Los conflictos sociales por la explotación minera, petrolera y gasífera le están costando a las empresas miles de millones de dólares por año. Una única compañía reportó costos de más de 6.000 millones de dólares en dos años, señala la primera investigación arbitrada sobre el peso económico de estos enfrentamientos para las industrias extractivas.
El proyecto aurífero de Pascua Lama, en la frontera entre Chile y Argentina, insumió 5.400 millones de dólares durante 10 años de protestas e irregularidades. Pero la empresa canadiense Barrick Gold no ha extraído ni una onza de oro y la obra fue suspendida en abril del año pasado por orden de la justicia chilena.
En Perú, el proyecto minero Conga, valuado en 2.000 millones de dólares, debió suspenderse en 2011 por las protestas sociales que estallaron ante el peligro de que desaparecieran cuatro lagunas de agua dulce. A partir de entonces, la empresa Yanacocha debió abocarse a construir cuatro reservorios de agua que, de acuerdo a su plan, reemplazarían las lagunas afectadas.
“Las comunidades no están impotentes. Nuestro estudio muestra que logran organizarse y movilizarse, lo que lleva a las empresas a incurrir en grandes gastos”, dijo el coautor de la investigación, Daniel Franks, de la Universidad de Queensland, en Australia, y subdirector del Centre for Social Responsibility in Mining.
“Lamentablemente, estos enfrentamientos también conducen a derramamientos de sangre y pérdida de vidas”, dijo Franks a Tierramérica.
La investigación, publicada el lunes 12 de mayo en la revista Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, se basó en 45 entrevistas confidenciales y en profundidad a ejecutivos de alto nivel de industrias extractivas (mineras y energéticas) que operan en todo el mundo.
También está disponible un informe especial, basado en la investigación, sobre los costos de los conflictos entre comunidades y empresas del sector extractivo.
“Queríamos documentar los costos del mal relacionamiento con las comunidades. Las empresas no están completamente conscientes del problema, y solo algunos inversores conocen el alcance de este riesgo”, dijo Franks.
“Si a las compañías les interesa asegurar sus ganancias, deben adoptar estándares ambientales y sociales de excelencia y colaborar con las poblaciones”, añadió.
La inversión en construir un buen relacionamiento con las comunidades es mucho menor que el enfrentamiento. La gente no se opone al desarrollo en general. A lo que se opone es a tener muy poca participación y control en la forma que adopte ese desarrollo, argumentó el investigador.
“Buscamos un desarrollo que beneficie a los pueblos indígenas y no solo al cuñado de alguien”, dijo Alberto Pizango, presidente de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), que representa a 1.350 comunidades indígenas de la Amazonia de Perú.
“Los indígenas tienen algo que decir sobre el desarrollo armonioso con la naturaleza. No queremos un desarrollo que destruya nuestra amada Amazonia”, dijo Pizango a Tierramérica desde Lima.
Pizango ha resistido activamente la concesión, efectuada por el gobierno a empresas extranjeras, de tierras ancestrales de los pueblos nativos.
Esa lucha se volvió violenta el 5 de junio de 2009, cuando el desalojo policial de una vía bloqueada terminó con 24 policías y 10 civiles muertos en la selvática localidad norteña de Bagua.
Los indígenas se habían movilizado para protestar contra 10 decretos legislativos, considerados inconstitucionales, promulgados por el gobierno para promover la inversión privada en territorios aborígenes.
El miércoles 14 comenzó en Bagua un juicio contra Pizango y otras 53 personas por incitación a la violencia y otros 18 delitos relacionados con esa masacre.
“No teníamos opción y pensamos que nuestras protestas fueron justas. Pero el precio fue muy alto. No queremos que esto se repita. Queremos pasar de la gran protesta a la gran propuesta”, dijo Pizango, quien puede enfrentar cadena perpetua si resulta condenado.
La investigación publicada en Proceedings muestra que la violencia que estalló en Bagua pudo haberse evitado si las autoridades y las empresas hubieran reconocido los derechos indígenas y trabajado con ellos.
“Con gran pena debo decir que eso todavía no sucede en Perú”, añadió Pizango, quien ni siquiera estaba en Bagua cuando se desencadenó la violencia.
Mientras tanto, el Ministerio del Ambiente ha solicitado al dirigente y a la Aidesep que colaboren con la planificación de la cumbre de cambio climático de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que se celebrará en Lima a fines de este año. Pizango espera que esa conferencia permita mostrar al mundo que los pueblos indígenas pueden proteger los bosques y el clima.
Reparar las relaciones entre las comunidades y las empresas y los gobiernos es difícil, dijo Rachel Davis, integrante de la Iniciativa de Responsabilidad Social Corporativa de la estadounidense Universidad de Harvard.
“Es mucho más complicado reconstruir un vínculo destruido con una población local; las relaciones no pueden ‘retroajustarse’”, dijo Davis, coautora de la investigación.
Franks compara la situación con un divorcio. Muy raramente las parejas divorciadas vuelven a contraer matrimonio.
Las principales corporaciones mineras parecen estar entendiendo este asunto y están aplicando los Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos de la ONU y adoptando el Marco de Desarrollo Sustentable del Consejo Internacional de Minería y Metales, dijo Davis en un comunicado.
Pero este no es el caso del sector de hidrocarburos. “Tienen una cultura muy diferente. No están acostumbrados a tratar con las comunidades”, dijo Franks.
El estudio muestra que el ambiente y el agua son los grandes disparadores de tensiones y enfrentamientos.
Y ya que actividades como la fractura hidráulica para extraer gas y petróleo no convencionales están en aumento y afectan las existencias de agua, se puede predecir que nos esperan grandes conflictos, sostuvo Franks.
“Es un buen informe, pero no aborda un aspecto más amplio, las presiones económicas y políticas para impulsar rápidamente los proyectos”, opinó el activista Jamie Kneen, de la organización no gubernamental canadiense MiningWatch Canada.
Los accionistas quieren grandes retornos para sus inversiones y los gobiernos quieren sus regalías e impuestos lo antes posible. Todo eso hace que las corporaciones tengan menos interés en hacer concesiones o en tomarse tiempo para hallar alternativas que resulten aceptables para las poblaciones locales, dijo Kneen a Tierramérica.
“Las empresas ya saben que va a haber problemas. Por lo general se juegan a que ningún conflicto llegue a ser notorio e intentan ocultar este riesgo a los inversores”, indicó.
Además, no todos los conflictos son evitables, añadió. “Algunas comunidades no aceptarán jamás ningún tipo de riesgo de contaminación de su agua”.
Artículo publicado por la red latinoamericana de diarios de Tierramérica.