La crisis iniciada hace pocos años con el colapso de importantes instituciones financieras en Estados Unidos está ahora centrada en Europa y amenaza al resto del mundo.
Muchos países emergentes en Asia y América Latina que hasta ahora evitaron el contagio, gracias a sus sólidas políticas económicas y fiscales y a su oportuna adopción de estímulos al consumo interno, empiezan a experimentar efectos secundarios de esa crisis.
No obstante, se siguen consumiendo cada día cientos de millones de dólares en operaciones de guerra que solo agravan los problemas que se suponía debían arreglar.
Hay otras inquietantes señales. Aunque las operaciones militares en algunas áreas conflictivas hayan sido suspendidas, las causas primordiales de la tensión siguen sin atenderse, con imprevisibles consecuencias.
Y aunque la situación económica constriñe a algunas potencias con inclinaciones belicistas y las lleva a replegarse en sus propios territorios, estas colocan al mismo tiempo en sus presupuestos más recursos para diseñar, probar y eventualmente producir y desplegar nuevas generaciones de armas mortíferas en nombre del mantenimiento de su seguridad nacional.
Otras naciones parecen determinadas a gastar buena parte de sus escasos recursos en medios bélicos con los cuales contrarrestar reales o imaginarias amenazas externas.
La “contagiosa doctrina de la disuasión», según la definición del secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-moon, ya no es prerrogativa de los dos antagonistas de la Guerra Fría. Si algunas naciones se sienten con derecho a dotarse de un «seguro nuclear», como describió un ex primer ministro la posesión de armas atómicas de su país, es de esperar que otros sigan ese ejemplo.
Es lamentable que hayan pasado los días en que las conferencias internacionales lograban forjar conjuntamente acuerdos bilaterales o multilaterales de control de armamentos.
Aunque aquellos acuerdos no trajeron un desarme efectivo, al menos preservaron un cierto grado de sensatez al frenar algunos de los más peligrosos aspectos de la carrera armamentista y al alentar la posibilidad de ulteriores progresos hacia el desarme.
Desde hace ahora más de 15 años la maquinaria multilateral de la ONU ha sido incapaz de alcanzar el más leve progreso en relación al desarme y la no proliferación nuclear.
La humanidad parece haber perdido la capacidad o la voluntad de seguir el progreso previamente alcanzado al prohibir otros tipos de armas de destrucción masiva, como las químicas y biológicas.
Pese a importantes reducciones numéricas de armas nucleares desde el punto más alto de la Guerra Fría, ha habido poco o ningún avance hacia su eliminación o hacia la reducción de su importancia en las doctrinas militares de las potencias nucleares.
El mundo dedica cada vez más recursos a producir armas convencionales que, en gran parte, van a manos de traficantes que nutren conflictos en los países menos desarrollados.
Según los últimos datos, los gastos mundiales en armamentismo han llegado a unos 1,7 billones de dólares, una suma que quizás iguala a la utilizada por los países industrializados para contrarrestar sus problemas financieros.
Sin embargo, no todo está perdido. Los analistas sostienen que cada avance real en la interacción entre las naciones ha sido precedido por algún tipo de crisis profunda en las relaciones internacionales.
En la historia reciente, ingentes conflictos e inmensas destrucciones precedieron a las conferencias de La Haya, a la creación de la efímera Sociedad de las Naciones y al exitoso establecimiento de la ONU.
Pero todos los progresos obtenidos en las últimas décadas fueron el resultado de la oportuna percepción de que algo debía hacerse antes de que golpeara un verdadero desastre.
Ese fue el caso de la comprensión de que la insensata fabricación de armas nucleares cada vez más mortíferas de las dos superpotencias adversarias debía cesar, de que la proliferación debía frenarse, de que al menos las más dañinas armas convencionales debían prohibirse y de que debía asegurarse que el poder del átomo fuera usado solo con fines pacíficos.
El efecto combinado de la actual crisis financiera y del punto muerto en las instituciones internacionales que se ocupan de la seguridad, el desarme, el desarrollo y el ambiente, puede ahora impulsar la búsqueda de nuevas realizaciones.
Los países más fuertemente armados deberían entender que convertir sus territorios en fortalezas y construir medios de destrucción cada vez más sofisticados no fortalece su seguridad sino que la pone en peligro.
Es posible que la crisis económica imponga políticas fiscales aún más severas que las actuales y que ello propicie reducciones significativas en los presupuestos militares.
Quizás más importante, todas las naciones, sea cual sea su riqueza o poder político o militar, deberían por fin entender que toda crisis puede ser desactivada si se trabaja conjuntamente en un sistema internacional que reconozca que la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría han quedado definitivamente en el pasado.
(FIN/COPYRIGHT IPS)
* Sergio Duarte, embajador brasileño y ex alto representante de las Naciones Unidas para Asuntos de Desarme.