AMÉRICA LATINA: LA DEMOCRACIA IMPERFECTA

La democracia en América Latina ha tenido que lidiar con toda suerte de experimentos y ocurrencias ideológicas. Algunas más peligrosas que otras para los ideales de democracia, justicia y libertad, así como para el crecimiento económico. Hoy, muchos países latinoamericanos han dejado de comprender la urgencia de preservar el Estado de Derecho y, en especial, la seguridad de las personas y los bienes, sin la cual no hay competitividad, ni democracia, ni paz.

Hasta hace pocos años, se pensaba que el desarrollo económico y social era posible en un pobre entorno institucional. Pero las ficciones de la teoría tuvieron que ceder ante el peso abrumador de la experiencia. Hoy se reconoce universalmente que el desarrollo es imposible sin un desempeño institucional adecuado, lo que empieza por la simple práctica de la democracia. Eso quiere decir, un gobierno democráticamente electo, representativo y participativo. Pero también un gobierno donde los poderes del Estado sean independientes entre ellos y garanticen un delicado juego de pesos y contrapesos; algo que Montesquieu justificó magistralmente, pero que algunos políticos de la región prefieren ignorar. Una de las grandes falacias políticas en América Latina, consiste en vender la idea de que cada lugar puede desarrollar una democracia específica o un sistema de libertades particular. Muy a menudo, esas justificaciones no son más que disfraces para ocultar una vocación opresiva o autoritaria.

Las reglas democráticas son universales y los países son más o menos democráticos, dependiendo de cuánto se acercan o cuánto se alejan de ese sistema.

Sin embargo, algunos gobiernos latinoamericanos han caído en la trampa de creer que al recibir el apoyo electoral, el mandato del pueblo les permite modificar esas reglas para llevar adelante su proyecto político. Si un gobernante coarta las garantías individuales, limita la libertad de expresión, y restringe injustificadamente la libertad de comercio, subvierte las bases de la democracia que lo hizo llegar al poder.

El dilema que esto presenta, y que aún no hemos logrado resolver, es cómo lidiar con democracias en donde los gobernantes se comportan autoritariamente, pero no son dictaduras.

Porque, en honor a la verdad, en América Latina sólo existe una dictadura: la dictadura cubana. Los demás regímenes, nos guste o no, son democracias en mayor o menor grado de consolidación o deterioro. Pretender derrocar esos gobiernos, o removerlos de alguna forma violenta o contraria a la Constitución y las leyes, es caer en el mismo juego autocrático que pretendemos combatir. Los pueblos mismos deben aprender a apartar los espejismos de la demagogia y del populismo, porque el problema no son los falsos Mesías, sino los pueblos que acuden con palmas a celebrar su llegada.

Uno de los más elocuentes casos del desprecio por el Estado de Derecho y la erosión de las instituciones democráticas es Nicaragua. Con la reelección de Daniel Ortega como Presidente en el 2006, empezaron nuevamente a desaparecer en ese país los controles al ejercicio del poder público y se difuminaron los límites de ese poder sobre el ejercicio de las libertades individuales. Este deterioro fue más visible aún en el fraude de las elecciones municipales del 2008 y en las recientes elecciones presidenciales.

De nada le sirve a América Latina deshacerse de líderes con delirios autoritarios, tan sólo para ser sustituidos por nuevas estrellas del teatro político. A pesar de que nuestros pueblos vencieron con valentía las dictaduras que marcaron con sangre la segunda mitad del siglo XX, aún queda mucho camino por recorrer si la democracia ha de asentarse para siempre en la región. Parafraseando a Octavio Paz: en nuestra región la democracia no necesita echar alas, lo que necesita es echar raíces.

La única vía para restarle poder a quienes lo han concentrado luego de recibir el apoyo popular, es minando ese apoyo popular con educación cívica, con oportunidades y con ideas. Desafortunadamente, en esas tareas seguimos fallando. Seguimos posponiendo eternamente las grandes reformas políticas, educativas y tributarias que por años hemos prometido hacer. Ni el colonialismo español, ni la falta de recursos naturales, ni la hegemonía de Estados Unidos, ni ninguna otra teoría producto de la victimización eterna de Latinoamérica, explican el hecho de que nos rehusemos a aumentar nuestro gasto en innovación, a cobrarle impuestos a los ricos, a graduar profesionales en ingenierías y ciencias exactas, a promover la competencia, a construir la infraestructura que no hemos construido en los últimos 200 años, o a brindar seguridad jurídica a los empresarios e inversionistas.

¿Con qué derecho se queja Latinoamérica de las desigualdades que dividen a sus pueblos, si cobra casi la mitad de sus tributos en impuestos indirectos, y la carga fiscal de algunas naciones en la región apenas alcanza el 11% del Producto Interno Bruto? ¿Con qué derecho se queja de la falta de empleos de calidad, si es ella la que permite que su escolaridad promedio sea de alrededor de 8 años? ¿Con qué derecho se queja de su desigualdad y de su pobreza, si ha incrementado su gasto militar a una tasa promedio de 8,5% por año desde el 2003, alcanzado la cifra censurable de casi 70 mil millones de dólares en 2010? Nuestros líderes bien harían en seguir el ejemplo del Presidente Obama quien, para enfrentar la crisis económica en su país, anunció la reducción de 487.000 millones de dólares en gastos del Pentágono en un plazo decenal. Estoy consciente, sin embargo, que a Estados Unidos aún le queda mucho por hacer para saldar su deuda pendiente con la paz y la seguridad internacionales, pues continúa siendo el mayor exportador mundial de arma; es el momento de que ponga los principios por encima de las utilidades de algunas corporaciones norteamericanas.

Esos datos sobre América Latina, no hacen más que demostrar la amnesia de una región que alimenta el retorno de una carrera armamentista, dirigida en muchos casos a combatir fantasmas y espejismos. Por ello, en mi último gobierno, le propuse a la comunidad internacional y, muy especialmente, a los países industrializados, que diéramos vida al Consenso de Costa Rica, mediante el cual se creen mecanismos para condonar deudas y apoyar con recursos financieros internacionales a los países en vías de desarrollo que inviertan cada vez más en educación, en salud, protección al medio ambiente y en vivienda para su pueblo, y cada vez menos en armas y soldados. Es el momento de que la comunidad financiera internacional premie no sólo a quien gasta con orden, como hasta ahora, sino a quien gasta con ética. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Oscar Arias Sánchez, expresidente de Costa Rica 1986-1990/2006-2010 y Premio Nobel de la Paz 1987.

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