En América, el funcionamiento de la Unión Europea (UE) es visto con fascinación. Pero el Parlamento Europeo es quizá la más incomprendida de las instituciones. Por una parte, es el ente supranacional mayor del planeta (785 miembros, reducibles a 736 tras la presente elección), solamente comparable al de la India, que es de jurisdicción de un solo país. Representa a 375 millones de electores, de una población que roza los 500 millones, ciudadanos de 27 países.
Para sorpresa de los estadounidenses que tuvieron que acudir a Europa en dos ocasiones el anterior siglo, el continente ha sido testigo del periodo de paz regional de mas larga duración, en gran parte gracias al funcionamiento de la UE y sus instituciones. Los dirigentes que firmaron el Tratado de Utrecht en 1713 no se lo podrían creer, dispuestos a violarlo sistemáticamente.
El ente que se somete a votación el domingo 7 de junio (con unos adelantos al 4) es muy variado sociológica y generacionalmente. Abogados, economistas, arquitectos, millonarios, ex primeros ministros y miembros de la realeza se toman café con poderosos líderes de industrias y sindicatos, modelos atractivas, estrellas mediáticas. Dominan un puñado de las 23 lenguas oficiales y son conocedores de las costumbres de media Europa. Este perfil es inexistente en Estados Unidos.
Representan todas las corrientes ideológicas, con el predominio de un sector conservador/democristiano y una izquierda liderada por los socialdemócratas. Pero también ecologistas, independentistas, comunistas reciclados e incómodos fascistas toleran la compañía los euroescépticos, presentes para dinamitar la propia cámara desde dentro. Este abanico resulta insólito en Washington.
Llevan unas vidas entre nómadas y acomodadas. Pasan dos semanas en Bruselas para participar en comisiones (en un impresionante edificio bautizado como el Capricho de los Dioses, un postre belga), una tercera en Estrasburgo para plenarias celebradas en el Buque Fantasma (un edificio de cristal anclado en un canal), y una cuarta para mantener el contacto con sus jurisdicciones locales. Mientras tanto, su burocracia está en Luxemburgo. Con tres sedes, supera a cualquier congénere de la galaxia.
Los legisladores de todo el continente americano comprueben que ninguno de sus colegas en Europa se queja. Con los nuevos planes de equiparación, los europeos cobrarán unos 90.000 euros
anuales, además de las generosas dietas de viaje y la gratificación a su personal propio.
Pero en América se toma nota de que los miembros de este club de élite parece que han ido perdiendo paulatinamente el favor de sus conciudadanos. Desde el notable 63% cuando en 1979 comenzaron a ser elegidos directamente el nivel de participación descendió hasta el 45% en 2004. Este año se teme que el promedio baje al alarmante 40%, con algunos países apenas rebasando el 20%.
Resulta curiosa esta poca atención popular, ya que el descenso se ha producido simultáneamente con el aumento progresivo de su influencia. El Parlamento co-legisla y aprueba las leyes presentadas por el Consejo, cocinadas por la Comisión. De aprobarse el Tratado de Lisboa, su poder será también compartido con los parlamentos nacionales, que podrán rechazar los proyectos. Aunque no elige al Presidente de la Comisión tras las elecciones (como en un régimen parlamentario con un primer ministro), puede hacer caer a la Comisión en pleno o rechazar los nombramientos de comisarios inaceptables.
En Estados Unidos, los congresistas sonríen ante la comparativa falta de poder de sus colegas europeos, pero envidian al mismo tiempo su dependencia de sus propios partidos, sin que tengan que contentar a sus electores de jurisdicción. El sector más celoso de la soberanía nacional se alegra sotto voce del aparente poco nivel de potencia global de la UE, competidora en la lucha hegemónica. Interpretan que una UE débil es beneficiosa para el interés nacional.
En América Latina, con parlamentos supranacionales apenas en la infancia, con limitada elección directa, las dificultades de la UE son a su vez una derrota de los intereses últimos del continente. La integración regional puede ser el remedio más efectivo para luchar contra la falta de cohesión social, la pobreza y la desigualdad, el nacionalismo dependiente de la dictadura de la figura presidencial, y la criminalidad procedente del tráfico de drogas y de personas.
De ahí que la potencialidad de un parlamento de estilo europeo se vea como una fruta prohibida, lastrada por la secundariedad de los propios congresos nacionales. La precaria instalación latinoamericana del modelo de integración de la UE no debe considerarse como un triunfo de buscar propias soluciones. Las dificultades de la UE y sus instituciones, como es el caso del parlamento, representan la difuminación del único punto de referencia válido en Latinoamérica. No es una buena noticia. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).