El mensaje central del programa del Partido Republicano, compuesto por las intenciones y oferta de Mitt Romney, podría quedar reducido a una palabra: restauración.
Esta operación, que todavía posee connotaciones y resonancias de las correcciones aplicadas en Francia y en el resto del continente europeo en pleno siglo XIX, como freno a los excesos revolucionarios, ha quedado plasmada en el guión que los asesores del candidato estadounidense han hilvanado de retazos inconexos, ambiguos y frecuentemente contradictorios.
El balance de la larga campaña hacia la Presidencia es que el exgobernador de Massachusetts, rico empresario y antiguo obispo mormón, todavía es un desconocido para el electorado, no solamente el opuesto e indeciso, sino también para sus naturales votantes. De ahí que todo quede resumido a un proyecto de nostalgia en la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor.
El problema es que no se sabe muy bien qué se intenta restaurar. Si se escucha al candidato y los ecos más histriónicos de su potencial segundo Paul Ryan, en primer lugar el regreso urgente de Estados Unidos es hacia "la ciudad en la colina", laureada por una atmósfera de excepcionalismo.
Ese mítico escenario estaría regido exclusivamente por la iniciativa privada, cimentada sobre la estrategia de las grandes empresas que con generosidad emplearían el exceso de mano de obra, que a su vez convertiría en prósperos los pequeños negocios.
Entre todos, un sistema de graciosa caridad en forma de donaciones aderezadas de desgravaciones impositivas, equilibraría las desigualdades comprensibles en un sistema salvajemente competitivo.
Al enfatizar sus éxitos en el sector empresarial, Romney parece estar hablando por boca de Charles Wilson, cuando fue propuesto por la administración de Dwight Eisenhower para ser secretario de Defensa.
Al ser cuestionado en la tradicional y un tanto rutinaria audiencia del Senado acerca de la bondad de pasar de dirigir una compañía estrictamente capitalista, basada en la persecución de beneficios, a la rama gubernamental que se encarga de la seguridad de la nación, Wilson respondió con una frase histórica: "Lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos".
No hay cuestionamiento desde entonces. El provecho de una empresa, sea cual sea su política laboral y cómo logra aumentar sus ventas, es un objetivo aplicable a cualquier variante de gobierno. "Lo que es bueno para Staples (una de las empresas del imperio de Romney), es bueno para Estados Unidos (para algunos)".
De nada sirve recordar que, desde entonces, la industria automovilística, a pesar de haber sido reforzada por la producción japonesa, se ha convertido en una antología de desastres y de rescates gubernamentales.
De poco sirve meditar que para ajustar la supervivencia de esos conglomerados, el sector (y otros) fue desprovisto de las protecciones laborales y sociales que habían sido la meta de décadas de ensayos socialdemócratas en los que los gobiernos habían rellenado la impotencia de la industria privada en la depresión.
Romney quiere restaurar la paz familiar que según el guión que vende había presidido el gran siglo estadounidense hasta, por lo menos, la Guerra de Corea.
El candidato republicano aboga por un código basado en una fe concreta de ciertas denominaciones religiosas que se consideran superiores, por puras y genuinamente estadounidenses.
Desconfiando de confesiones con sospechosas implicaciones sociales y sobre todo de pretendidas dependencias extranjeras (como la católica-romana), Romney sutilmente hace referencias de su credo mormón, pero sin usarlo como plataforma, sabiendo que el grueso del electorado todavía es reticente a ciertas peculiaridades y misterios de la oferta procedente de Utah, pero que se presenta como derivada directamente de un creador con sabor nacional, como la Coca-Cola.
Finalmente, Romney machaca una y otra vez la conveniencia de un gobierno empequeñecido que deje al país gobernarse por los dos sectores mencionados (empresa y familia/fe). Su modelo es Ronald Reagan y su obsesión por reducir la acción gubernamental al mínimo.
La agenda republicana soslaya el hecho de que el sueño americano que se intenta restaurar no fue dañado por los cuatro años anteriores de la administración de Barack Obama, ni siquiera por los dos mandatos de Bill Clinton.
El daño fue infligido por los ocho años de George W. Bush y su equivocada política exterior y económica que ha dejado al país con un déficit que no podrán pagar ni las dos generaciones siguientes. Pero el problema viene de más lejos.
Mientras el republicano Richard Nixon hizo realidad la promesa kennediana de llegar a la Luna, el país se descompuso en una inmoralidad generalizada que culminó con la mentira de Watergate (episodio del que el alma estadounidense todavía no se ha recuperado).
Si Romney quiere restaurar el país, entonces el objetivo es un Estados Unidos mitificado que tuvo la culminación con la generosidad de Normandía y el rescate aéreo de Berlín. Vietnam terminó de echar por tierra el sueño americano. Pero Romney no es F. D. Roosevelt ni Harry Truman, y tampoco, curiosamente, es como Teddy Roosevelt.
El mejor acierto de la lamentable actuación de Clint Eastwood en la convención republicana fue recordar al electorado una dimensión fundacional de Estados Unidos, parte todavía de su credo nacional. Si se decidiera en referéndum, una inmensa mayoría de los estadounidenses elegirían estar protegidos, más que por un gobierno fuerte, por un sheriff local, pagado privadamente por los contribuyentes.
El estadounidense desconfía, tiene razón Romney (como Reagan), del gobierno opresor. Pero sabiamente, desde Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, sabe que su innato anarquismo solamente es corregible mediante un sistema de leyes e instituciones que garanticen no solamente la seguridad del vecindario, sino también proporcionen la debida justicia social y apuntalen la ahora amenazada igualdad.
Si se hubiera concedido la permisividad de la libre iniciativa a los empresarios sureños esclavistas, y de haber seguido Abraham Lincoln la agenda de Romney, la federación estadounidense sería un sueño, que no se podría restaurar porque nunca habría existido. (FIN/COPYRIGHT IPS)
* Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).