Hace poco más de un año, cuando Barack Obama ganó las elecciones presidenciales de Estados Unidos, un sentimiento de sorpresa recorrió al mundo. Sin duda habíamos asistido a la transmutación de algo que a muchos parecía impensable en una realidad retumbante y esperanzadora: un hombre negro, joven y decíase que muy inteligente, se convertía en Presidente de la mayor potencia mundial, un país que fuera bastión del racismo y que, en los últimos años, se convirtiera en una de las patrias del conservadurismo, la exportación de guerras y el edén del neoliberalismo económico.
Quizá los efectos de la conmoción que nos provocara el casi increíble ascenso de Obama y el eco de sus discursos llenos de tangibles promesas de cambio, fueron tan profundos y prolongados que, por encima de unas pocas acciones concretas, indujeron a los patrocinadores del Premio Nobel de la Paz a la no menos sorpresiva decisión de conferirle tan alta categoría al Presidente de un país en guerra. Lo más dramático de esta congratulación es, sin embargo, que, al aceptarla, Obama ha asumido un compromiso del que solo escapará hacia la posteridad con una de dos etiquetas posibles: la de hombre de palabra o la de cínico desvergonzado. No hay más salidas de ese terreno minado al que lo han conducido las buenas intenciones.
La llegada de Obama al poder también desató un sentimiento espontáneo de júbilo popular y de esperanzas de cambio en Cuba, la isla vecina de Estados Unidos cuyos moradores, por el solo hecho de ser cubanos y (muchos de ellos) querer vivir donde nacieron, sufren desde 1962 un embargo comercial y financiero norteamericano que, en su momento (uno de los picos de la Guerra Fría cuyo fin aparente acaba de festejarse), se propuso rendir por hambre al país y derrocar a su gobierno.
Para los cubanos de tres generaciones y más- el largo diferendo entre los gobiernos de Washington y La Habana ha sido como una pesadilla de la que, por más que nos lo propongamos, parece imposible despertar. Además de las carencias materiales que pueda haber propiciado o no el bloqueo/embargo (que, sin duda, las ha propiciado, y muchas) su existencia ha levantado sobre el Estrecho de la Florida un muro de intransigencia y hostilidad que ha marcado millones de vidas individuales y ha sido una letanía la culpa la tiene el bloqueo, se dice una y otra vez- que ha justificado casi todas las carencias y ha hecho más difícil la posibilidad de una vida mejor del pueblo cubano, el verdadero mártir de esa política que, a fin de cuentas, no ha logrado su propósito de derrocar al gobierno que desde hace medio siglo gobierna al país.
Cuando en abril de 2009 se celebró en Trinidad la Cumbre de las Américas y Obama, estrenando su presidencia y su prometida política de reacercamiento hacia América Latina, escuchó con paciencia los reclamos de casi todos los países del área de que se levantara el embargo a Cuba y se normalizaran las relaciones entre los dos vecinos, las esperanzas de mucha gente en la isla se multiplicaron. Y con razón, pues por esas fechas el Presidente decidía eliminar las restricciones que le complicaba a los ciudadanos de origen cubano viajar a su país o enviar remesas a sus familiares, se empezaban a recuperar los contactos académicos y culturales y se hablaba de posibles acuerdos, como el restablecimiento del correo postal directo o la oferta de mejorar las comunicaciones con el acceso a la red norteamericana de fibra óptica.
El muro sobreviviente de la Guerra Fría al fin se movía otra vez y aquellos pasos, aunque no demasiado profundos, alentaban la recuperación del sueño extraviado de un levantamiento del embargo y hasta de una normalización de relaciones.
Por eso, cuando el pasado 28 de octubre el gobierno de Estados Unidos declaró ante el mundo Asamblea General de la ONU- que mantendría inalterado el embargo y por las mismas razones por las cuales lo habían sostenido ocho administraciones norteamericanas desde 1962, las esperanzas se marchitaron y muchos se preguntaron: ¿el Obama que decide sostener esa política de asilamiento hacia Cuba es el mismo joven carismático que, prometiendo cambios, subió al poder hace un año?; ¿ese hombre que acepta sostener una política que se propone rendir por hambre a un país es el mismo que ha sido congratulado con un Premio Nobel de la Paz?; ¿ese presidente amante de la distensión puede pensar sinceramente que el embargo hacia Cuba condenado casi por el mundo en pleno, incluidos los países más críticos con el sistema cubano- va a obligar al gobierno de La Habana a hacer cambios más que a atrincherarse?; y más aún: ¿ese mismo hombre inteligente no es capaz de colegir que justamente el levantamiento del embargo podría ser lo que indujera la llegada de cambios en Cuba?
Hasta el 28 de octubre tuve un sueño: que la representante norteamericana en Naciones Unidas, asistida por la lógica de una administración comprometida con la inteligencia y la distensión, dijera que su país se avenía a levantar el embargo… Esa decisión habría sido una postura más cercana a la que prometía aquel Obama que conmovió al mundo con su victoria. Pero el sueño posible no se cumplió y los cubanos debemos seguir sufriendo la pesadilla que nos acompaña desde el lejano 1962, cuando el Presidente Obama aún no había cumplido su primer año de vida y en Cuba ya existía el sistema que aún se mantiene, a pesar del embargo. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.