Frente a una tienda habanera donde se expenden productos en divisas, varios vendedores informales ofrecen a los presuntos clientes productos deficitarios: pámpers (sic), pintura, baterías de automóviles, lo que sea que haya habido y ya no haya.
En una zona bastante exclusiva de la playa de Varadero, el principal polo turístico cubano, una horda de vendedores de caracoles recorre la costa ofreciendo a los visitantes su mercancía.
Frente a mi casa, cada mañana, pasa un hombre que anuncia vender tanques de agua.
En una parada de ómnibus alguien practica un negocio que se ha ido generalizando en la ciudad: cambiar un peso por ochenta centavos en fracciones, pues de esta forma el que vende el peso puede pagar el pasaje de dos ómnibus y el que compra el peso gana 20 centavos… o sea, negocio redondo para ambos participantes… aunque para disgusto de los choferes y cobradores que se quedaban con los 60 centavos que debían devolver.
Como esos, muchos son los “oficios” alternativos o informales que han ido apareciendo por esta isla en los últimos años. La mayoría de quienes los ejercen son jóvenes que han encontrado en los rincones mal alumbrados de la sociedad formas más lucrativas de ganarse la vida que las ofrecidas por los sueldos del Estado, el mayor empleador del país.
Con estos oficios o negocios (que llegan a los extremos éticos del ejercicio de la prostitución) una persona puede obtener las ganancias necesarias para arreglarse la supervivencia de un modo mucho más satisfactorio que con un simple trabajo formal.[related_articles]
Los oficios informales existen en todo el mundo. Pero proliferan, sobre todo, donde existen problemas de pobreza y desempleo. En Cuba casi desaparecieron por décadas, en parte por razones económicas y en parte por compulsión social.
El resurgimiento y auge de estos modos de ganarse la vida tiene como causa económica la desproporción entre salarios y costo de la vida, y como principales protagonistas a jóvenes. Son personas en muchos casos todavía en edad escolar (pre o universitaria) que han optado, o se han visto obligados a optar, por la calle en lugar de un pupitre.
En cualquiera de los dos casos (la opción obligatoria o voluntaria) sobre ellos ha influido la pérdida de prestigio social y de capacidad económica que significa ser un trabajador o, incluso, un profesional.
Ellos saben que entre los universitarios solo quienes logran trabajar cerca de una fuente de divisas de la cual puedan beneficiarse, transitan la vía para tener una vida desahogada. Pero, por una u otra de las opciones barajadas, han decidido no jugar esa ruleta rusa, sino resolverse el presente por la vía del menor esfuerzo.
Hace unos meses me preguntaba en una crónica qué podía pensar de la vida el joven de 17, 18 años que cada mañana se plantaba en la acera de mi cuadra a vender ajos y aguacates. Me hubiera gustado saber, decía, qué expectativas de futuro tenía. O, mejor aún, si tenía idea de lo que era poseer expectativas de futuro. El hecho de ganar en un día 100 pesos sin robarle a nadie parecía satisfacer a ese joven que ganaba cinco veces más que un médico con consultas, guardias y responsabilidades profesionales.
Por tal motivo el número de “informales” crece, y diría que lo hace por día.
Afortunadamente, sus oficios dependen de la habilidad, la ineficiencia de ciertos mecanismos estatales, la corrupción, la escasez. Y digo afortunadamente, porque aún hoy muchos de ellos no transgreden ciertas fronteras tras las cuales existe un enorme peligro, para ellos y para el resto de la sociedad.
Observando el paso de los vendedores de caracoles de Varadero, no pude dejar de preguntarme qué harán en cierto momento algunos de esos jóvenes desclasados si su actividad deja de ser posible o rentable.
Esa escuadra que hoy recorre la playa, ¿en qué puede derivar en un futuro? Lo mejor sería que encontraran una forma decorosa y suficiente de ganarse la vida, lo cual significaría una revulsión profunda en el cuadro económico en el que nacieron y han vivido por más de dos décadas.
¿Y si no la encuentran? Pues entonces se convertirían en caldo de cultivo para las actividades que están detrás de esas fronteras peligrosas.
Para evitar esa caída, por supuesto, no sería suficiente la represión legal y policial, pues apenas sería una solución momentánea.
Se impone crear alternativas viables, porque no me imagino a muchos de esos jóvenes convertidos, digamos, en agricultores o en albañiles afiliados a una cooperativa en la cual las ganancias dependerán del trabajo puro y duro, muchas horas bajo el sol, la presión de sus colegas y la obligación de entregar al fisco algo así como la tercera parte de sus beneficios.
Quizás para muchos de esos informales el tiempo de la superación ya ha pasado y, para siempre, están destinados a moverse en los fosos de la sociedad, haciendo los trabajos más sucios y peor pagados, o saltando directamente a la criminalidad en cualquiera de sus muchas formas existentes.
Y esas posibilidades me dan pena por esos jóvenes y terror por el resto de los ciudadanos que en ese futuro posible conviviríamos con ellos.
Leonardo Padura, escritor y periodista cubano, galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2012. Sus novelas han sido traducidas a más de 15 idiomas y su más reciente obra, «El hombre que amaba a los perros», tiene como personajes centrales a León Trotski y a su asesino, Ramón Mercader.