El resultado de la primera ronda de las elecciones en Francia debe leerse en doble clave. Una es la interna. La otra, el día después, es la repercusión que tendrá en Europa la probable victoria de Francois Hollande el 6 de mayo.
Más que sobre la derrota de Nicolas Sarkozy, vale analizar el ascenso del Frente Nacional, el partido de Marine Le Pen. El presidente no ha conseguido arrancar votos considerables del fundamentalismo de derecha, a pesar de sus intentos al mostrarse duro ante la inmigración. Y no parece que los abstencionistas le favorezcan en el sufragio final.
En el terreno externo, por otro lado, los sectores progresistas y socialdemócratas europeos deben sentirse confortados por lo que se prevé un retorno al poder, no solamente en Francia, sino más tarde en otros países de la Unión Europea (UE).
Pero habrá que prestar atención a la política de Hollande con respecto a las urgencias de la UE, y si se atreverá a apostar, más que por la austeridad que ha levantado violentas protestas, por una política de crecimiento (y si la puede financiar) y el apuntalamiento del estado de bienestar.
En Berlín la posición de Angela Merkel se puede convertir en delicada. Deberá elegir entre el incómodo aislamiento o el monopolio del liderazgo en la UE.
Teniendo en cuenta el ascenso de la familia Le Pen (la hija casi ha doblado el voto recibido por su padre Jean Marie, apenas hace una década), uno se pregunta si los candidatos populistas secundarios serán indirectamente los artífices de elegir al vencedor de las elecciones entre Sarkozy y Hollande.
Si se medita sobre el reaccionarismo observado en ambos, quienes han estado mirando de reojo a su derecha y a su izquierda, los segundones serán los paradójicos ulteriores ganadores del sufragio final.
El fantasma populista ya se ha instalado no solamente en Francia sino también en otros países, incluida la admirada Alemania.
La derechista Marine y el izquierdista Jean-Luc Mélenchon ya tenían previsto no poder llegar al poder, pero sus electores naturales no saben qué hacer en la segunda vuelta. Marine recomienda el voto en blanco y concede la libertad de voto, pero la mayoría son impredecibles, incluso en el muy posible alto nivel de abstención. De ahí que el conservador Sarkozy y el socialista Hollande les han tenido que convencer con más «gestos» que en el primer «round».
Fue el presidente quien se destacó más en esa busca y captura del extremismo de derecha, con sus decisiones amenazantes sobre la inmigración. Ya se había ejercitado con las expulsiones fulminantes de gitanos y la amenaza de cierre de la frontera con Italia para evitar el derrame de tunecinos en territorio francés, huidos de la incierta primavera. Hollande ha parecido hasta ahora más moderado, al limitarse a prometer un referéndum sobre el tratado de la UE para contener el déficit, sin dar detalles.
La inmigración está señalada, si no como causa del deterioro económico en Francia y en el resto de Europa, como la excusa para sacarse de encima el miedo de la pérdida de una identidad elusiva y de unas conquistas sociales que tanto esfuerzo costaron desde la Segunda Guerra Mundial.
Paradójicamente, la propia Europa es la culpable del notable volumen de inmigración, por el éxito económico y social, además del político, gracias al desarrollo de la UE. Se cree ilusoriamente que la inmigración es un fenómeno de simple expulsión de los lugares de origen. En realidad, más fuerza tiene la atracción del terreno de acogida, que se juzga como irresistible.
Las necesidades de los inmigrantes y los abusos del sistema producen ahora un rechazo que amenaza no solamente el nivel de vida, sino también la convivencia que habían maquillado las vergüenzas del pasado. Se anuncian recortes a las asistencias sanitarias para los indocumentados. Se teme la voladura de uno de los cimientos fundamentales del estado de bienestar, al que curiosamente se le culpa también de los males producidos por los errores financieros y la adopción de políticas neoliberales.
Si el deterioro ha producido la defenestración de los partidos socialdemócratas en el poder, ahora se puede proceder a la eliminación de los dirigentes conservadores (Sarkozy, el primero), incapaces de enderezar el desastre. En la derrota, la Unión por un Movimiento Popular (UMP), heredera de Charles De Gaulle (que ha gobernado en Francia con George Pompidou, Valéry Giscard d’Estaing, Jacques Chirac) puede enmarañarse en la búsqueda de un sucesor para Sarkozy.
En la sombra, formaciones ultraderechistas serán los seguros beneficiados. De ahí que Marine Le Pen se haya propuesto la destrucción de la UMP y ocupar sobre sus ruinas el espacio que cree reservado. Si el descenso del poder de los socialdemócratas es malo para Europa, el ascenso de la ultraderecha puede ser peor. (FIN/COPYRIGHT IPS) * Joaquín Roy es catedrático ‘Jean Monnet’ y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).