En las últimas décadas se vio un crecimiento sostenido de las empresas de seguridad privada en Argentina, hasta llegar a 480 sólo en la capital del país y 850 en la provincia de Buenos Aires. Un negocio que a veces encubre a ex policías delincuentes y represores desocupados.
Ante esta tendencia al alza, organizaciones civiles alertan que el Estado ejerce escaso control sobre estas empresas, al punto de que se ha detectado la frecuente presencia en ellas de represores de la última dictadura (1976-1983) prófugos de la justicia y de antiguos miembros de fuerzas de seguridad que fueron exonerados por diferentes delitos.
Para intentar echar luz sobre esa actividad, la Legislatura (parlamento) de la ciudad de Buenos Aires dispuso que a partir de marzo de 2010 los registros de los dueños y empleados de las firmas de seguridad y sus antecedentes deberán ser publicados en Internet, para escrutinio de la sociedad civil.
La medida llega después de que un fallo judicial obligó en abril al gobierno de este distrito, liderado por el derechista Mauricio Macri, a dar la información que había sido negada al diario local Página 12 sobre los dueños de las firmas Investigaciones Privadas Alsina y Scanner.
Por un recurso de amparo presentado por el no gubernamental Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), un juez de Buenos Aires había declarado inconstitucional un aspecto de la ley 1913 que rige la seguridad privada en esta jurisdicción, en el que se basó el gobierno local para negar la información.
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Cifras del CELS indican que en 2007 había en el país unos 100.000 efectivos de seguridad privada, 21.000 de ellos en la ciudad de Buenos Aires, con tres millones de habitantes, y 45.000 en la oriental provincia homónima, que cobija 14 millones de los 40 millones de argentinos.
Por otra parte, un estudio de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) asegura que los guardias privados son responsables de dos por cientos de los 2.557 asesinatos por el llamado "gatillo fácil" (ejecuciones a civiles desarmados) o muertes en comisarías por torturas que se produjeron en el país desde el retorno de la democracia en 1983 tras siete años de dictadura.
La abogada María del Carmen Verdú, de Correpi, indicó a IPS que "el problema que aparece no es la ausencia de normas, sino que éstas no tienen ninguna influencia real".
"En casi todas las legislaciones locales está prohibido que ingresen personas que hayan sido exoneradas de fuerzas de seguridad o condenadas por causas penales, o que tengan procesos por crímenes de lesa humanidad", precisó.
"Sin embargo, cada vez que buscamos a un prófugo de gatillo fácil, tortura o detención arbitraria, investigamos primero en las empresas de seguridad privada", expresó.
En el mismo sentido, Gustavo Palmieri, director del programa de Violencia Institucional y Seguridad Ciudadana del CELS, evaluó ante IPS que "la interrelación entre agencias de seguridad privada y de seguridad pública es un problema en la mayoría de los países".
"En Argentina, esa relación articula habitualmente un uso espurio de la información y los recursos de las instituciones públicas por parte de las agencias privadas de seguridad", apuntó.
Un caso que resultó emblemático sobre la ausencia de controles y que citó Verdú fue el del subinspector de la policía bonaerense Sergio Ramón Fernández, imputado de torturas seguidas de muerte en 1992 de Sergio Durán, de sólo 17 años.
El primer fallo judicial contra Fernández ocurrió en 1995 y fue también el primero que probó la aplicación de la "picana", el instrumento para torturar a las personas con corriente eléctrica, predilecto de los represores de la dictadura.
En 2003, este policía salió en libertad sin sentencia firme y cuatro años después fue descubierto por Correpi trabajando en la firma Segur Part, cuya sede queda a 100 metros de la comisaría en la que murió Durán y a 300 metros de los tribunales de Morón, localidad del área metropolitana de la capital argentina.
"Lo más llamativo es que el Patronato de Liberados y la Cámara Criminal de Morón sabían que este hombre trabajaba ahí", agregó Verdú.
Otros ejemplos son los del coronel Aldo Álvarez, prófugo de la justicia de Bahía Blanca y controlador, según Página 12, de la citada empresa Alsina, del comisario Jorge "Fino" Palacios, quien presta asesoramiento desde Strategic Security Consultancy SA pese a estar acusado por fiscales en la causa de la destrucción por un ataque con explosivos en 1994 de la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), donde murieron 85 personas.
También es el caso del sargento de la policía de la provincia de Buenos Aires Hugo Cáceres, condenado a 22 años de prisión por encabezar un "escuadrón de la muerte", quien fue ubicado al mando de una empresa de seguridad en Don Torcuato, al norte de Buenos Aires.
Muchos otros "reciclados" pertenecen al movimiento de militares de ultraderecha "carapintada", que realizaron cuatro revueltas contra la democracia entre 1987 y 1990. Uno de sus jefes, Mohamed Alí Seineldín, fallecido el 2 de este mes, que en 2002 fue contratado por la empresa Fidei.
Según un informe del CELS, "las relaciones informales e ilegales entre las agencias de seguridad privada, personas vinculadas al terrorismo de Estado durante la última dictadura y funcionarios de la policía bonaerense fue acreditada en la causa por el asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas el 25 de enero de 1997", el único crimen comprobado de un periodista por causas políticas desde el retorno de la democracia.
"Hay un momento en el que llegás a la conclusión de que tener a personajes con este tipo de antecedentes es un objetivo, además de que todos los comisarios retirados tienen su propia empresa", dijo Verdú, de Correpi.