Habrá que convenir con tristeza que el nuevo siglo, en su primer decenio, no apunta al optimismo. No sólo no se ha solucionado ninguno de los problemas que acarreábamos, sino que se van añadiendo otros más extraordinarios.
Las conflictivas situaciones en Irán y Corea del Norte no mejoran. Está empeorando el tema palestino, ya que Israel desafía abiertamente a Barack Obama con nuevas construcciones en los asentamientos en territorio árabe. Sabe que ningún gobierno norteamericano osará desafiar al poderoso lobby proisraelí.
Mientras es difícil hacer un pronóstico sobre Iraq, es fácil hacerlo sobre Afganistán donde, según el Pentágono, cada soldado cuesta 1.000.000 de dólares anuales para una guerra de improbable victoria y que presenta un horizonte de al menos cinco años.
El milagro de Nelson Mandela se va desvaneciendo en Sudáfrica, Zimbabue sigue inmutable, y la corrupción en África (y en el mundo), sigue aumentando, según Transparencia Internacional. En Latinoamérica la próxima salida del Presidente Lula da Silva, el gran mediador, significará un aumento de las divergencias regionales.
Asia es el único polo de crecimiento, con una China imparable (pero que no quiere jugar en equipo con nadie), y un general repunte de las economías.
En estos años del nuevo siglo han emergido problemas antes desconocidos a nivel global. La novedad es que estamos en plena globalización y no sabemos como gobernarla.
La crisis desencadenada por las especulaciones financieras ha arrojado 100 millones de nuevos pobres, según el Banco Mundial. Sin embargo, no ha servido de lección al poder político, que en lugar de reformar el sistema para hacerlo más responsable, ha optado por salvarlo cueste lo que cueste: la módica suma de 18 billones de dólares, equivalente al total de la ayuda al Tercer Mundo durante 150 años. Y se ha decidido -por omisión- no cambiar nada fuera de algunos retoques cosméticos.
En efecto, los bancos sólo han eliminado el 50% de los títulos tóxicos que causaron la crisis y los derivativos, otro factor desencadenante, ya suman seis veces y media el Producto Bruto Mundial.
Lo único cierto es que los Estados que han intervenido, Estados Unidos a la cabeza, encaran un déficit fiscal gravemente aumentado y un desempleo sin precedentes, mientras los expertos pronostican el agravamiento de la crisis inmobilaria norteamericana y destacan la ineficacia de los programas de Obama para los millones de norteamericanos que han perdido o están perdiendo sus casas.
Un reto en la era de la globalización es la creación de fórmulas de gobernabilidad. Europa, aunque es una región en declinación, tuvo la oportunidad de darse un liderazgo a la altura de los tiempos. La aprobación de un nuevo tratado constitucional después de largos años de negociaciones abría finalmente la posibilidad de designar dos figuras autorizadas para la presidencia y la política exterior. Pero el escuálido juego de poder entre los 27 países miembro ha producido el nombramiento de dos personas de escasa experiencia y poco apropiadas para asumir el liderazgo que reclama la Unión Europea.
El penoso espectáculo de pequeños egoísmos en Bruselas sucedió a otro gran traspié de la comunidad internacional: la Conferencia de Roma sobre Seguridad Alimentaria Mundial. No asistió casi ningún personaje de alto nivel (Estados Unidos estaba representado por un funcionario de segundo orden), y no se hicieron intentos serios para alcanzar acuerdos para reducir el hambre que, según las estadísticas más optimistas, afecta a una de cada seis personas.
La reducción del hambre era uno de los fundamentales Objetivos de Desarrollo adoptados unánimemente por todos los jefes de Estado reunidos en el año 2000 en una Asamblea General de las Naciones Unidas llamada modestamente «del Milenio»
Para quienes creen todavía que los gobiernos pueden ser capaces de adoptar soluciones comunes para enfrentar las crisis que amenazan al planeta, el fracaso de la Conferencia de Roma puede parecer sólo un mal ejemplo inducido por el desinterés hacia los pobres. Pero es un hecho que los países ricos tampoco son capaces de superar su gravísima cisis financiera.
Mientras tanto, el rápido deterioro de la Tierra coloca a todos, pobres y ricos, en el mismo barco.
Sin embargo, la Conferencia sobre el Cambio Climático de Copenhaguen, que comienza el 7 de diciembre, promete aún menos que la de Seguridad Alimentaria. Ya sabemos que no logrará un acuerdo adecuado a los desafíos, y sólo se espera que emita declaraciones positivas como una base para negociaciones sucesivas. Entretanto, cada día recibimos evidencias científicas sobre como marchamos hacia el abismo. Un día vemos las fotos del Kilimanjaro que está quedando sin nieve, otro día nos informan que los productores de champagne están comprando terrenos en el sur de Inglaterra, o que Groenlandia se ha transformado en un exportador de repollos o que el Mediterrneo está infestado de peces tropicales. Los arrecifes de coral están muriendo, y los océanos están perdiendo su capacidad de absorber óxido de carbono, pues ya lo han hecho en exceso.
Estos no son datos científicos abstractos, son imágenes al alcance de cualquier persona. Y la conciencia del problema es ahora universal. Pero la realidad nos demuestra que la política tiene reglas y lógica propias, que ya no tienen que ver con la gente. Mientras apenas queda un año para que concluya el primer decenio del siglo XXI, es de desear que en el próximo la política enmiende el rumbo y se convierta una fuerza de acción ciudadana para solucionar los problemas. ¿Es una pía ilusión? (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Roberto Savio, fundador y presidente emérito de la agencia de noticias Inter Press Service (IPS).