralizadas. Su familia pudo llevarla hasta el hospital San Juan de Dios, en Lima, a 16 horas de autobús, donde vivió hasta los 11 años.
En ese tiempo Gladis tuvo múltiples operaciones y recibió rehabilitación y educación. Con ayuda de un apoyo de metal, dio sus primeros pasos a los 11 años.
“Pude sentir que era una persona”, comentó. “Que valía porque podía caminar”, apuntó.
Cuando regresó a Cajamarca, Gladis terminó la secundaria y estudió contaduría. Pero cuando trató de ingresar al mercado laboral, se encontró con que no había lugar para ella. Y cuando finalmente consiguió un empleo, nunca le pagaron.
Pero la situación de quienes no tuvieron su apoyo en la infancia es, como Gladis relató: “Muy triste, muy triste porque los padres no suelen ayudar a los niños. Los ponen en una esquina y les dicen: ‘no haces nada, no nos sirves, no trabajas, no eres nada’. No reciben educación ni encuentran trabajo”, explicó.
“He estado en lugares en que el niño está tirado en un lugar y lo único que tiene es un cuenco de avena”, relató.
“Había un niño que no podía mover los brazos ni las piernas, y cuando lo visité lo encontré tirado en el piso con la cabeza adentro el cuenco como un animal. Sus padres decían que ese niño era un castigo de Dios. Lo abandonaron, no le dieron comida y el niño murió”, añadió.
El estigma es un obstáculo para superar la discapacidad. Pero aún cuando los padres apoyan a sus hijos, la cuestión es dónde o cómo pueden hacer esto o aquello.
“Visite a dos jóvenes, cuya madre dejó la tierra en la que vivían para buscar tratamiento para sus hijas, pero no tiene recursos económicos ni trabajo, y la rehabilitación cuesta dinero”, señaló Gladis.
Al entrar a su casa en la ciudad de Cajamarca, le llevó un minuto acostumbrar la vista a la oscuridad, hasta que al fin descubrió un espacio reducido con piso de tierra en una de las dos habitaciones de la vivienda.
En la otra habitación, en una esquina oscura rodeada de pollos, heno y en medio del desorden estaba Carmen Rosa sentada, hundida en una silla, su atalaya, con espasmos incesantes en el torso y los brazos, imposibles de controlar. Vive, literalmente, en la oscuridad.
La imagen fue impactante, pues con los ojos siguió a los visitantes con una firmeza que no tiene su físico. Pero detrás de sus músculos incontrolables, Carmen Rosa esconde una mente brillante.
“Me encanta leer, pero cuando estoy nerviosa, no puedo”, comentó. “Me deja nerviosa, no me gusta. Estoy sentada días tras día y no puedo controlarlo. Estoy muy triste”, confesó.[related_articles]
Cuando habla, esforzándose por mantener firme su cuerpo espasmódico, Carmen Rosa respira con dificultad. Mientras, su hermana menor, María Elena, se balancea ligeramente mirando desde la otra punta de la habitación.
Carmen Rosa tiene 23 años. Nació con un cuerpo que estaba en perfectas condiciones, pero cuando cumplió los nueve empezó a perder control de sus músculos, uno por uno. Su madre dejó el terreno donde siempre vivió su familia para llevar a su familia a Cajamarca.
María Elena, con 15 años, mira a su hermana mayor sacudirse, sin miedo, más bien con una resignación estoica.
Tras vivir con miedo la llegada de los nueve por temor a perder el control de sus músculos, cuando finalmente los cumplió, descubrió que sus manos comenzaban a temblar. Por ahora se tambalea hacia adelante y hacia atrás, un sútil anuncio de los violentos espasmos de su hermana.
Carmen Rosa y María Elena son muy inteligentes y perceptivas, sin embargo, la escuela se terminó para ellas en cuanto dejaron de poder agarrar un lápiz con la mano.
Según la Confederación Nacional de Personas con Discapacidades del Perú, la educación especial para quienes tienen dificultades leves no es realmente inclusiva y para quienes tienen trastornos más graves, totalmente inexistente.
Aparte de los pocos que están en escuelas especiales, 87,1 por ciento de niñas, niños y adolescentes de Perú con discapacidades no reciben ningún tipo de educación.
En una de las pocas escuelas que atiende esas necesidades especiales en la región de Cajamarca, los niños están en aulas en las que gritan, chillan y corren desenfrenados. A pesar de los afiches llenos de mantras educativos, siempre es la hora del almuerzo, del recreo, de la merienda o de una salida de campo.
En una de las clases de primer grado que visitó Gladis, las maestras solo miraban a los niños jugar y solo les hablaban para reprenderlos cuando uno trataba de golpear a otro. Los que están en silla de ruedas, si eran empujados, quedaban mirando la pared sin hacer nada, hablando entre ellos.
Hay 485 hospitales en Perú, de los cuales solo 75 tienen servicios de rehabilitación. De esos, 45 están en Lima. No hay ningún servicio para personas discapacitadas en las áreas rurales, lo que hace que solo cinco por ciento de las personas con discapacidad reciban algún tipo de atención especial.
A pesar de las terribles perspectivas, Carmen Rosa es optimista.
“Creo que un día estaré mejor”, asegura.
“Me van a curar y podré hacer todo y estar mejor. Me gustaría más que nada ayudar a personas como yo, con discapacidades, que no tienen amigos y están tristes. Estoy triste y quiero ayudarlos”, añadió.
Traducción: Verónica Firme