Después del neoliberalismo extremo del Consenso de Washington, que generó más de una década social perdida, América Latina experimenta más exitosamente con una receta propia: el Consenso de Brasilia, que conjuga economía de mercado e inclusión social.
Bautizado por Michael Shifter, presidente del independiente Diálogo Interamericano, como Consenso de Brasilia, por contraponerse al Consenso de Washington, es conocido también como "lulismo", por el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, o modelo brasileño, y acrecienta seguidores latinoamericanos entre gobiernos de izquierda y de derecha.
"El modelo brasileño ha tenido un impacto muy positivo como ejemplo de que las cosas pueden hacerse de otra manera: promoviendo el crecimiento sin renunciar a la equidad social", dijo a IPS el secretario permanente del Sistema Económico Latinoamericano (SELA), el mexicano José Rivera.
América Latina y el Caribe, dijo, "debe tener como aspiración regional estar integrada, vinculada y unida en el objetivo común de que se reduzcan las asimetrías y se pueda avanzar en las grandes deudas sociales pendientes".
Rivera consideró que para recorrer ese camino "son positivos los ejemplos, más si son propios, de gobiernos eficientes en abordar una deuda social que no termina de corregirse en la región, donde uno de cada tres latinoamericanos viven en pobreza y cerca de 90 millones sobreviven con menos de un dólar al día".
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Consultado por IPS, Shifter aseguró que los rasgos del Consenso de Brasilia "siguen intactos y vigentes", aunque Lula dejase la Presidencia de Brasil en enero de 2011 y haya empeorado el contexto internacional y, en consecuencia, el regional.
"No cambió el modelo que representa, de poner el énfasis sobre tres ejes: crecimiento económico, equidad social y gobernabilidad democrática", planteó.
Su vigencia, añadió, la confirma su propagación como guía de gobernanza para numerosos países de la región, sea cual sea el ideario político de su presidente o presidenta. Esto contrasta con el ocaso o "encauzamiento" de otras propuestas más radicales, que comandó el mandatario venezolano Hugo Chávez en la primera década del siglo.
Se trata de una visión contrapuesta al paquete de medidas que los organismos financieros internacionales y centros de poder con sede en Washington impusieron a América Latina tras el estallido de sus crisis de deuda soberana en 1984, y sobre todo durante la década de los 90.
El programa de 10 puntos, síntesis de la ideología neoliberal, forzó inclementes ajustes, con eliminación del déficit fiscal, reordenamiento del gasto, liberalización financiera y monetaria, alzas impositivas, apertura de mercados e inversiones y masivas privatizaciones. Todo para pagar la deuda y establecer nuevas bases para el crecimiento económico.
En la práctica, las reformas estuvieron lejos de generar crecimiento, promovieron la desindustrialización regional e hicieron caer el producto interno bruto por casi una década, jalonada por varias crisis financieras nacionales, algunas de alcance global.
Pero lo más grave fue su impacto en la gente. Durante la "década pérdida" se minimizó el gasto social en todos sus rubros, en especial la educación, la salud, la vivienda y la asistencia a los sectores más vulnerables, mientras también empeoraron las condiciones laborales.
La consecuencia fue el incremento de la pobreza y la indigencia, una mayor tugurización de las ciudades y el predominio de la economía y del trabajo informales, entre otros impactos negativos.
Lula afianzó durante sus ocho años en el poder (enero de 2003 a enero de 2011) otro modelo que mantiene el pilar de la estabilidad macroeconómica y fiscal, la autonomía de la autoridad monetaria y el libre cambio, pero que suma agresivas políticas industriales y de producción interna.
Además, se añade como prioridad la inclusión social, con alzas de salarios, generación de empleos formales y un alto gasto en políticas para erradicar el hambre, reducir la pobreza, mejorar la educación y la salud y, en general, una mayor transferencia de la renta a la sociedad.
Como marco rector, la democracia, con ampliación de derechos y el incentivo a la participación ciudadana y su organización desde la base.
Shifter, cuyo instituto tiene sede en Washington, aseguró que la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, "decidió tener un menor protagonismo global que Lula, pero eso no afecta el modelo del Consenso de Brasilia". Ella "tiene otro estilo, otras prioridades y otro liderazgo", sintetizó.
Rousseff ha aplicado diferentes políticas para estimular la economía y amortiguar el impacto de la recesión económica en el Norte industrial, en especial en Europa. Se ha preocupado, además, de reforzar los programas sociales en ese nuevo escenario desfavorable.
Una reciente frase suya subraya su postura. "Yo lo que quiero y por lo que lucho es porque Brasil se convierta en la sexta potencia social", afirmó sobre el hecho de que su país haya pasado a ser la sexta economía mundial y avance a la quinta posición.
Entre los países latinoamericanos cuyos gobiernos tienen como guía general, con sus variables, el Consenso de Brasilia, Shifter citó a Chile, Colombia, El Salvador y Uruguay. Otras administraciones toman varios elementos, mientras como "híbridos" entre el lulismo y el chavismo colocó a Argentina y a Paraguay hasta la defenestración de su presidente Fernando Lugo, en junio.
El estudioso dio especial relevancia al caso del presidente de Perú, Ollanta Humala, que escogió el lulismo y no el modelo "bolivariano de Chávez", abriendo su ocaso regional.
También consideró remarcable que en Venezuela el candidato opositor para las elecciones del domingo 7, Henrique Capriles, "subraye que su modelo es Lula, y su programa lo confirma".
Barro en los pies
Pero, aunque el Consenso de Brasilia no tenga los pies de barro, sí tiene barro en los pies, por la forma de desarrollo histórico de América Latina y también, en el pasado inmediato, por las secuelas del Consenso de Washington,
Rivera, máximo funcionario del SELA con sede en Caracas, destacó que las brechas sociales siguen presentes en la región y "se necesita un gran y continuado esfuerzo por consolidar la inclusión y la equidad social".
Con ese fin la región tiene ante sí tres desafíos, planteó el jefe del organismo que congrega a 28 países latinoamericanos y caribeños.
El primero es "crecer a tasas mayores a las actuales y de manera sostenida, porque no es sano un comportamiento irregular" y para que "los Estados puedan hacer frente a sus compromisos con la población", adujo.
El crecimiento debe ser "sustentable además de sostenible", en segundo lugar. Hay que "ir a un crecimiento de economía verde, porque hasta ahora se ha destruido el ambiente, se han dañado los recursos naturales y se ha producido en forma ineficiente", dijo.
El tercero "es el desafío de la inclusión y el de abrir espacios en los mercados internos para que la gente salga de la pobreza y se incorpore a la clase media", remarcó.
Y esta combinación de metas, reflexionó, requiere "en definitiva de una nueva rectoría del Estado", que elimine las todavía muy visibles cicatrices del Consenso de Washington.