Justo cuando Bruselas anunciaba el retraso en el nombramiento de media docena de altos cargos de la Unión Europea (UE), llegó la tragedia del derribo del avión de Malaysia Airlines.
La prudencia del nuevo presidente de la Comisión Europea (el órgano ejecutivo de la UE), Jean-Claude Juncker, al no poder consensuar los candidatos para su equipo, obligó a seguir en su puesto al presidente saliente del Consejo (de representantes de los 28 gobiernos del bloque), Herman Van Rompuy.
Por lo menos, allí estarán hasta el 29 de agosto. No van a ser unas vacaciones solamente ocupadas en consultas a distancia, sino que el ambiente va a estar dominado por el grave incidente ucranio.
La crisis generalizada (de identidad y de eficacia) en la que está inmersa la UE ha dejado, al menos por un cierto tiempo, de estar dominada por temas “tradicionales”.
Se han difuminado las lamentaciones sobre el déficit democrático, el temor por el populismo, y la ambivalencia de Gran Bretaña oponiéndose al nombramiento de Juncker por considerarlo “federalizante”. Tampoco la presión de la inmigración parecía problema suficiente para alimentar el resurgimiento del racismo.
Por fin, el primer ministro británico, David Cameron, se tragó el nombramiento de Juncker, ante la evidencia de la sólida coalición entre conservadores, democristianos y socialistas en el nuevo Parlamento Europeo, además de la mayoría cualificada del Consejo, según las nuevas reglas del Tratado de Lisboa.
Pero las deliberaciones para acordar el nombre del nuevo Alto Representante de política exterior de la UE (para suceder a la ineficaz británica Catherine Ashton) habían cedido el escenario a otro conflicto geopolítico en el propio seno de la UE.
Ya no se trataba del divorcio entre el norte y el sur, entre los países donantes y los deudores, sino entre el oeste y el este. Se trata de uno de los daños colaterales de la ampliación de la UE que se puso en marcha desde el final de la Guerra Fría.[related_articles]
Al haber insistido el primer ministro italiano, Matteo Renzi (estrella de las elecciones legislativas europeas de mayo), en el nombramiento de la joven ministra de Asuntos Exteriores, Federica Mogherini, como posible Alta Representante, provocó la reacción contraria de los países del este.
En Polonia y los estados bálticos se expresaba resquemor por el hecho de que si al nombramiento de Juncker (luxemburgués) se unía el premio de consolación a los socialistas mediante la continuidad del actual presidente del Parlamento, Martin Schulz, y luego se continuaba con la italiana (señalada como “pro rusa”) como jefa de la diplomacia, el triunfo de la Europa fundadora de la UE resultaría escandaloso.
Por si fuera poco, se consideraba a la primera ministra danesa, Helle Thorning-Schmidt, como candidata a la presidencia del Consejo. En suma, el nuevo liderazgo de la UE quedaba dominado por la “vieja” Europa (en la terminología de Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa de George W. Bush en su paroxismo de geoestrategia).
Francia, se preveía, quedaría recompensada, como es costumbre, con decisivos puestos de comisarios de influencia económica dentro de la Comisión, además de estar bien representada en otras organizaciones mutilaterales, como es el caso de Christine Lagarde, directora ejecutiva del Fondo Monetario Internacional.
Todo esto se producía en medio del también necesario reequilibrio entre socialistas y conservadores, con el útil consenso de liberales y verdes, y todo complicado con la aparición de diversos grupos de euroescépticos y populistas de diverso origen.
Finalmente, la presión para designar a más mujeres que las ya existentes en la Comisión ensombrecía más el cargado ambiente. Juncker y sus nuevos protectores se vieron obligados a pedir un largo tiempo muerto.
En este impase estalló la crisis del derribo del avión malasio y la muerte de 298 personas que iban a bordo. Por si el ya existente estado de crisis por la anexión de Crimea no fuera suficiente, ahora se incorporaba la participación de Rusia, como protagonista de la crisis generalizada europea, un lastre que los cambios en su liderazgo intentaban suavizar.
De convidado de piedra, Putin reclama protagonismo, aunque esta vez, por error de cálculo, puede haberse excedido. Curiosamente, la confirmación de la amenaza de Moscú puede acelerar las negociaciones de la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión entre Estados Unidos y la UE, en las que se predicen dificultades.