En días recientes Cuba ha sido testigo de dos acontecimientos que acercaron mucho más a la isla al contexto caribeño y latinoamericano del cual, por años, se vio distanciada luego del triunfo revolucionario de 1959, un cambio político que llevaría al país a la expulsión de la Organización de los Estados Americanos, el bloqueo económico y financiero estadounidense y un dramático aislamiento continental.
La celebración de la II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en La Habana, el 28 y 29 de enero, resultó un espaldarazo considerable en ese proceso de integración, cuando 33 mandatarios de la región visitaron el país y se reunieron con sus dirigentes.
Algunos de ellos fueron testigos de la inauguración de la primera fase de la zona económica especial de El Mariel, dotada de un puerto considerado el mayor del área del Caribe y donde funcionará un enclave con leyes de zona franca para el comercio y la industria nacional y extranjera.
El de la Celac fue un cónclave en el que se habló de democracia y respeto de los derechos humanos, según son entendidos por muchos países de la región, que llevaron sus conceptos a esa declaración final leída por el presidente cubano Raúl Castro: «Fortalezcamos nuestras democracias y todos los derechos humanos para todos”, dice el texto.
Pero, apenas concluido el cónclave regional, un equipo cubano de béisbol partió hacia isla Margarita, Venezuela, para participar en la histórica Serie del Caribe, un torneo del que los clubes cubanos fueron fundadores y máximos animadores, allá por las décadas de 1940 y 1950, y del cual resultaron excluidos a partir de 1961.[pullquote]3[/pullquote]
Para que Cuba volviera a estos clásicos hubo que contar incluso con la anuencia de los directivos de la organización de las Grandes Ligas del Béisbol de Estados Unidos y hasta del Departamento del Tesoro, pues la mayoría de los jugadores de los otros países participantes (México, Venezuela, Puerto Rico y República Dominicana) pertenecen a franquicias del poderoso circuito beisbolero estadounidense.
Estos dos hitos resquebrajan la lejanía de Cuba respecto de la región e incluso el dilatado bloqueo estadounidense a la isla, políticamente ineficiente, económicamente desgastante para los cubanos de a pie y condenado por años en la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Todo esto le da un espaldarazo político al gobierno cubano. Obras como la de El Mariel, mientras tanto, le confieren esperanzas económicas a un país cuya estructura comercial debió ser refundada hace dos décadas, luego de la desaparición de la Unión Soviética.
Más recientemente, la Unión Europea (UE) ha anunciado un posible cambio en su relación política con la isla, un nuevo acuerdo que mejorará los vínculos entre las partes y la cooperación del bloque, casi reducida a cero, pero siempre con la condición europea de que en Cuba mejore la situación de los derechos humanos referidos a la libertad de expresión y asociación, entre otros.
Si bien el problema de los derechos humanos en Cuba siempre es un punto álgido en el que cada parte (la foránea y la oficial cubana) esgrime sus propios argumentos, en el fondo, el más acuciante y pesado de los problemas cubanos no se resuelve con mejores relaciones políticas regionales o globales, ni con juegos de béisbol cargados de simbolismo deportivo y político, aun cuando declaraciones y aperturas diversas siempre ayudan.
Tampoco se soluciona con la pertenencia a bloques político-económicos como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), por mucho que estos también puedan ayudar.
El problema es que la gran asignatura pendiente de la isla caribeña está en su funcionamiento y desarrollo económico interno, que ni siquiera la política de cambios realizados al calor de la “actualización del modelo económico”, como se le ha llamado, ha logrado concretar.
Con discretos crecimientos anuales de alrededor de dos por ciento debidos sobre todo a la exportación de servicios (médicos en su mayoría), más que a incrementos en la producción y la productividad, resulta difícil superar la dependencia de las importaciones (la de alimentos ronda 80 por ciento) y concretar el mejoramiento de las condiciones de vida de los habitantes, agobiados a lo largo de más de dos décadas por los embates de una crisis que tuvo sus fosos más profundos en los años de 1990, pero que no deja de asolar a los cubanos.
Para el país es imprescindible su integración a la región y al mundo.
Pero para los ciudadanos es una urgencia que se logre una relación realista entre salarios y costo de la vida, que la lucha cotidiana por la supervivencia no se lleve el grueso de sus energías e inteligencia y que el acceso a Internet no sea una concesión o un lujo sino un derecho asequible.
Que se fomente una inversión extranjera capaz de modernizar la infraestructura de una nación tecnológica e industrialmente envejecida, que se generen empleos bien remunerados y que se haga efectiva una apertura de la opinión crítica capaz de analizar y juzgar desde diversas perspectivas los problemas de la sociedad.[related_articles]
Que no se quiebre el realismo económico con medidas como la de pretender vender autos a cinco, seis veces el precio máximo que podrían alcanzar en el mercado internacional (esos autos que apenas han sido comprados y que deberían poder adquirir, por ejemplo, esos necesarios inversores extranjeros y los profesionales cubanos que con sus servicios en medio mundo generan las más sólidas ganancias que recibe el país), etcétera, etcétera…
En fin, que la integración se revierta en normalidad, productividad, discusión y posible solución de problemas enquistados en el modelo político cubano.
Porque, junto a la necesaria integración, esa normalidad que permite forjar programas de vida y mirar hacia el futuro (algo imposible en la Cuba de hoy) podría ser, y de hecho es, el anhelo de muchos cubanos: tener un país normal que, desde ese estado de equilibrio, consiga la aspiración de un desarrollo justo y sostenible y, sobre todo, de una vida más sosegada y próspera. Simplemente normal.
* Leonardo Padura, escritor y periodista cubano, galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2012. Sus obras han sido traducidas a más de 15 idiomas y su más reciente novela, «Herejes», es una reflexión sobre la libertad individual.