Mientras hace apenas unos años cabía esperar que los problemas económico-políticos afectaran los procesos de integración latinoamericanos, la región aparentemente se puso a salvo de la crisis que ha estado aquejando a Europa.
Pero esta percepción, confirmada por los datos estadísticos de crecimiento, se contradice por las dificultades de los avances de los diferentes planes de integración subregional, más allá de algunos novedosos experimentos de alianzas, cooperación y consulta interlatinoamericanos.
Por un lado, resulta verdaderamente paradójico que América Central, una subregión de límites geográficos modestos, que parecía rezagada en completar su proceso y que había demorado de modo preocupante la consecución de un ansiado acuerdo de asociación con la Unión Europea (UE), aparezca por fin ahora como ganadora de la atención europea.
De la obsesión por la apuesta de un Mercosur (Mercado Común del Sur) con brillante futuro, con el que entablar una sólida relación que se fuera desparramando por el resto del subcontinente, se ha llegado a primar una subregión de limitadas proporciones.
Se ha regresado, se espera que exitosamente, al origen de la implicación europea en la época de mediados de la década de los 80, cuando América Central recibió más ayuda por persona de la UE que el resto del mundo en desarrollo, con la recompensa de haber contribuido a la pacificación y la reconstrucción de un istmo en convulsión.
Desde España, el Estado miembro que más interés demostró entonces por aportar soluciones al proceso centroamericano, se debe sentir plena satisfacción.
Por otra parte, resulta siempre aleccionador meditar sobre el desarrollo de los propios sistemas de integración latinoamericanos, por una variedad de razones, entre las que destacan dos clases.
Una es el examen de la evolución de cada uno de los experimentos, ya que todos en cierta medida tienen la huella o la inspiración del modelo europeo, o al menos lo tienen como punto de referencia ineludible.
Otras razones son de índole más práctica y atañen al estado de la región como escenario receptor de inversiones, ayuda al desarrollo y mutuas relaciones directas, tanto en terrenos de trasvase de emigración, como en temas sensibles y conflictivos, como es el del tráfico de drogas.
En cualquier caso, toda atención mutua debe tener siempre presente que América Latina (junto con Estados Unidos y Canadá) es la región del planeta más próxima a Europa por motivos históricos, lingüísticos, culturales, jurídicos y religiosos. Aunque con aristas variadas, la entidad atlántica en forma triangular tiene unas bases incuestionables.
Debido a los antecedentes históricos de la relación europeo-latinoamericana y la aspersión del modelo de integración original de la UE, conviene por lo tanto reparar en la incidencia de la crisis europea en el propio tejido de integración. De ahí que se deba tener en cuenta el impacto negativo de la crisis en los planes de cooperación europea.
En América Latina, al lado de los sistemas subregionales históricamente instalados y jurídicamente todavía respetados por sus socios (Mercosur, CAN, SICA), han surgido recientemente otras apuestas (ALBA, Unasur, Celac) que bajo la etiqueta equívoca de la integración apuntan a objetivos disímiles y de intenciones diversas.
Además, algunos países individuales se han dedicado a preocupantes trueques de ubicación (Venezuela hacia el Mercosur, y la misma intención tiene Bolivia) y alianzas económicas tanto con Estados Unidos como con Europa por separado (México, Chile).
El fracaso del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), la audaz misión totalizadora liderada por Estados Unidos en 1994, como ampliación conceptual del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN-NAFTA), aconsejó a Washington optar por una estrategia individualizada o por bloques de alcance territorial limitado (llamados “alquitas”).
Otros países latinoamericanos (Perú, Colombia), ante la incertidumbre de sus propios sistemas de integración, eligieron la doble vía del camino del norte, entablando alianzas con la UE y con Estados Unidos. Estos movimientos parecen responder a la adopción de una vía bilateral, con un cierto abandono de la norma estrictamente birregional ambicionando acuerdos con bloques consolidados.
Por el momento, se ignora cuál pueda ser el impacto de este obvio cambio de marcha desde Bruselas y capitales europeas con respecto a los procesos de integración latinoamericanos.
Una estrategia a sopesar puede ser la adopción de la política de “acompañamiento” de los movimientos propios y peculiares latinoamericanos, derivados de su diáfana “geometría variable”, tanto política como económica.
Se intuye el abandono de ciertos ingredientes de condicionalidad (con la excepción de la cláusula democrática) y la baja expectativa de la profundización institucional y de la generación de verdaderas uniones aduaneras. (FIN/COPYRIGHT IPS)
* Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).