Es fácil dar con Saani Bubakar. Cada día, y siempre enfundado en el característico buzo naranja de los empleados de limpieza, empuja su carro por las angostas callejas de la ciudad vieja de la capital de Libia. Así han transcurrido los últimos tres años de su vida.
“Soy de una aldea muy pobre de Níger donde ni siquiera hay agua corriente”, relata a IPS el joven de 23 años durante una pausa de su labor. “Nuestros vecinos nos contaron que uno de sus hijos estaba trabajando en Trípoli, así que me animé a venir yo también”, detalla.
De los 250 dinares libios que percibe al mes (unos 154 dólares), Bubakar manda más de la mitad a su familia. El alojamiento, dice, corre a cargo del municipio. “Somos 50 en un apartamento cerca de aquí”, explica el nigerino. Asegura que volverá “pronto” a su país, no tanto por las precarias condiciones laborales sino por la inestabilidad en la que está actualmente sumida Libia.
Tres años después del levantamiento que acabó con el régimen y la vida de Muammar Gaddafi (1969-2011), Libia vive en un estado de convulsión política que ha puesto al país al borde de la guerra civil.
Hay dos gobiernos y sendos parlamentos: uno con sede aquí, en Trípoli, y otro en la ciudad de Tobruk, a 1.200 kilómetros al este de la capital. Este último cuenta con el reconocimiento internacional tras ser elegido en unos comicios celebrados el pasado 25 de junio, pero que solo contaron con 10 por ciento de participación.
Se trata de un escenario en el que luchan distintas milicias agrupadas en dos alianzas paramilitares: “Fayer (amanecer, en árabe)”, liderada por las brigadas de Misrata, que actualmente controlan Trípoli, y “Karama (dignidad)”, dirigida por Jalifa Haftar, un antiguo general del ejército libio.
La población y, sobre todo, los trabajadores extranjeros son víctimas del fuego cruzado.
“Lo peor es trabajar de noche ya que los combates en la ciudad empiezan en cuanto se pone el sol”, apunta Odar Yahub, compañero de trabajo y de apartamento de Bubakar. A sus 22 años, Yahub dice que volverá a Níger en cuanto haya reunido la cantidad suficiente para casarse. Pero probablemente tarde más de lo previsto.
“Llevamos cuatro meses sin cobrar, y sin que nadie nos haya dado una explicación”, se queja el joven, nada más descargar su cubo en el camión recolector.
Si bien la mayoría de los barrenderos son de origen subsahariano, también hay otros muchos que llegaron desde la lejana Bangladesh.
Es el caso de Aaqib, que prefiere no dar su nombre completo. Lleva cuatro años trabajando en el barrio de Souk al Juma, al este de Trípoli, y mantiene a su familia en Dhaka, remitiendo a su casa en la capital bangladeshí casi todo su sueldo de 450 dinares libios (276 dólares). Tampoco él cobra desde hace cuatro meses.
“Claro que he soñado con ir a Europa pero muchos han muerto en el mar”, explica Aaqib, de 28 años. “Únicamente iría en avión, y con los papeles en regla”, añade. Para ello necesitaría recuperar su pasaporte, en manos de su contratante.
Todos los trabajadores de limpieza entrevistados por IPS aseguraron que su documento de identidad estaba confiscado.
Desamparo
En el mismo barrio de Souk al Juma tiene su despacho Mohamed Bilkhaire, ministro de Empleo del gobierno de Trípoli, a quien no sorprende la aparente contradicción entre 35 por ciento de desocupación en el país, según sus datos, y el que todos los trabajadores de limpieza sean inmigrantes.
“Los árabes no barren por razones socioculturales, ni aquí ni en Egipto, Jordania, Iraq… Necesitamos extranjeros que se encarguen de ello”, explica Bilkhaire, que ocupa su puesto desde hace dos meses.
Respecto a los salarios de los trabajadores de limpieza, el ministro asegura a IPS que el salario mínimo en Libia es de 450 dinares y que toda cantidad inferior se debe a “subcontratas ilegales que hay que perseguir”.
Sobre la confiscación de los pasaportes, argumenta que “se guardan como garantía, porque la mayoría de ellos (los trabajadores extranjeros) quieren cruzar a Europa”.
Según datos de Frontex, la agencia responsable de las fronteras externas de la Unión Europea, de entre los más de 42.000 emigrantes que desembarcaron en Italia durante los cuatro primeros meses de 2014, 27.000 procedían de Libia.
En un informe que publicó en junio Human Rights Watch (HRW), se asegura que miles de inmigrantes permanecen retenidos en centros de detención libios donde son víctimas de torturas y violaciones constantes. [related_articles]
“Los detenidos nos han descrito cómo los guardias registran a mujeres desnudas y atacan a brutalmente a los hombres”, apunta en el informe Gerry Simpson, alto investigador de la organización humanitaria para los refugiados.
Sobre los trabajadores con contrato, como en el caso de los barrenderos, Hanan Salah, investigadora de HRW para Libia, aseguró a IPS que “la desaparición del sistema judicial en muchas regiones del país lleva a que condiciones laborales abusivas queden impunes ante la ley”.
Shokri Agmar, abogado tripolitano, habla de una “indefensión total”.
“El principal problema de los trabajadores extranjeros en Libia no es el mero desamparo legal sino el hecho de que carezcan de una milicia que les proteja”, explica a Agmar a IPS en su despacho en Gargaresh, al oeste de la capital.
Ese es, precisamente, uno de los barrios donde se congregan a diario un gran número de inmigrantes, en espera de ser recogidos para trabajar en labores de construcción.
Aghedo llegó desde Nigeria hace tres semanas. Para este joven de 25 años, Trípoli no es más que una escala entre una extenuante odisea a través del desierto del Sahara y una peligrosa travesía por mar hasta Italia.
“Hay días en los que ni siquiera nos pagan, pero otros en los que puedo sacar hasta 100 dinares (50 euros)”, explica este migrante, que sostiene una pala con su mano derecha.
El joven jamás baja la guardia porque tiene que distinguir entre dos tipos de furgonetas: las que le ofrecen un trabajo quizás remunerado, y las de la milicia local, que le llevarán a uno de los temidos centros de detención.
“Sé que podría trabajar de barrendero pero muchos de ellos llevan meses sin cobrar y tardaría demasiado tiempo en reunir el dinero para un pasaje en una de las barcas”, que transportan migrantes en forma clandestina a Italia, añade Aghedo, sin perder nunca de vista la carretera.
Editado por Estrella Gutiérrez