Cooperación, integración y unilateralismo

Joaquín Roy
Joaquín Roy

Casi siete décadas después de la Declaración Schuman, el concepto de integración regional sigue siendo interpretado de forma diferente en la Unión Europea, Estados Unidos y América Latina.

Mientras en la UE (Unión Europea) se ha amaestrado la omnipotencia del estado que llevó a dos guerras suicidas, al holocausto, y a la división injusta de Europa, el recorrido hacia diversos experimentos de integración y cooperación regional ha sido más lento en las Américas.

En el resto del mundo presenta una feria variopinta, que algún experto compara con la oferta de multicines.

Latinoamérica ha ofrecido realidades y fracasos diversos en la formación de entes de integración, pero sin llegar a trasponer la barrera de la construcción de la supranacionalidad. Se ha mantenido religiosamente respetuosa con los tabúes de la soberanía nacional y la inviolabilidad territorial.

“Hasta aquí hemos llegado”, parecen decir como coro unánime dirigentes en el poder o con ansias de tenerlo.

Curiosamente, un aspecto fundamental del tejido interior de la mayor parte de los países de la gran familia latinoamericana es la causa principal de la ardua tarea de seguir la senda de la integración regional. La carencia de la integración nacional ha sido un obstáculo crucial para la ampliación regional.

Un número tenazmente mayoritario de países al sur de río Grande (o río Bravo) y Cayo Hueso, en Florida, siguen zapados por unos índices de pobreza alarmantes. Pero lo peor no es eso: la más pesada rémora es la desigualdad, en unos índices incluso superiores que en África y Asia.

La variante de construcción nacional que se ensayó en América Latina fue la liberal, de opción, “francesa”, de apertura a la inmigración. No se eligió la suicida variante étnica, “primordial”, “alemana”. Pero al proceder a la diaria vespertina votación que señaló Ernest Renan en “¿Qué es una nación?”, el resultado es frecuentemente negativo: una mayoría de muchos países preferirían vivir en otro.

No palpan que el estado-nación plasmado por los próceres y sus sucesores les pertenece. Se consideran expulsados, marginados, discriminados. De ese éxodo se beneficia siempre Estados Unidos, mal que le pese al presidente Donald Trump.

Es muy difícil, por lo tanto, que un país sin cohesión nacional opte por empeorarla con los experimentos de integración regional. Los dirigentes necesitan reforzar el control interior, se afanan en los intentos de reelección y lanzan temores hacia sus vecinos.

Ningún presidente que se precie está dispuesto a saltar sin red al vacío de la supranacionalidad. Y sin un Jean Monnet que les haya convencido de su error, la historia se repite. Mercosur (Mercado Común del Sur) y la Comunidad Andina languidecen.

Por su parte, Estados Unidos apenas ha explorado el terreno de la cooperación económica en alianzas débiles con sus vecinos. Pero la sique política siempre está bajo la amenaza de la supremacía de los entes centrales que no permiten su menoscabo, reduciendo su papel en el multilateralismo prudente, optando por la unilateralidad fragante.

Así se explica la imposibilidad de adhesión al Tribunal de Justicia Internacional. La posibilidad de demandas y castigos contra soldados norteamericanos por excesos cometidos en las acciones internacionales de pacificación es una pesadilla que nunca abandona a los dirigentes norteamericanos.

Esta actitud tradicional ha llegado al paroxismo con la llegada al poder del presidente Trump con su lema de “¡America, first! (América primero)”.

Se ha derribado el débil andamiaje de algunos proyectos de acuerdos comerciales (Pacífico, ahora dejado en manos de China), se repite mentalmente el fracaso de la Zona de Libre Comercio de las Américas (ahora reducida a unas cumbres trianuales), que habría glorificado la ampliación del NAFTA o TLCAN (Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte).

Se presume de haber dado la puntilla al acuerdo con Europa la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP, en inglés). La OTAN (Organización del Atlántico Norte) ha sido cuestionada. Se ha celebrado el Brexit como aperitivo de otras deserciones que suicidamente se aplaudirían en Washington en una curiosa resurrección del lema por el que “lo que es malo para Europa es bueno para América”. [related_articles]

Mientras, Europa ha seguido mostrando su modelo de integración regional al mundo, pero recientemente se ha visto atenazada por el regreso de viejos males que amenazan seriamente el progreso a una efectiva Unión: neonacionalismo, inmigración descontrolada, crisis económica.

Un liderazgo indeciso no ha ido más allá del ofrecimiento de esquemas innovadores de la arquitectura institucional, explorada por el presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker. Si tuviera suerte, pudiera llegar al nivel de decisión del mismo Jean Monnet o Jacques Delors, pero debe luchar con los frenos de seguridad aplicados por protagonistas del Consejo, cada uno compitiendo en proteger su patio particular.

Si antes las renuencias a una supranacionalidad efectiva venían de Londres, ahora la resistencia “nacional” se ha apoderado de los gobiernos de la alianza de Visegrád, compuesta por Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia.

Sin que sus argumentos se puedan interpretar como nostalgia por los viejos tiempo en que estaban sometidos a la disciplina de Moscú, ahora exigen una menor disciplina de los centros de decisión comunitarios y presentan una oposición notable a la profundización de la autoridad de Bruselas.

Este panorama dispar se viene reforzado por el débil progreso de la cooperación internacional en el resto del planeta, más allá de las alianzas ad-hoc en el terreno militar, bajo el guion del unilateralismo. China y Rusia lideran sus particulares variantes de “… first”, y todos temen los impredecibles lanzamientos balísticos norcoreanos. El mundo de Jean Monnet era más seguro.

Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. jroy@miami.edu

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