Establecido en una estrecha calle de un tranquilo barrio de Kabul, el Centro Sanga Amaj de Tratamiento de Mujeres es el único de su clase en Afganistán. Lleva el nombre de una periodista de 22 años asesinada en 2007 y atiende en exclusiva a la enorme población femenina adicta a las drogas en esta ciudad.
Por respeto a la privacidad de sus internas, el Centro no revela ubicación y controla estrictamente todas las visitas. Aquí, personal amable y profesional, vestido con delantales blancos, asiste a 25 mujeres y a igual cantidad de niños y niñas de entre cinco y 11 años, que pasan la mayor parte del tiempo en una cómoda sala de juegos.
Toda la institución se divide en dos pisos, y cuenta con dormitorios con 12 camas cada uno y una serie de habitaciones comunes.
Pero tras este entorno limpio y agradable están las circunstancias desesperantes que trajeron a quienes viven en el edificio.
La mayoría de las mujeres internadas dicen que empezaron consumiendo opio y hachís, pero que recurrieron a drogas más duras como la heroína para poder hacer frente a “las penurias económicas, la violencia familiar o los problemas psicológicos”, indica a IPS una de las jóvenes coordinadoras del lugar, Storai Darinoor.
“En muchos casos, los esposos introducen a sus esposas en el consumo de drogas, a menudo por la fuerza. Y cuando uno de los dos padres es adicto, los hijos generalmente se vuelven adictos también”, agrega.
Las mujeres y los niños tienden a preferir la ingesta oral de drogas, pero el Centro descubrió que un interno de 11 años había usado inyecciones.[pullquote]3[/pullquote]
Aunque las mujeres que se tratan aquí se niegan a hablar con IPS, miembros del personal dicen que las pacientes admitieron haber consumido heroína como “medicina” para aliviar las tensiones de la vida cotidiana.
“Las madres les dan opio a sus hijos pequeños para mantenerlos tranquilos, mientras que los hijos más grandes, además de consumir drogas por sí mismos, abastecen a sus madres”, explica Darinoor.
Según ella, 80 por ciento de las mujeres adictas recurrieron a drogas cuando volvían al país procedentes de Irán y Pakistán, donde habían vivido como refugiadas mientras duró el régimen del movimiento extremista Talibán (1996-2001).
El Centro Sanga Amaj es financiado por el programa de consejería sobre drogas del Plan Colombo, una iniciativa respaldada por Estados Unidos y diseñada para coordinar estrategias tendientes a reducir la oferta y la demanda de narcóticos en Asia, pero solo cuenta con recursos para brindar la terapia más básica.
“El tratamiento suele durar 45 días”, dice a IPS el director de la institución, Huma Mansouri . La terapia se inicia con un período de desintoxicación de 10 días.
“Luego administramos dosis diarias de buprenorfina (un opiáceo semisintético), dado que no tenemos acceso a metadona”, explica.
[related_articles]Cuando esto resulta inadecuado para frenar los síntomas severos de la abstinencia –llorar, gritar o golpearse la cabeza contra la pared– los miembros del personal recurren a la “terapia del agua”: breves duchas frías que ayudan a las pacientes a relajarse.
Tras los primeros 10 días, la medicación se limita a dosis diarias de vitaminas. El resto del tiempo se dedica a la rehabilitación, asistiendo a sesiones de concientización sobre los efectos perjudiciales del uso de drogas y a clases sobre diferentes temas, como salud, psicología y religión, “porque el consumo de drogas está prohibido en el Islam”, dice Mansouri.
Luego las mujeres pasan a un programa vocacional de tres meses, en el que aprenden a coser y se capacitan en informática, lo que les abre oportunidades de empleo cuando dejan el Centro.
Después, uno de los 12 miembros del personal del lugar es asignado a “seguir” a las mujeres durante dos años, realizándoles visitas domiciliarias semanales, ofreciéndoles apoyo o consejos, y brindándoles orientación psicológica gratuita.
No todas las mujeres tienen un lugar al que ir cuando les dan de alta. Algunas son abandonadas por sus familias a causa de su adicción y no tienen ninguna manera de mantenerse solas. Cuando es posible, el Centro contrata a expacientes como limpiadoras.
Pero hasta la fecha, el Centro ha tratado a unas 1.100 mujeres, de las cuales “solo 145 han sufrido una recaída”, dice Darinoor.
La vasta mayoría de las mujeres en Afganistán no tienen acceso a ese tipo de tratamiento, y a menudo pasan el resto de sus días enredadas en un ciclo de violencia y pobreza que su adicción agrava.
Según un estudio realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) en 2010, la última vez que se recabaron esos datos, aproximadamente un millón de afganos de entre 15 y 64 años eran adictos a las drogas. La cifra representa tres por ciento de la población del país.
Se estima que 120.000 de estos adictos eran mujeres, y alrededor de 60.000 eran niños.
Los expertos atribuyen estas cifras funestas a numerosos factores, entre ellos un desempleo de 40 por ciento y un aumento en el cultivo de adormidera. Se estima que en 2012 se dedicaron 154.000 hectáreas de tierras agrícolas exclusivamente a esa planta de la que se extrae el opio.
La Evaluación de Riesgos del Opio en Afganistán 2013, de la ONUDD, prevé que el cultivo en las principales áreas dedicadas a la adormidera, como las sureñas regiones de Helmand y Kandahar, y las norteñas provincias de Herat, Faizabad y Badajshán, aumentará aún más en los próximos años.
El país, que en 2001 suministraba alrededor de la mitad de la heroína de Europa, ahora abastece 90 por ciento de los opiáceos que se consumen en el mundo, lo que lo convierte en el mayor productor por lejos.
Se estima que 26 por ciento del producto interno bruto afgano procede directamente del comercio de narcóticos que, según el informe de la ONUDD, está “fuertemente” ligado a la inseguridad económica y a la falta de promoción agrícola.
Aunque Afganistán tiene una larga historia de uso de opio, y muchas familias del norte consumen dosis moderadas para poder trabajar muchas horas, los niveles de adicción no eran tan elevados hasta la invasión liderada por Estados Unidos en 2001, que expulsó a grupos de muyahedines de las ciudades.
Estos se instalaron en las áreas rurales, donde tomaron el control de cultivos de adormidera y establecieron “centros de producción y laboratorios a lo largo de la frontera norteña”, dice a IPS el director de Nejat, uno de los pocos centros de rehabilitación de drogadictos en Kabul, Tariq Suliman.
Las mujeres que abusan de las drogas son una “población oculta” en sus hogares, lo que a su vez alimenta una cultura de violencia contra los hijos y los empuja, también a ellos, a la adicción.
Expertos sostienen que, a menos que el gobierno destine más dinero a la creación de entidades como el Centro Sanga Amaj, miles de mujeres no podrán esperar un futuro mejor.