Es sábado y las mujeres llegan presurosas con sus costales a las espaldas al centro de acopio de cafés especiales de este municipio del sureste de Perú. Vienen solas o acompañadas de maridos e hijos y todas han encontrado en el grano algo más que la sobrevivencia.
Victoria Viamonte, de 43 años, carga su saco las tres horas de caminata desde su chacra (finca). Su vecina Inocencia Chipana, de 63, le sigue el paso con otro de 50 libras (22,6 kilogramos) de café. A algunas la carretilla y la mula hacen más llevadera la carga, pero la voluntad es el motor de estas mujeres.
Sus chacras están desperdigadas por lo que llaman la ceja de la selva de Puno, la región del extremo sureste que comienza a conocerse por el café de Sandia, una de sus provincias.
Putina Punco se encuentra a 12 horas por carretera al norte de Puno, la capital del departamento. En esta zona mujeres y varones quechuas y aymaras producen, en armonía con la naturaleza, el grano orgánico encumbrado este año al rango de mejor café del mundo.
En abril la Asociación Estadounidense de Cafés Especiales (SCAA, por sus siglas en inglés) galardonó el producto de un caficultor de Putina Punco como uno de los nueve mejores cafés del mundo y, de ellos, los catadores y baristas asistentes a la feria decidieron que el peruano se llevara el Premio del Público.
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Días después, en un concurso de catadores de la Asociación Europea de Cafés Especiales, los expertos certificaron que el grano Tunki de Sandia es uno de los mejores a nivel mundial.
Los sábados son días de feria. Los pequeños caficultores bajan desde las laderas a comprar víveres y a entregar lo cosechado. Entonces, el centro de acopio de la Central de Cooperativas Agrarias Cafetaleras de los Valles de Sandia (Cecovasa) se convierte en un enjambre de mujeres y hombres apurados y sudorosos.
«La mujer y el hombre trabajan igual en el campo», dijo a TerraViva Teresa Jove, de 45 años, secretaria de la Comisión de Desarrollo de la Mujer de Cecovasa. «Ambos nos apoyamos para sacar adelante a la familia», complementó su esposo, Pastor Larico, de 51, antes de contar lo orgullosos que están de que sus tres hijos estudien en la universidad.
Cecovasa es la segunda central cafetalera del país y vende 97 por ciento de su grano a Estados Unidos y países europeos.
El origen de sus logros está en 1998, cuando la central pasó a producir café orgánico bajo sombra, apoyada por la organización no gubernamental estadounidense Conservación Internacional para promover el desarrollo sustentable en el santuario de biodiversidad de Bahuaja Sonene, al norte del lago Titicaca, compartido con Bolivia.
La mejora de calidad del café se combinó con medidas para asegurar la sostenibilidad y el comercio justo y, para impulsar certificaciones internacionales, Cecovasa decidió promover la equidad de género.
Como resultado, 30 por ciento de sus 5.000 cooperativistas son mujeres.
Pero el machismo resiste. «Hay agricultores que no se acostumbran a que una mujer diga lo que piensa y hable en voz alta», sintetizó la religiosa católica Rocío Vinueza, que colabora con las caficultoras.
María Ramos, de 56 años, es una de las agricultoras que, como sus granos, salió de la cáscara. Presidió el Comité de Desarrollo de la Mujer de Cecovasa, y ahora es su vicepresidenta. Sus cafetos están a 1.650 metros sobre el nivel del mar, como los premiados por SCAA.
A esa altura, la cosecha se extiende de mayo a septiembre, porque la maduración del café es más lenta por la humedad. Pero Ramos está acostumbrada al trabajo duro desde los siete años, cuando su padre le enseñó a vivir en los cafetales al migrar la familia desde las inclementes zonas altoandinas de Puno.
Dedicó más de tres décadas a la producción de café sin fertilizantes, ganó dos premios en la región y en diciembre fue una de las ganadoras de un concurso internacional de la no gubernamental Rainforest Alliance (Alianza para Bosques), que certifica el café producido en forma sustentable, compitiendo con productores de Brasil, Uganda, Indonesia y Kenia, entre otros.
En la parte alta de los valles de Tambopata e Inambari de Sandia, los cafetaleros soportan la extensión de los cultivos de coca, materia prima de la cocaína. En Tambopata, donde está Ramos, los cocales cercan cada día más a los cafetales y en Inambari ya ganaron la partida.
«Dicen que cultivar la hoja de coca es más fácil y se gana más, pero yo soy fiel al café», aseguró Ramos a TerraViva una noche en su humilde y pulcra vivienda, donde crió sola a cuatro hijos, tras separarse hace 20 años de un marido maltratador.
Ramos se queja de que los 85 dólares por quintal (46 kilos) que la central paga como anticipo no alcanzan. En total, los caficultores reciben un promedio de 107 dólares por quintal, excepto en cafés galardonados, que pueden alcanzar los 1.000 dólares.
La chacra de Ramos es de dos hectáreas, de las que obtiene unos 40 quintales anuales. Todos son pequeños caficultores, así que cosechan como máximo 80 quintales anuales.
Ser caficultora no es fácil. Ramos se levanta a las cuatro de la madrugada para hacer los desayunos y el almuerzo que llevará a cafetal para ella y algunos peones que contrata. «Piccha» (mastica) hojas de coca para que le den «energía y no estar floja» y empieza a deshierbar, cosechar, despulpar y lavar el café.
No se acuesta antes de las 10 de la noche, y así todos los días de su vida, salvo que llueva o sea luna llena, por la creencia de que entonces se secan los cultivos si los trabajas.
Ramos, como otros caficultores, siguió el consejo de sembrar árboles maderables en su chacra para reforestar los terrenos dañados y mantener sus cafetos a la sombra. El abono proviene de los restos de vegetales de la cocina, la pulpa del café y el guano del cuy (roedor andino) y no se emplean productos químicos.
En la chacra todo se recicla, todo tiene un orden, todo es verde o rojo vino cuando los granos de café maduran. «Debemos cuidar el ambiente por la vida de todos», señaló Ramos convencida.
Igual de segura está que las mujeres deben luchar juntas para ganar más espacio en las cooperativas y así obtener su autonomía económica, aunque «cada paso es muy batallado».
«Cuando participa, a la mujer se le levanta el valor, ya no hay miedo», aseguró, tras recordar cómo se sintió a fines de 2009, cuando fue a recoger un premio y todos hablaban en castellano. Ella decidió hacerlo en quechua porque «así me sentía más segura, y todos me aplaudieron», dijo entre risas, rodeada de sus sacos de café, tres de sus hijos y algunos nietos.
* Este artículo fue publicado originalmente por el periódico independiente TerraViva de IPS con el apoyo de Unifem y del Dutch MDG3 Fund.