Un atajo entre el campo brasileño y el almuerzo escolar

Entre la finca de Maria Gomes Morais y una escuela de Río de Janeiro, hay campos, cerros y senderos, intransitables cuando llueve. Pero un programa de alimentación escolar creó un camino que une los frutos cosechados por pequeños agricultores como ella y el hambre de 45 millones de escolares.

Son apenas 60 kilómetros desde la capital de Río de Janeiro hasta el pueblo de Sabugo, en Paracambí, municipio del interior del estado del mismo nombre que su capital.

Pero los mapas satelitales se pierden en Sabugo, en cuyas vías conviven automóviles y bicicletas y carromatos arrastrados por cansados caballos.

El árido paisaje del pueblo muta sutilmente a diferentes gradaciones de verdes, sobrevivientes de la tropical Mata Atlȃntica, hasta que, entre bananales nativos y bambúes foráneos, se llega al Sítio Recanto da Alegria (Rincón de Alegría), la finca de Gomes Morais, conocida por todos como Neta.

De 61 años, Neta trabaja desde los 10 las tres hectáreas ocupadas desde entonces por su familia, en una parcela de una antigua hacienda sobre la que una posterior reforma agraria le otorgó propiedad.
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«Nunca tuve miedo. Voy a cualquier parte, bajo y subo los cerros. No me asustan serpientes y esas cosas. Parece que huyeran de mí», dice a IPS.

«Los agricultores grandes tienen sus máquinas. Las nuestras son estas: las manos», agrega con un humor que emana de su vida en el campo, «que no cambiaría por nada».

Su único apoyo es un vecino que le ayuda a desmalezar un terreno en el que cultiva hortalizas: quimbombó (Abelmoschus esculentus) o giló (Solanum Gilo), y frutas: limón, maracuyá y naranja lima, entre otras. La naturaleza le regala bananos en todas sus variedades.

Antes, vendía a los intermediarios y tenía que esperar largo tiempo para cobrar.

«¿Qué comíamos? No me avergüenza decirlo: angú (papilla de plátano con harina de maíz). No había eso de ahora, planes de alimentación. Una esperaba al intermediario para hacer la compra mensual. Y mientras, la alacena se vaciaba y los niños sin comer», recuerda sobre sus tres hijos, ya adultos.

Pero mediante una cooperativa del estado de Río de Janeiro, Unacoop, Neta se convirtió en proveedora del Programa Nacional de Alimentación Escolar (PNAE), que Brasil desarrolló a tal grado que la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lo toma de modelo para replicar en otros países.

El PNAE se vinculó a la agricultura familiar en 2009, mediante una ley que establece que 30 por ciento de los alimentos de los planes gubernamentales deben provenir de ese sector, que aporta 10 por ciento del producto interno bruto nacional.

El PNAE tiene dos fines: garantizar la alimentación de niños y adolescentes en edad escolar y mejorar la vida de 4,3 millones de pequeños productores rurales como Neta.

«Lo bueno es que mejoró el precio que nos pagan», explica. Su vivienda, antes solo de adobe, tiene ahora varias paredes de ladrillo revocado. Y adquirió heladera, cocina y lavarropas que puede usar porque también llegó la electricidad.

El PNAE prioriza los asentamientos campesinos creados por la reforma agraria, las comunidades indígenas y los quilombos, comunidades que habitan tierras donde se refugiaron los esclavos afrodescendientes liberados.

Un camión, o un tractor cuando llueve, recoge sus frutas y verduras y las lleva a un mercado local, de donde se trasladan al Centro de Abastecimiento del Estado de Río de Janeiro (Ceasa) y finalizan en alguna de las más de 161.000 escuelas públicas incluidas en el programa nacional, 83 por ciento del total.

Neta aporta bananos, naranjas, aguacates, piñas, marañones (Anacardium occidentale) y cerezas. «Para la merienda escolar todo tiene que ser de primera calidad», aclara.

Los responsables de programas como el PNAE los definen como «interruptores del ciclo de pobreza». Se trata de una política intensamente profundizada por los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010) y de su sucesora Dilma Rousseff.

El PNAE tiene una larga historia. Nació en 1955 como un plan asistencialista para la infancia más pobre. En los años 90 se descentralizó e incorporó en su administración a representantes de las familias, las comunidades, el personal docente y los poderes Ejecutivo y Legislativo, dice a IPS su coordinadora nacional, Albaneide Peixinho.

A partir de 2003 multiplicó su presupuesto en 300 por ciento y se amplió para abarcar a estudiantes de enseñanza media y a adultos en escolarización, agrega Peixinho.

El Ceasa es un hervidero de camiones descargando mercancía en la madrugada. Los productos de Neta y demás integrantes de su cooperativa llegan a un pabellón especial para pequeños campesinos.

Un área de Agricultura Familiar y Extensión Rural dentro del Ceasa asesora en planificación productiva y diversificación de cultivos.

«El pequeño agricultor todavía no está capacitado para planificar los tiempos de producción y entrega. Para una merienda escolar no puede enviar una banana verde como para un gran mercado que va para la feria… Tiene que llegar madura al punto de consumo», explica a IPS el jefe del área, Newton Novo.

Pero la asistencia técnica es insuficiente. «Debe llegar al propio campo para hacer análisis del suelo y ver lo que es adecuado plantar en cada propiedad», dice a IPS la coordinadora de Unacoop, Margarete Teixeira.

Tampoco es fácil convertirse en proveedor del PNAE, que exige títulos de la tierra en regla, en un país inmenso como Brasil y que arrastra problemas de propiedad agraria desde la época colonial.

Con todo, el especialista en derecho alimentario Leonardo Ribas subraya los resultados: fortalecer la economía local y la agricultura familiar, clave «en una sociedad donde, por el agronegocio, el alimento se convirtió en mercadería».

«También se logró que los niños tengan una alimentación más adecuada, porque comenzaron a consumir alimentos de la región y producidos de forma orgánica», sin agroquímicos, dice a IPS.

La cocina de la escuela municipal Nilo Peçanha, cuyo alumnado vive en barrios pobres y hacinados como la favela Mangueira, prepara a diario desayunos, almuerzos y meriendas para 500 estudiantes.

Para concebir los menúes, «se utilizan parámetros de alimentos saludables, vinculados a la edad, tiempo de permanencia en la escuela, período de cosecha de cada producto, costo y hábitos alimentarios de los alumnos», explica la directora del Instituto de Nutrición de la Secretaría Municipal de Salud, Fátima França.

La directora de la escuela, Márcia Alves, recuerda que los niños suelen aborrecer las legumbres y verduras, pero las clases de ciencias estimulan el consumo enseñándoles sus valores nutritivos.

Los escolares parecen haber aprendido la lección. Al menos, con la directora cerca.

«Comía mucho ‘fast food’ (comida rápida), pero ahora tomo una dieta balanceada», cuenta Mariana Cristina, de 12 años. «Antes comía más dulce que comida, pero en la escuela eso fue cambiando», acota Elisangela, de la misma edad.

A la misma hora que los escolares almuerzan sus verduras, Neta se cambia de ropa y se va al pueblo a intentar que la logística del mercado local funcione mejor: obtener una cámara de maduración de frutas y organizar las entregas de los productores de su municipio, lo que les permitirá también aumentar las ganancias.

«Estoy muy satisfecha», concluye Neta. «Una está, ¿cómo se dice? matando el hambre no solo de los niños, sino de toda la gente».

* Con aporte de Fabíola Ortiz (Río de Janeiro).

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