Los tractores y máquinas con las que hacendados y otros grandes agricultores bloquearon carreteras el viernes 14, en más de 10 puntos desde el norte al sur de Brasil, subrayaron el poder económico del sector que se alzó contra la demarcación de tierras indígenas.
La presencia de senadores y diputados en las protestas señala el creciente poder político de los llamados “ruralistas”, que frecuentemente imponen derrotas parlamentarias al gobierno que, nominalmente, disfruta de amplia mayoría en el Congreso Nacional legislativo.
El “paro nacional” de actividades convocado por el Frente Parlamentario Agropecuario movilizó unos pocos miles de personas en algunos lugares y centenares en otros, pero es solo parte de una ofensiva de los hacendados contra la creación de nuevos territorios indígenas o la ampliación de los ya existentes.
Modificar la Constitución de 1988, que asegura a los pueblos indígenas el “usufructo exclusivo” de tierras que ocupaban tradicionalmente, en una extensión suficiente para su “reproducción física y cultural”, es el mayor objetivo de los ruralistas, que en 2012 ya lograron revisar el Código Forestal, en beneficio propio y en desmedro del ambiente.
Otras medidas reclamadas, como la participación de los ministerios de Agricultura y de Desarrollo Agrario y de centros de investigación agrícola en el proceso de demarcación, apuntan a contener el reconocimiento de nuevas reservas indígenas.
Componen “un retroceso completo”, según Marcos Terena, funcionario de la Fundación Nacional del Indígena (Funai), el organismo gubernamental responsable de la política para el sector, y veterano líder de luchas por la afirmación y autonomía de los pueblos originarios.
Para los ruralistas se trata de “una disputa patrimonial”, desean expandir el gran negocio agropecuario como siempre, adueñándose de tierras públicas, en áreas no ocupadas o atribuidas a la conservación y a pueblos tradicionales, sostuvo Marcio Santilli, experto del no gubernamental Instituto Socioambiental y expresidente de la Funai.
Por eso buscan definir como simple conflicto agrario el caso de tierras identificadas como indígenas que incluyen predios privados, que son legalmente inadmisibles y condenados a la evacuación.
En numerosas ocasiones son posesiones ilegales, pero en el occidental estado de Mato Grosso do Sul, muchos hacendados tienen títulos de propiedad válidos, concedidos por anteriores gobiernos. Allí, gran cantidad de conflictos se prolongan desde hace décadas y se volvieron cruentos.
Ese estado ganadero y gran productor de soja concentró 57 por ciento de los 560 asesinatos de indígenas ocurridos entre 2003 y 2012 en Brasil, según datos del Consejo Indigenista Misionero (CIMI), vinculado a la Iglesia Católica.
No todos los homicidios se deben a disputas por la tierra, pero la matanza refleja la absoluta asimetría en la confrontación entre los ruralistas e indígenas.
Las muertes violentas no impidieron que una explosión demográfica inimaginable tres o cuatro décadas atrás, cuando la población indígena parecía amenazada de extinción. En los años 80 se estimaba que en Brasil solo quedaban algo más de 200.000 integrantes de los pueblos originarios.
En el censo de 2010 se declararon indígenas 896.917 personas, el triple que en 1991, cuando pasó a incluirse esa categoría entre las opciones étnicas, para autoidentificación de las personas empadronadas.
La sola natalidad no triplicó la población. El reconocimiento de la Constitución de 1988 de los derechos de las minorías étnicas estimuló un renacimiento indígena, que hizo recuperar la identidad, aun viviendo fuera de sus aldeas originales.
De los autoidentificados en 2010 como indígenas, 36 por ciento viven en ciudades. Hay “aldeas urbanas” indígenas en varias de ellas, como Campo Grande, capital de Mato Grosso do Sul.
La resurrección alimenta avances en la educación indígena, a veces con el rescate de la lengua originaria, en las raíces culturales y en la adopción de nuevas tecnologías.
En unos 10 años, “un factor nuevo” determinará el desarrollo de los pueblos indígenas y sus relaciones con la sociedad envolvente, pronosticó Terena. “Son los doctores indígenas”, que se están formando en las universidades, “sin perder su cultura propia”, especialmente en el sur de Brasil, detalló.
Este ciclo representó un vuelco en la historia brasileña de etnocidio desde la llegada de los colonizadores portugueses en 1500, cuando se estima que cinco millones de indígenas habitaban el actual territorio nacional. Pero ahora afronta nuevas amenazas.
Además de los ruralistas, que buscan cerrar las instituciones que alimentaron el renacimiento indígena, grandes proyectos de infraestructura en la Amazonia tienden a alterar las condiciones tradicionales en que viven varios pueblos originarios.
La construcción de decenas de centrales hidroeléctricas, planificadas para los ríos de la cuenca amazónica en los próximos anos, está intensificando las batallas entre indígenas, las empresas constructoras y el gobierno.
A las repetidas invasiones indígenas de plantas de la hidroeléctrica de Belo Monte, en construcción en el río Xingú, un gran afluente del Amazonas, en el norteño estado de Pará, corresponde un recrudecimiento de la represión policial.
Ese clima de exasperación culminó con la muerte de Oziel Gabriel el 30 de mayo, aparentemente provocado por un disparo de la policía en el municipio de Sidrolandia, en Mato Grosso do Sul.
La tragedia ocurrió durante una operación policial, ordenada por la justicia, para retirar centenares de indígenas que habían ocupado una hacienda, identificada como parte del territorio tradicional de los terenas hace 13 años. Contrapuestos fallos judiciales y dificultades para indemnizar el propietario van dilatando el proceso.
La correlación de fuerzas y la prioridad que concede el gobierno al desarrollo económico son totalmente adversas para los indígenas. Pero ellos cuentan con la Constitución, convenios internacionales y una opinión pública internacional que defiende la diversidad humana.
Con la conciencia y los valores hoy consolidados, “la sociedad brasileña no permitiría retrocesos en los derechos reconocidos en la Constitución”, confía Paulo Maldos, secretario nacional de Articulación Social del gobierno brasileño, cuya función ya lo llevó a peligrosas negociaciones con grupos indígenas rebelados.
La repercusión negativa desestimula actos antiaborígenes. Cada indígena asesinado, como Gabriel, se convierte en un mártir que realza la resistencia de sus pueblos. Por eso es posible que esa muerte neutralice, o por lo menos modere durante algún tiempo, la ofensiva ruralista contra territorios ancestrales.
En el país, según datos de la Funai, hay más de 450 territorios indígenas en proceso de demarcación, que suman más de 100.000 hectáreas, mientras otro centenar de territorios están en fase de identificación.