En la casa de madera y techo de zinc está marcado el lugar exacto donde cayó Vanesa Coicué, una indígena nasa de 11 años. Cartuchos, ficus y crisantemos blancos y amarillos en una botella plástica de gaseosa lo custodian, junto a una veladora blanca encendida y un naranjo listo para sembrar.
Al pie, entre un tarro de tapa rosada, también de plástico, hay una galleta. La puso allí su madre, Miriam Coicué: "Yo me acuerdo como si ella estuviera". Eran las galletas que a Vanesa le gustaban.
El esposo de Miriam, Abel Coicué, es periodista de la indígena Radio Payúmat, que emite desde la ciudad de Santander de Quilichao, en el sudoccidental departamento del Cauca.
En su cobertura dice haber visto llorar a muchas familias. "Vi caer muchos compañeros", comentó, "entonces, para eso, yo como que estaba preparado". "Desde muy joven empecé a trabajar con la comunidad. Me preparé para todo, menos para llorar a un hijo o a una hija", narró.
Vanesa pereció en su propio hogar el 16 de septiembre. Un proyectil relleno de metralla para hacer el mayor daño posible estalló a dos metros de la vivienda de tres habitaciones y donde funciona una tienda modestamente surtida.
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Ese día desayunaron temprano. Si el combate arreciaba, el plan era bajar la montaña hasta el colegio de etnoeducación, designado como sitio de asamblea permanente, es decir refugio civil en este territorio escenario de la guerra entre las fuerzas estatales y las insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Pero la hora de salir al refugio siempre se pospuso.
"Miriam, ¿usted va a ir para abajo?". Cuatro personas distintas le hicieron la misma pregunta. La quinta fue su madre. De solo pensar en caminar los 40 minutos que separan su casa del colegio, a la mujer se le aflojaban las piernas.
"Yo miraba solo la carretera, como para ir. Pero mi cuerpo, no sé. Se me caía. No me daban ánimos de caminar. Los pies me temblaban". El miedo se acomodó. "No podía controlar el sueño. No podía contener la tristeza que sentía. Se me venían las lágrimas, pero yo no entendía por qué".
Durmió la siesta. Cuando abrió los ojos, Vanesa le sonreía desde el dintel, junto a su hermano, y agitaba juguetona una flor roja.
Minutos después, entrando a la cocina, Miriam escuchó "cuando mandaron ese explosivo", y se preguntó con una vecina adónde iría a caer. Eran las 03:50 de la tarde, hora local.
"En ese momento sentimos algo, no sé, una explosión. Cuando abrí los ojos estaba oscuro, había polvo, hojas. Yo no sabía qué había pasado. Estábamos temblando, porque todo se movió. Escuché los gritos".
El artefacto estalló contra un árbol a la izquierda del patio de entrada. Ocho personas quedaron heridas, la mayoría niñas y niños de la familia Coicué. "Todos echaban sangre. Yo no sabía a quién alzar". Miriam pidió ayuda por celular.
De pronto ocurrió que vio a su hija derrumbada en el pequeño vestíbulo de alcobas. Sangraba profusamente. La tomó en brazos. Ya había llegado más gente y se estaban llevando a los otros heridos. La madre se fue quedando sola, clamando en su desesperación: "Yo la llamaba. Ella no me respondía".
Pasó un miembro de la Guardia Indígena en una moto y se la llevó. "Yo recogí a la niña, estaba pálida, con sangre en su pecho. Suspiró y me apretó fuerte la mano, luego la soltó. Ahí me di cuenta de que ya no podía hacer nada por ella. Después, todo quedó en silencio", narra el hombre.
Hoy, la casa de los Coicué parece un dispensario. Dos mujeres enyesadas aún no pueden caminar, una de ellas avanza a saltitos. Jonathan, de ocho años, se levanta la camisa y muestra la herida donde se le incrustó un trozo de varilla de hierro de las que se usan en construcción, tan larga como la palma de su manecita. Con su rostro cruzado de heridas, Kelly, de siete años, sonríe y calla.
Todos están ya de regreso del hospital y a Miriam le duele aún más, porque entre ellos no regresó su hija. "Si ella hubiera quedado herida, yo la habría traído para cuidarla", dijo.
El ejército llegó el 15 de septiembre a las 04:40 de la mañana y acampó al pie del colegio de El Credo, aldea de 136 casas en una loma entre Santander de Quilichao y Toribío, capital del pueblo nasa en el norte del Cauca.
La guerrilla izquierdista apareció a las 08:30 y el combate comenzó.
Vanesa quería ser secretaria y enfermera y adoraba jugar fútbol. Decía: "Yo quiero participar, quiero conocer, quiero ser como mi papá". Escuchaba arrobada su programa diario. "Primero está el estudio", le contestaba Miriam.
"Me preguntaba: ¿Mami, yo soy bonita? Yo le decía que sí. Toda la ropa que yo le compraba, ella se la ensayaba: Mami, ¿me queda bonito así? Yo le decía: sí".
Desde los ocho años se peinaba sola. Lavaba su ropa al llegar del colegio y ya sabía preparar arroz. Era ordenada. Discutía con su hermano John Alexander, de 13 años, porque dejaba los zapatos tirados. Ahora él no puede con el vacío que dejó Vanesa.
Miriam solo pide "ver crecer a mi hijo". Al Estado, "que invierta plata para permitir a los niños estudiar, capacitarse. No para la guerra". A las FARC, "que no ingresen más niños allá, más jóvenes, que los dejen que vivan en su comunidad con su familia, en paz. Uno con un arma le quita la vida a los demás".
"Vanesa era juiciosa. Salía del colegio para la casa, no se quedaba por el camino jugando. Nunca tenía quejas de ella". Miriam parece consolarse un poco al recordar. "Las compañeritas la extrañan mucho. Me preguntan: ¿por qué? Y yo no tengo cómo responderles".
Su salón de clase tiene piso de tierra y plástico verde en lugar de paredes. Su asiento vacío luce una cinta violeta, dos rosas marchitas, una estampita de Jesucristo, un rosario y bombones que los niños comparten con Vanesa para alegrar a su espíritu que acompaña, según la cosmogonía nasa.
Estaba en sexto grado. En todas las materias le iba bien. Ya hacía parte de la Guardia Estudiantil, pero quería estar en la guardia "de los grandes", que viajan y se reúnen.
"Me duele que ella, quizá porque no iba a durar toda la vida, se hizo muchas ilusiones de ser, de estudiar", lamentó el periodista.
"La guerra que vive Colombia, aquí en los territorios campesinos, afros e indígenas, no es por la guerrilla ni por el narcotráfico. Esa es la justificación que el gobierno da para hacer la guerra acá. Es lo que da a conocer en los grandes medios", opinó.
"Pero acá es otra la realidad que se vive. Todos estos territorios están pedidos para concesión minera. Ya en algunos resguardos están llegando a hacer la explotación", dijo, "esta guerra es para desplazarnos", afirmó.
"La guerra beneficia tanto al uno como al otro. ¿Por qué?". Él mismo se respondió: a los insurgentes, "porque saben que si entran las multinacionales, ellos van a tener entrada económica. Lo mismo pasa con el ejército y la policía. Todos van a tener entradas ahí. Por eso es la guerra que se está dando acá".
El periodista Abel Coicué no recibía sueldo hacía cinco meses y todo antojo estaba pospuesto. El martes 13 de septiembre llamó a Miriam para que hiciera la lista de cosas que querían los niños, porque le habían pagado.
Quedaron de ir el sábado siguiente de compras, los cuatro. Pero ese día fue cuando velaron a la niña. El sepelio se concretó 48 horas después.