Casi tres años después de que los indígenas de El Salvador obtuvieran el reconocimiento de sus plenos derechos en la Constitución, las políticas públicas y las leyes que deben traducir en realidad la histórica conquista siguen sin aparecer en el horizonte.
La unicameral Asamblea Legislativa ratificó en junio del año pasado una reforma constitucional aprobada en abril de 2012, que generó nuevos derechos para los pueblos originarios de este país centroamericano, pero dirigentes de comunidades y organizaciones indígenas manifestaron a IPS su temor de que todo quede en “letra muerta”.
“Ha habido cambios que han estado llenos de buenas intenciones, pero falta darle orientación a esas buenas intenciones”, dijo a Tierramérica la lideresa Betty Pérez, responsable del Consejo Coordinador Nacional Indígena Salvadoreño (CCNIS). [pullquote]3[/pullquote]
En la reforma del artículo 63 de la Constitución, se establece que “El Salvador reconoce a los Pueblos Indígenas y adoptará políticas a fin de mantener y desarrollar su identidad étnica y cultural, cosmovisión, valores y espiritualidad”.
Esos principios engloban aspectos tan diversos como el respeto a sus prácticas medicinales o su derecho colectivo a la tierra y, según diputados de diferentes tendencias, “permite pagar una deuda histórica” y, al reconocerlos, comienza a sacar a los pueblos originarios “de la invisibilidad a la que fueron condenados”.
Pérez aclaró que ya comenzó un proceso de diálogo entre organizaciones, comunidades y los ministerios involucrados para ver cómo concretar las políticas públicas, pero sin avances porque no hay una visión unificada y “cada quien está caminando por su propia lógica”.
El CCNIS lucha, además, para que este país ratifique el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, el instrumento internacional que protege los derechos de los pueblos originarios. Pero no hay fecha para la discusión en el parlamento de esa ratificación.
La lideresa habló con IPS durante la conmemoración del levantamiento indígena de 1932, celebrada en Izalco, este municipio de 74.000 habitantes que fue epicentro de la revuelta y que está ubicado a 65 kilómetros al oeste de San Salvador.
El alzamiento, que buscaba mejoras en las condiciones de vida de la población originaria, fue brutalmente reprimido por la dictadura de Maximiliano Martínez (1931-1944), con un saldo de entre 30.000 y 40.000 muertos.
Los pueblos originarios salvadoreños fueron negados e invisibilizados por décadas, bajo el argumento de que, tras aquella masacre, se mezclaron con el resto de la población mestiza para no sufrir la persecución de sucesivos regímenes militares, que los acusaban de comunistas. Dejaron de hablar sus lenguas ancestrales y de usar sus vestimentas.
Por eso también existe escasa documentación o cifras actualizadas sobre su condición socioeconómica en este país de 6,3 millones de habitantes.
El Perfil de los Pueblos Indígenas de El Salvador, elaborado por el Banco Mundial, el gobierno local y organizaciones indígenas, establece que aproximadamente 10 por ciento de la población es originaria, dividida en tres grandes grupos: los nahuas/pipiles, en el centro y oeste del país, los lencas, en el este, y los cacaoperas, en el norte.
El estudio, publicado en 2003, indica que la mayoría viven de la agricultura de subsistencia en tierras arrendadas, mientras otros son peones agrícolas. Un buen número de comunidades mantienen la elaboración de artesanías propias de sus pueblos.
Especialistas y organizaciones indígenas insisten que hacer realidad el mandato constitucional requiere una política integral, con un enfoque inclusivo y el respeto a la cosmovisión de cada pueblo, al menos en educación, salud, ambiente, trabajo, desarrollo comunitario, titularidad de la tierra.
En salud, por ejemplo, se debe establecer un sistema de salud que contenga un enfoque “intercultural, que posibilite a los indígenas recibir servicios de salud adecuados y respetuosos de su cultura”, señaló en 2013 un informe del Relator especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones Unidas, entonces James Anaya, quien visitó el país el año anterior.
Ese enfoque permitiría el reconocimiento de prácticas ancestrales como las que realiza el indígena Rosalío Turush, de 88 años, en Izalco, o Itzalku en náhuat.
Aún practica la curación mediante plantas, un método que aprendió de sus ancestros, así como la eliminación del dolor con masajes en casos de fracturas y torceduras.
“La gente en aquel tiempo, como la medicina era más escasa, acudía a las plantas. Por ejemplo para quitarse una disentería, hay una planta que se llama trencillo”, explicó Turush a Tierramérica.
“Ahora por lo que más vienen a buscarme es para que les pegue una sobada para aliviarles una descompostura, una quebradura, porque todavía tengo buen tacto, buena mano”, agregó.
La reforma constitucional requiere la aprobación de las llamadas leyes secundarias que regulen los nuevos derechos, pero su avance parlamentario ha sido casi nulo.
“Si la reforma no establece mecanismos para darle vida, si los diputados no aprueban las leyes secundarias necesarias, se va a quedar como letra muerta en la Constitución”, alertó a el magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Florentín Meléndez, durante la conmemoración de la masacre en esta localidad.
Meléndez se refirió al espinoso tema del acceso a tierras colectivas de las comunidades indígenas, algo que ya establecía la Constitución con anterioridad, pero que nunca fue regulado para llevarlo a la práctica.
“Ya está reconocida la propiedad comunal, solo basta que los diputados sigan avanzando en la reivindicación de los derechos en concreto, no en el texto, sino en la realidad”, agregó.
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A finales del siglo XIX, los pueblos indígenas fueron despojados de sus tierras comunales por parte de terratenientes que ampliaban así sus plantaciones de café, el rubro en que se asentó la oligarquía del país.
Los terratenientes convirtieron a miles de indígenas y campesinos en braceros, que vivían en abyecta pobreza en las fincas cafetaleras, sembrando la semilla del descontento social que, décadas más tarde, fue un germen de la guerra civil salvadoreña (1980-1992), con un saldo de 70.000 muertos.
La revuelta de 1932 reclamó también esa usurpación de tierras indígenas.
“De allí viene eso de la masacre del 32, porque los grandes terratenientes si uno no les vendía (las tierras), ellos se las quitaban a punta de pistola”, recordó a Tierramérica otro indígena de Izalco, el artesano y músico Tito Kilizapa, de 74 años.
Pérez, del CCNIS, recordó que la reforma constitucional se retrasó una década por la oposición de grupos económicos poderosos, que temían que ella conllevase una expropiación de las tierras comunales indígenas arrebatadas en el siglo XIX u otras medidas contra sus intereses.
Esos grupos también maniobrarían ahora contra la aprobación de leyes que la concreten, en especial en materia del acceso a las tierras.
“Estamos inmersos en un sistema capitalista, tenemos grupos de poder (…) y hay elementos económicos y políticos que no le permiten al gobierno ejecutar todos esos procesos de cambio”, dijo Pérez.
Por su parte, Gustavo Pineda, director nacional de Pueblos Indígenas, de la gubernamental Secretaría de Cultura, señaló a Tierramérica que “todos estos son procesos, convertir la realidad de los pueblos indígenas implica un proceso bastante largo y no fácil”.
Para el funcionario, se parte de una realidad en que “la negación de los pueblos originales se ha dado de una forma sistemática por mucho tiempo, podemos hablar de siglos”.
Publicado originalmente por la red de diarios latinoamericanos de Tierramérica.
Editado por Estrella Gutiérrez