El asesinato de 12 miembros de una familia de la etnia indígena awá el 26 de agosto en el resguardo Gran Rosario, volvió la atención de Colombia hacia el municipio de Tumaco, recostado entre el océano Pacífico y la frontera con Ecuador y convertido en una región en guerra.
A eso equivale la situación que un comunicado de la católica Diócesis de Tumaco descubre con cifras escuetas.
El casco urbano de Tumaco, que hace parte del sudoccidental departamento de Nariño, ha visto llegar este año 10 desplazamientos masivos.
En junio llegaron 517 personas que huían de sus veredas (caseríos rurales) y en julio y agosto fueron 1.062 los desplazados. Hay 62 educadores amenazados y el número de asesinatos no tiene antecedentes: 173, según el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, más de 260, según la fuente diocesana.
Hay 50 denuncias de desapariciones forzadas y ha crecido el reclutamiento de menores por parte de los grupos armados. La fiscalía y Medicina Legal, con informes sobre fosas comunes, buscan restos en las orillas del río Chagüí, en las veredas Candelilla de la Mar y La Guayacana y en la zona fronteriza con Ecuador.
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A la morgue llegaron en junio siete cadáveres de personas asesinadas hace tres o cuatro meses en La Guayacana. Son las cifras de una región en guerra.
Allí, los indígenas de la etnia awá se mueven entre distintos bandos de combatientes con la pretensión de mantenerse distantes del conflicto. En la región operan las guerrillas izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y Ejército de Liberación Nacional (ELN), grupos narcotraficantes y paramilitares de extrema derecha y el ejército.
Con un gesto de indignado desaliento, Oscar Ortiz, secretario de la Unidad Indígena del Pueblo Awá (Unipa), observa que "en la región están todos los actores armados, todos son asesinos".
Como ha venido sucediendo en otras partes del país, los awás han querido mantenerse al margen de un conflicto que no es suyo, pero han acabado como víctimas.
La prensa nacional destacó en septiembre de 2002 la rebelión de los habitantes del municipio de El Charco contra un grupo de paramilitares que durante un año se habían apoderado del pueblo. Los abusos y los alardes de fuerza agotaron la paciencia de los nativos que, armados con palos y machetes, los expulsaron. La refriega dejó un muerto y cuatro heridos paramilitares y un pueblo en armas.
Dos meses antes, el enfrentamiento había sido contra la guerrilla en territorio de los indígenas guambianos, en el este del vecino departamento del Cauca.
A las amenazas de muerte contra alcaldes indígenas, los guambianos respondieron con jornadas de brazos caídos y mítines para respaldar a funcionarios que actuaban en nombre de las autoridades indígenas de Colombia. "Amenazar a un alcalde no es solo atentar contra el Estado, sino interrumpir con la fuerza un proceso del que todos hacemos parte", declaró uno de los cabildantes.
A pesar de los riesgos, los indígenas insistieron en enfrentar a la guerrilla sin armas: "La resistencia indígena no consiste en demostrar fuerza sino cohesión", anotó un antropólogo de la región.
Fue esa cohesión la que convenció a la guerrilla de retirarse temporalmente. Un mes después, los guerrilleros sitiaron un municipio cercano, Jambaló, cuyo cabildo indígena había aprobado la resolución 007 que declaró a sus 13.000 habitantes en resistencia civil. Y ante las amenazas de la insurgencia, anunciaron: "sus armas no van a encontrar violencia, solo una guardia cuidando a su pueblo con los bastones de mando".
Con mayor eficacia que las armas, los guambianos quisieron afrontar el conflicto alejándose de los grupos armados y negándoles toda colaboración.
Esa es la misma política de los paeces, también del Cauca, que no temieron desafiar en julio de 2003 a los guerrilleros que secuestraron en su territorio al misionero suizo Florian Arnold, presidente de la fundación Manos por Colombia, una organización no gubernamental de promoción social que trabaja en la región.
Dos mil indígenas desarmados rodearon el sitio donde siete combatientes del Frente Jacobo Arenas de las FARC retenían al suizo y al líder paez Ramiro Pito. También allí pudieron, más que las armas, la unidad de los paeces y la actitud colectiva de rechazo y al conflicto.
Otros grupos, por ejemplo de campesinos, actúan con la misma posición frente a los grupos armados, incluido el ejército. El más conocido es el de San José de Apartadó, en el norteño departamento de Antioquia, declarado Comunidad de Paz en 1997 y que ha corrido con menor fortuna.
Más de un centenar de sus habitantes pagaron con su vida la decisión de no hacer parte de una guerra ajena. La última matanza de campesinos de San José ofrece unas claras semejanzas con los 12 muertos awás. Una alianza de militares y paramilitares fue finalmente imputada por la justicia el 15 de abril de 2008.
La fiscalía dictó orden de detención contra seis militares —un teniente, un subteniente, tres sargentos y un cabo—, como responsables de la muerte en febrero de 2005 de cinco adultos y tres niños pertenecientes a una comunidad que dijo no a todos los agentes armados.
Como aquellos campesinos, los awás habían llegado a ser un "estorbo" para los guerreros. La palabra "estorbo" fue utilizada por el indígena Ortiz en su comentario sobre el asesinato.
Ese hecho, precedido por masacres cometidas entre el 4 y el 11 de febrero de este año contra al menos 17 awás, y por las amenazas de muerte contra dirigentes de la Unipa, demuestra que, pese a no querer hacer parte del conflicto, son un obstáculo para los actores armados.
Los awás son testigos tan incómodos como Tulia García, una de las últimas víctimas, presente cuando hombres armados y uniformados dieron muerte a su esposo el 23 de mayo.
Los awás son los dueños de tierras y ríos de su resguardo, de valor estratégico para los guerreros. Los awás tienen niños y jóvenes que los actores armados pretenden convertir en combatientes, contra el querer y la cultura de sus familias.
Los awás conocen la región, se mueven por ella con la agilidad de quien está en su casa, y se niegan a servir de guías para cualquiera que porte armas. Los awás, como los demás grupos indígenas, "están en resistencia contra cualquier forma de violencia", como atestigua el misionero Antonio Baraín.
Cualquiera de estas razones, o todas juntas, pueden ser la explicación del asesinato de los awás, y cualquiera de los guerreros, o todos, pueden ser sus asesinos.